Armand es a veces terrible, pero sin duda alguna tiene cierto encanto macabro.
Lestat de Lioncourt
El invierno puede ser terriblemente
aburrido. Sin embargo, siempre existe la posibilidad de encontrar un
momento de extraña y satisfactoria diversión. El paisaje urbano
puede ocultar disimuladamente pequeños tesoros, cajas de Pandora,
que desean ser abiertas inevitablemente. Mi diversión siempre está
ligada con el sufrimiento de mis víctimas. Aprendí que me gusta
rememorar mi calvario proyectando las mismas lágrimas, junto a
gestos de dolor y miseria, en otros.
Tenía aproximadamente veinte años,
cabello negro ligeramente corto, ojos oscuros y tan delgado que
parecía un esqueleto. Su cuerpo era el de un muchacho larguirucho
sin mucha forma, aunque él parecía verse lo suficientemente
atractivo para coquetear incluso consigo mismo. Siempre pensé que
los egocéntricos, como Lestat, lo eran porque tenían ciertos
privilegios y motivos de peso. Mi viejo amigo posee una belleza
extraordinaria y, aunque no lo crean, cierto encanto que ni siquiera
yo sé describir. Pero ese muchacho, por llamarlo muchacho y no
hombre, ni siquiera tenía barba. Sólo veía a un imprudente
creyéndose superior a todos, regalándose como una puta lastimera y
ofreciéndose al mismísimo demonio si eso le confería cierto
respeto. Decía ser escritor, pero sus escritos eran basura. Sólo
era una copia inmunda y deplorable de otros, como si fuese un cliché
barato de un cúmulo de características sin sentido entre sí, pero
él creía que era, sin duda alguna, lo que todos necesitaban ser en
la vida.
Encontré a ese estúpido igual que
quien encuentra una lata de refresco en la vía, arrojada allí
afeando el paisaje sin utilidad alguna, que decidí patear para
entretenerme. Sé positivamente que mis ojos pardos son atractivos,
pero jamás pensé que serían envidiados por un hipócrita de medio
pelo. Me aproximé con educación y cierto encanto, cosa que tomó
como si fuese una invitación a algo más. Decidió invitarme a un
café, cosa que para los vampiros puede ser atractiva y un alivio. No
bebemos su contenido, pero nos reconforta el calor y el aroma.
La cafetería estaba vacía, pues era
una hora desapacible en un día común de invierno. Él no cesaba de
contarme de lo encantador que era, amado por todo y respetado por
cientos. Yo tan sólo miraba por la ventana, meditando cuando debía
matarlo para acabar con mi sufrimiento y el suyo propio. Se encendió
un cigarrillo, cosa prohibida desde hace años en los locales de la
ciudad, pero no dije nada ni mostré repulsión por ello. Tan sólo
arrugué mi nariz y clavé mis ojos en la nada. Al girar mi rostro
noté el suyo cerca del mío, mirándome con ciertos deseos que no
pensaba cumplir. Él abrió sus labios y yo coloqué en los míos una
sutil sonrisa.
—Sergio, ¿ese era tu nombre?—dije
premeditadamente. Pues deseaba burlarme de mi nulo interés en sus
palabras.
—No—dijo.
—Oh, ¿Saúl?—pregunté con falsas
dudas.
—No—respondió.
—Algo con S... ¿verdad?—reí. Mi
risa siempre ha sido fresca y llamativa, demasiado coqueta para
ofrecérsela a un inútil.
—Correcto. Pero no importa. Puedes
llamarme amor—susurró cerca de mi cuello, echando hacia un lado
mis cabellos, mientras me sostenía de la cintura.
Detesto que muchos tengan esa enorme
capacidad de invadir mi espacio personal. No me agrada que me soplen
cerca del cuello y me echen su aliento. Sólo soporto en proximidad a
los que realmente amo. Ese imbécil estaba ganando méritos.
Lo siguiente que él recordaría sería
despertar en una fría camilla. Con cuidado lo engatusé para que
tomara de mi café, el cual ya había sido condimentado con algunas
pastillas especiales, y el resto fue fácil. Trasladarlo y dejarlo en
aquella camilla fue tan fácil, y rápido, que aún me cuesta
creerlo. Aunque, en realidad, es comprensible porque era un saco de
huesos mal colocados.
—Bienvenido a mi laboratorio—comenté
abriendo mis brazos mientras él me miraba con los ojos fuera de
órbita. Tenía miedo. El sudor frío de su frente delataban un miedo
terrible. Él sabía que no saldría vivo de esa habitación. Es algo
triste, ¿no es cierto? Saber que vas a morir con toda certeza, pero
al menos es algo cierto en su vida y su patética historia. ¡Y
pensar que él creía que me interesaba su compañía!—. Sé que me
darías las gracias, comentarías que es increíble, y me
adularías—murmuré tomando uno de mis bisturís—. Pero, como
ves, estás amordazado y atado a esta camilla—indiqué alzando mi
ceja derecha—. No—dije con contundencia—. No es un fetiche
sexual, pues a mí me llenan ese vacío de otra forma. Verás,
querido, a mí tu físico y tus historias baratas, esas que me has
contado durante algunas horas, son basura. No me han interesado, ni
llamado poderosamente la atención y ni mucho menos, que lo sepas, me
parecen agradables. Has invadido mi espacio personal, ¿le importa
que lo haga yo con este bisturí?—reí bajo inclinándome hacia él,
mirándolo a los ojos con una poderosa sensación de control—.
Tranquilo, sólo dolerá mientras sigas vivo.
Jamás olvidaré la poderosa sensación
del bisturí abriendo su pecho, para después sacar su corazón.
Rápidamente lo puse en una mesilla y observé como dejaba de latir.
Fue una pena terrible que no durara demasiado, la sangre se enfriara
y el cuerpo tomase un rigor similar al del hierro. Quizás porque su
musculatura quedó en tensión, pero creo que era porque era
demasiado delgado y sus huesos, como tendones, eran lo poco que
quedaba de él junto a su piel mal cuidada.
—Míralo por el lado bueno, cariño,
tal vez llegues a ser el mejor de mis modelos de esqueletos... pero
debería limpiar bien los huesos y, para eso, hay que perder el
tiempo contigo. Cosa, que como ves, no me gusta hacer—dejé un
sutil beso en su frente y salí del laboratorio.
Al día siguiente su cuerpo estaba en
el fondo de uno de los lagos cercanos. Muchos diréis que su familia
lo extrañaría, pero a decir verdad fue un alivio incluso para sus
amigos. Si es que a ese grupo de aduladores, los cuales desconocían
sus verdaderas intenciones, podían considerarse verdaderos amigos.
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