—¿Por qué?—preguntó.
Había venido a verme de nuevo. Estaba
cada vez más furiosa. Sus ojos parecían dos esferas de lavaba
grisácea. Su mentón estaba apretado y su rostro, que solía estar
sereno, parecía una máscara de odio visceral. Tenía el cuerpo en
tensión. Su delicada cintura no se apreciaba con esa chaqueta negra,
de corte tan masculino, y algo sucia. Llevaba una camisa, con los
primeros botones abiertos, dejando ver su cuello de cisne. El cabello
estaba suelto, enredado y cubierto de hojas. Juraría que estuvo
caminando durante algunas horas, quizás conteniéndose de algún
modo, mientras dejaba que sus botas se llenaran de fango como el
final de las perneras de sus tejanos.
—¿Por qué no?—lancé una sonrisa
solapada con mi natural encanto. Ella me miró aún más furiosa,
pero yo me divertía al ver su reacción tan intensa.
—¡Sólo malgastas tu dinero, tiempo
y opciones! ¿No lo ves? ¡Este castillo debería haberse quedado en
ruinas!—exclamó agitando sus brazos.
Supuse que tenía algo de razón. Había
malgastado una fortuna en volver a reconstruir cada piedra. El pendón
que estaba colgado sobre la chimenea, la cual estaba encendida,
parecía un símbolo arcaico de aquello que fuimos. Los muebles eran
muy similares, aunque estos eran algo más cómodos y de materiales
más caros. Los viñedos iban a ser plantados, cosa que siempre
deseé, y pensé que ella tomaría como el símbolo de una victoria.
Pero no, ella no veía una victoria sobre el tiempo y nuestra
familia. Mi madre veía horror, miseria y terror.
—Madre, este es mi verdadero
hogar—expliqué.
—No hay un verdadero hogar,
monsieur—susurró, acercándose a mí, con aquel temible aspecto—.
Tú y yo no pertenecemos a un lugar en concreto, sino al mundo. Este
sitio está maldito. ¡Maldito!—me golpeó con sus manos cerradas
en dos poderoso puños.
—Sí, lo sabes—dije frunciendo el
ceño—. Aquí nos derrotaron, pero hemos vuelto victoriosos. ¡Debes
verlo como una victoria!
—¿Una victoria? ¡Has reconstruido
mi cárcel!—gritó golpeándome con más fuerza, lo cual hizo que
retrocediera unos pasos.
—Observa el salón, madre, esto no es
nada. Arriba todo está como lo dejaste... —susurré con una ligera
sonrisa.
—¡Muérete!—dijo, justo después
me escupió y salió corriendo.
Temía que tomase alguna de las
antorchas y prendiese fuego a todo. También tenía cierto miedo a su
reacción en contra de la decoración. Ella, que siempre se había
mostrado firme y serena, reaccionaba enfurecida perdiendo su cabeza.
Echó a correr hacia la escalera y, con grandes zancadas, subió a
las habitaciones.
Estoy seguro que quería ver por sí
misma si había tenido el valor de hacerlo. Sí, el valor de
reconstruir todo hasta el más mínimo detalle. Era un museo de
recuerdos conservados en un tiempo y momento que no pudimos
disfrutar. Era mi forma de vencer al odio, rencor y dolor. Su rostro,
antes de marcharse, era el claro ejemplo de una mujer traicionada.
Esa maldita idea mía, la de volver al castillo en la colina de
Auvernia, había sido un desastre. Pensé que ella había superado
los años de encierro, frío, dolor, miseria y desesperación. Sin
embargo, seguía atada a esos sentimientos tan humanos. Supuse que no
quedaba nada de la mujer que fue, pero ella jamás dejó de ser la
marquesa encerrada en aquellos aposentos tan básicos y burdos.
Entré en la que fue su alcoba y la de
mi padre. Allí donde las fulanas hacían de señora y ella hacía de
fulana fiel, como un perro faldero, que debe asentir al deseo de su
dueño. Mi padre jamás la amó, aunque sí la codició, pero ella
tan sólo sentía lástima y asco. Lástima porque era un pobre
tullido, pero el asco era superior a otros sentimientos fuese cuales
fuesen.
Me mantuve en el marco de la puerta,
apoyado en el quicio, mientras ella maldecía mi obra. Me llamaba
ingrato. Gemía de desesperación y juraba que echaría abajo todas
las piedras. Cuando notó que había ido tras ella, como si fuese su
sombra, me miró aún más furiosa echándome mil maldiciones.
—Te odio a ti, a tus malditos
bastardos y a todos los muertos que, como este castillo, jamás
debieron existir. Tú y tu hipocresía. Dices amarme, pero me
muestras este lugar esperando que te de mi visto bueno—hizo una
breve pausa debido al quiebre de su voz—. ¡Maldito seas! ¡Maldito!
¡No debí concebirte!
—Madre...—iba a romper a llorar,
pero a la vez deseaba callarla. Quería ejercer mi dominio sobre
ella.
Ella guardó silencio, aunque no la
ira. Esos ojos grises hablaban de dolor, pasión y necesidad. Su
mentón temblaba completamente desencajado. Mientras la miraba
decidía si aproximarme o no, cosa que acabé haciendo para
contenerla entre mis brazos. Sin embargo, me empujó contra uno de
los muros y sonrió satisfecha.
La cama, con dosel, era exacta. Tenía
los cojines de borlas doradas y el bordado tenía las iniciales del
matrimonio. El colchón era moderno, aunque parecía el de paja
mullida. Tenía un juego de sábanas granate y mantas de piel de
lobo, distribuida por toda la cama. Ella se aferró a una de las
columnas del dosel, acariciando así el dibujo tallado. Eran flores,
violetas y rosas en su mayoría, que subían hacia el techo,
terminando en una flor de lis. En las paredes el pendón nuevamente
en un fondo granate, con letras bordadas en rojo y un león que rugía
de pie girado hacia el lado derecho. Su tocador, con un juego de
cepillos, estaba cerca del balcón y un armario, modesto aunque
extremadamente hermoso, guardaba perchas que aún no tenían dueño.
Ella lo miró todo, odiándolo una vez
más, mientras deseaba prender fuego a toda la habitación comenzando
por las cortinas. Sin embargo, mi atención estaba puesta en ella.
Tenía los pómulos encendidos por la furia, su pequeña y gruesa
boca me gritaba muda cierto odio y su figura parecía masculina,
salvo por las ligeras formas de sus senos.
—Es mi dinero, mi castillo y mi
tiempo—dije bloqueando la salida, pues ella aún no poseía el don
de los aires.
—Un hijo no hace sufrir a una
madre—replicó.
—¿Te hago sufrir?—pregunté
colocando mis manos sobre mi torso. Esperaba que no fuese así. Me
dolía el hecho de pensar que la dañaba. Ella para mí siempre fue
fuerte, pero al parecer algo en ella se quebraba y se convertía en
un ser vulnerable.
—Te odio—susurró con tono áspero.
Me acerqué a ella, dando pequeños
pasos, mientras contenía la emoción. Quería llorar, pero deseaba
librarla de ese espectáculo. Mi chaqueta azul marina, entallada, y
mi camisa de chorreras, con elegantes encajes de rosas, me daban un
aire de otra época. Nuestra época. Así como aquellas botas
lustrosas y esos pantalones ajustados. Parecía el marqués que nunca
fui, y no el vampiro rebelde y extraño que siempre he sido. Un
monstruo cruel que no le importó el sufrimiento de su madre hasta
ese momento. Pero, que pese a mi maldad, sentía remordimientos por
las lágrimas que ella no permitía que fluyeran.
La tomé del rostro y ella me apartó
de un empellón. Parecía una gata salvaje. Su garras, que eran
aquellas delicadas y hermosas manos, estaban bien afiladas. Sabía
que si me acercaba de nuevo no me llevaría una bienvenida tan
acogedora, sino un bofetón más sonoro y posiblemente un aque más
terrible.
—Te desprecio. Desprecio este lugar,
a ti y a todo. Debiste morir en la cuna con aquellas fiebres.
¡Debiste morir!—gritó desgarrándose la garganta, provocando que
estallaran varios cristales y el maravilloso espejo del tocador. Su
reflejo dejó de contemplarla y sólo mis ojos, tan parecidos a los
suyos, le hacían réplica.
—Mientes—dije conteniendo una risa
nerviosa.
—No—dijo firmemente.
—Reconstruí este lugar por los dos.
Somos los supervivientes a un atajo de inútiles. ¿Cuántas veces
lloramos aquí? Tantas como reímos. Las confidencias, madre. Esas
hermosas confidencias...—ella se aproximó a mí, en lo que creí
un acercamiento en nuestras posturas, pero me abofeteó—. ¡Madre!
—Ojalá te hubieses muerto o quedado
ciego por la sífilis de todas esas rameras que tanto codiciaban tu
entrepierna—colocó su mano derecha sobre mi bragueta y apretó
ligeramente—. Esto que llevas aquí es tu condena. ¡Pues con la
cabeza ni piensas!—terminó empujándome para salir de la
habitación y huir. Quería marcharse lejos del castillo, de los
recuerdos y de mí.
Pero la tomé del brazo derecho, con mi
diestra, y la tiré a la cama subiéndome sobre ella. La puerta se
cerró gracias a mi mente y me coloqué sobre su figura, mucho más
menuda que la mía. Sus cabellos dorados cayeron desplegados como
rayos de sol. Aquella cama, que representaba su podrido y corrupto
matrimonio, nos sostenía a ambos.
—Si temes por tu bien, Lestat,
apártate—dijo con rabia, colocando sus manos sobre mis hombros.
De inmediato sentí deseos de abrir su
chaqueta, hacer saltar cada botón de su camisa de blanco algodón, y
morder sus senos. Sabía que sus pezones rosados y gruesos estarían
erectos, por la discusión, y los imaginaba tentándome bajo la tela.
Ella notó mis deseos y forcejeó sin lograr que me apartara. Sólo
consiguió que me excitara y jadeara mientras hundía mi rostro en su
cuello. Ella no echó hacia un lado su cabeza, sino que golpeó con
fuerza mi pecho. No logró nada.
Con destreza animal arranqué su
chaqueta y camisa, dejando sus pechos sin protección alguna. Ella
jamás usaba sujetadores, por cómodos que pudiesen ser, pues no era
siquiera femenina para esos asuntos íntimos. Su piel parecía más
suave, más cálida y, en definitiva, más tentadora. Me abofeteó
cuando me incliné para lamer su pezón izquierdo, después enterró
sus uñas en mis mejillas y chilló como un chacal. Sin perder el
tiempo la tomé de las muñecas con la zurda, mientras la diestra se
deshacía de su cinturón y bajaba sus pantalones hasta las rodillas.
—¡Suéltame!—gritó en repetidas
ocasiones.
El vello rubio, ligeramente espeso, y
rizado coronaba aquel lugar tibio, húmedo y mío. Era mío. Yo la
había convertido en mi hija, mi compañera, mi amante y por lo tanto
debía aceptar mis caricias y aquel trato. Ella tenía que ver lo que
había logrado con ella, y sin ella, para que al fin liberara ese
odio que germinaba en su pecho. Hundí mis dedos entre los húmedos
labios de su sexo, hundiendo dos de inmediato, para mover ambos con
destreza. Ella no gimió. Sus ojos seguían fieros y su mandíbula se
apretaba.
Mi lengua se paseaba bajo el cálido
pliegue de sus senos. Sabía que se había alimentado abundantemente
esa noche. Ella era cálida, pero yo parecía de mármol. La sangre
del mortal, o mortales, le daban un aspecto dulcificado a sus rasgos
duros. Mi respiración fría, y leve, dejaban caricias en sus
costados, igual que mis cabellos rubios y rizados, tan similares a
los suyos.
¿Cuántas veces la había hecho mía?
Ya no lo recordaba. Pero jamás dejó de ser mía para pertenecer a
otro. Al menos así lo creía. Ella nunca me hablaba de sus
sentimientos y aventuras. Era como una caja de Pandora que no se
abre, ni desea abrirse, porque sabe que su misterio la hace ser
deseable y exótica.
No me aparté demasiado, pero logré
quitarle las botas y sacarle el pantalón. Su cuerpo quedó desnudo
bajo el mío, que aún tenía las ataduras de mis prendas. Yo
comenzaba a sudar debido a la excitación. Ella hizo un amago de
marcharse, pero al colocarla de nuevo en la cama, abriendo sus
piernas, y hundiendo mi cabeza entre estas, se mantuvo en silencio.
Breves segundos después, un ligero jadeo rompió su silencio. Mi
lengua se hundía entre los húmedos labios vaginales, acariciando su
sensible clítoris y buscando el orificio de entrada. Me aparté de
inmediato, bajé la cremallera de mi bragueta y saqué mi miembro.
Ella giró el rostro, como si aquello no le importase, y cuando
entré, con fuerza y sin contemplaciones, ella gimió como una gata
en celo, igual que una vulgar puta, comprendiendo porque la deseaba
tanto.
Estrecha, húmeda, cálida y mía. Su
interior era suave y confortable, sus vellos dorados se mezclaban con
la coronación de mi sexo. Ambos nos miramos fijamente a los ojos
dedicándonos palabras de amor, rabia y deseo. Al fin la besé, pero
ella me devoró. Sus brazos me rodearon por encima de los hombros y
me atrajo. Ella me regalaba su cuerpo al fin, pero esa sumisión era
tan sólo una máscara.
De inmediato me mordió el cuello, en
el lado derecho, enterrando sus colmillos para drenar parte de mi
sangre. Gemí bajo mientras me impulsaba. Cada estocada era más
salvaje y pronto me sentí mareado, alejándome de aquella apetecible
boca y sus agradables muslos que me presionaban. La giré en la cama,
tirándola hasta el borde, para luego con la mano izquierda, como si
fuese una garra, atrapar sus muñecas. Volví a entrar en su interior
arrebatando su aliento.
—Más... más... más... ¡Quiero ser
tuya!—gritó abriendo sus piernas mientras el pendón, que colgaba
en uno de los extremos de la habitación, parecía saludarla como una
burla cruel.
—Siempre has sido mía—dije
inclinándome sobre la cruz de su espalda.
Su piel estaba cubierta de pequeñas
gotas de sudor, que parecían pepitas de granada, al igual que la
mía. Mis testículos golpeaban continuamente, con un ritmo fuerte,
su interior mientras mi miembro se abría paso en su vagina. Cada
milímetro de mi sexo lo sentía. Las venas, la piel, la humedad de
aquel cartílago endurecido que vibraba gracias a ella.
Bajé mi mano derecha entre sus
piernas, acariciando su clítoris, mientras la izquierda se hundía
entre su mata de rizos. Enredé mis dedos y tiré de ellos,
levantando su rostro, sin dejar de penetrarla. El ritmo aumentaba
cada vez más, sus ojos se cerraban y sus labios se mordisqueaban
deleitándose.
—Debimos... ir a ese lugar... a la
taberna... pero quien te hubiese follado sería yo. Te hubiese
envenenado con mi simiente, madre, hasta que ebria, de placer,
hubieses muerto al yacer con el único hombre que te domina—jadeaba
hablando en francés.
Ella movía sus caderas como puta
insatisfecha. Se aferró a las sábanas, tirando de ellas hacia su
cuerpo, mientras sus piernas se abrían buscando que yo llegase al
límite. Pero no fue así, pues la incorporé dejándola de rodillas,
y hundí mi miembro entre sus labios. Estuve tentado a eyacular, pero
no lo hice. Restregué el glande por sus labios, sus mejillas y
pómulos, para luego tirarla a la cama, abriendo sus piernas de
nuevo. Sus tobillos quedaron sobre mis hombros, mientras sentía que
era esclavo de las ataduras que eran mis ropas, y resoplé comenzando
a moverme. Tras varias hondas estocadas me derramé, con profundo
gozo, mientras la miraba encendido por el placer.
—Disfruta de tu alcoba, madre—susurré
saliendo de ella, para luego humedecer mis dedos en su vagina y
ofrecerle el viscoso resultado de nuestro acto. Ella había llegado
al límite casi al mismo tiempo, sintiéndose atrapada y satisfecha.
Me hundí de nuevo entre sus muslos,
mordí el derecho y bebí sangre directamente de una de las venas
principales de su pierna. Después, con cierta gracia, me subí la
cremallera y caminé hacia la salida.
—La próxima, madre, no seré tan
benévolo—sentencié al cerrar la puerta.
Lestat de Lioncourt
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