El frío caló mis huesos e hizo
enfermar mi cuerpo. Jamás pensé que podría pasar tanto frío.
Cuando galopaba sobre mi caballo, entre las tierras heladas cercanas
a mi castillo, todo parecía más cálido en mis recuerdos. Pero
aquellos días, en ese cuerpo mortal, el frío parecía congelarme.
Me debilité pronto. Caí en un terrible maleficio de virus y dolor.
Cuando me encontré en el hospital, prácticamente atado a unas
sábanas demasiado almidonadas y una habitación excesivamente
pulcra, creí delirar. No podía ser que yo, Lestat el vampiro, se
encontrara en tan precaria situación. Estaba perdiendo todo. Nadie
parecía ayudarme. Nada me consolaba. Pero esa mano cálida, la de
aquella religiosa que me miraba con bondad, se convirtió sin duda en
la chispa de esperanza que tanto necesitaba.
Comprendí que mi mayor miedo no era
permitir que otro venciera, sino la muerte. No quería morir. Deseaba
volver a tener ese magnífico poder. Quería dejar atrás las escasas
ventajas, y grandes incomodidades, de ser humano para volver a tener
el privilegio que pocos poseen. La inmortalidad era sin duda una
bendición y no un mal paso. Pero ella, la dulce Gretchen, pensaba
que estaba enfermo y que deliraba. Hablaba con Claudia, que parecía
más vívida que nunca, y con aquellos que todavía decían quererme
pese a todo. Era una pesadilla tras otra, los medicamentos parecían
no ayudarme y ella me tomaba de la mano.
Cuando mejoré y tomé sus labios entre
los míos, disfrutando de la calidez de su cuerpo próximo al mío,
me sentí vivo. Realmente creí que algo bueno estaba logrando pese a
todo. Esa pequeña experiencia de placer, confort y complicidad
hicieron mella en mí y dejaron una mueca terrible. Mis manos se
movieron por su cuerpo, el cual se fue desnudando como el mío, y mis
caderas se movieron ágiles recordando el vals del placer. Ella me
atrapaba entre sus cálidos muslos. Mi sexo se enterraba como una
poderosa espada envenenada. El suyo, su cálida vagina, se humedecía
con cada roce. La maravillosa fricción nos hacía encendernos como
si fuera una hoguera. Sus pechos eran turgentes, de pezones
suculentos, que no dudé en acaparar en más de una ocasión. Ella me
miraba completamente obnubilada y yo perdía el juicio. La amaba. En
esos momentos la amaba.
Pero ella amaba al hombre débil,
enfermo y que parecía perderse en su propia fantasía. Se enamoró
de un fantasma. No me amaba a mí. No amó a Lestat. Pues cuando
conseguí mi cuerpo fui a buscarla. No dudé en ir a por ella. Pero,
cuando me vio frente a frente, me gritó que era un monstruo y
prácticamente me arrojó al infierno. Debí haberlo previsto, pero
soy un iluso. Esa noche de sexo salvaje y entregado no era nada. Nada
si no era en el envoltorio adecuado.
Lestat de Lioncourt
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