Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 19 de febrero de 2015

Ruinas

—¿Por qué?—preguntó.

Había venido a verme de nuevo. Estaba cada vez más furiosa. Sus ojos parecían dos esferas de lavaba grisácea. Su mentón estaba apretado y su rostro, que solía estar sereno, parecía una máscara de odio visceral. Tenía el cuerpo en tensión. Su delicada cintura no se apreciaba con esa chaqueta negra, de corte tan masculino, y algo sucia. Llevaba una camisa, con los primeros botones abiertos, dejando ver su cuello de cisne. El cabello estaba suelto, enredado y cubierto de hojas. Juraría que estuvo caminando durante algunas horas, quizás conteniéndose de algún modo, mientras dejaba que sus botas se llenaran de fango como el final de las perneras de sus tejanos.

—¿Por qué no?—lancé una sonrisa solapada con mi natural encanto. Ella me miró aún más furiosa, pero yo me divertía al ver su reacción tan intensa.

—¡Sólo malgastas tu dinero, tiempo y opciones! ¿No lo ves? ¡Este castillo debería haberse quedado en ruinas!—exclamó agitando sus brazos.

Supuse que tenía algo de razón. Había malgastado una fortuna en volver a reconstruir cada piedra. El pendón que estaba colgado sobre la chimenea, la cual estaba encendida, parecía un símbolo arcaico de aquello que fuimos. Los muebles eran muy similares, aunque estos eran algo más cómodos y de materiales más caros. Los viñedos iban a ser plantados, cosa que siempre deseé, y pensé que ella tomaría como el símbolo de una victoria. Pero no, ella no veía una victoria sobre el tiempo y nuestra familia. Mi madre veía horror, miseria y terror.

—Madre, este es mi verdadero hogar—expliqué.

—No hay un verdadero hogar, monsieur—susurró, acercándose a mí, con aquel temible aspecto—. Tú y yo no pertenecemos a un lugar en concreto, sino al mundo. Este sitio está maldito. ¡Maldito!—me golpeó con sus manos cerradas en dos poderoso puños.

—Sí, lo sabes—dije frunciendo el ceño—. Aquí nos derrotaron, pero hemos vuelto victoriosos. ¡Debes verlo como una victoria!

—¿Una victoria? ¡Has reconstruido mi cárcel!—gritó golpeándome con más fuerza, lo cual hizo que retrocediera unos pasos.

—Observa el salón, madre, esto no es nada. Arriba todo está como lo dejaste... —susurré con una ligera sonrisa.

—¡Muérete!—dijo, justo después me escupió y salió corriendo.

Temía que tomase alguna de las antorchas y prendiese fuego a todo. También tenía cierto miedo a su reacción en contra de la decoración. Ella, que siempre se había mostrado firme y serena, reaccionaba enfurecida perdiendo su cabeza. Echó a correr hacia la escalera y, con grandes zancadas, subió a las habitaciones.

Estoy seguro que quería ver por sí misma si había tenido el valor de hacerlo. Sí, el valor de reconstruir todo hasta el más mínimo detalle. Era un museo de recuerdos conservados en un tiempo y momento que no pudimos disfrutar. Era mi forma de vencer al odio, rencor y dolor. Su rostro, antes de marcharse, era el claro ejemplo de una mujer traicionada. Esa maldita idea mía, la de volver al castillo en la colina de Auvernia, había sido un desastre. Pensé que ella había superado los años de encierro, frío, dolor, miseria y desesperación. Sin embargo, seguía atada a esos sentimientos tan humanos. Supuse que no quedaba nada de la mujer que fue, pero ella jamás dejó de ser la marquesa encerrada en aquellos aposentos tan básicos y burdos.

Entré en la que fue su alcoba y la de mi padre. Allí donde las fulanas hacían de señora y ella hacía de fulana fiel, como un perro faldero, que debe asentir al deseo de su dueño. Mi padre jamás la amó, aunque sí la codició, pero ella tan sólo sentía lástima y asco. Lástima porque era un pobre tullido, pero el asco era superior a otros sentimientos fuese cuales fuesen.

Me mantuve en el marco de la puerta, apoyado en el quicio, mientras ella maldecía mi obra. Me llamaba ingrato. Gemía de desesperación y juraba que echaría abajo todas las piedras. Cuando notó que había ido tras ella, como si fuese su sombra, me miró aún más furiosa echándome mil maldiciones.

—Te odio a ti, a tus malditos bastardos y a todos los muertos que, como este castillo, jamás debieron existir. Tú y tu hipocresía. Dices amarme, pero me muestras este lugar esperando que te de mi visto bueno—hizo una breve pausa debido al quiebre de su voz—. ¡Maldito seas! ¡Maldito! ¡No debí concebirte!

—Madre...—iba a romper a llorar, pero a la vez deseaba callarla. Quería ejercer mi dominio sobre ella.

Ella guardó silencio, aunque no la ira. Esos ojos grises hablaban de dolor, pasión y necesidad. Su mentón temblaba completamente desencajado. Mientras la miraba decidía si aproximarme o no, cosa que acabé haciendo para contenerla entre mis brazos. Sin embargo, me empujó contra uno de los muros y sonrió satisfecha.

La cama, con dosel, era exacta. Tenía los cojines de borlas doradas y el bordado tenía las iniciales del matrimonio. El colchón era moderno, aunque parecía el de paja mullida. Tenía un juego de sábanas granate y mantas de piel de lobo, distribuida por toda la cama. Ella se aferró a una de las columnas del dosel, acariciando así el dibujo tallado. Eran flores, violetas y rosas en su mayoría, que subían hacia el techo, terminando en una flor de lis. En las paredes el pendón nuevamente en un fondo granate, con letras bordadas en rojo y un león que rugía de pie girado hacia el lado derecho. Su tocador, con un juego de cepillos, estaba cerca del balcón y un armario, modesto aunque extremadamente hermoso, guardaba perchas que aún no tenían dueño.

Ella lo miró todo, odiándolo una vez más, mientras deseaba prender fuego a toda la habitación comenzando por las cortinas. Sin embargo, mi atención estaba puesta en ella. Tenía los pómulos encendidos por la furia, su pequeña y gruesa boca me gritaba muda cierto odio y su figura parecía masculina, salvo por las ligeras formas de sus senos.

—Es mi dinero, mi castillo y mi tiempo—dije bloqueando la salida, pues ella aún no poseía el don de los aires.

—Un hijo no hace sufrir a una madre—replicó.

—¿Te hago sufrir?—pregunté colocando mis manos sobre mi torso. Esperaba que no fuese así. Me dolía el hecho de pensar que la dañaba. Ella para mí siempre fue fuerte, pero al parecer algo en ella se quebraba y se convertía en un ser vulnerable.

—Te odio—susurró con tono áspero.

Me acerqué a ella, dando pequeños pasos, mientras contenía la emoción. Quería llorar, pero deseaba librarla de ese espectáculo. Mi chaqueta azul marina, entallada, y mi camisa de chorreras, con elegantes encajes de rosas, me daban un aire de otra época. Nuestra época. Así como aquellas botas lustrosas y esos pantalones ajustados. Parecía el marqués que nunca fui, y no el vampiro rebelde y extraño que siempre he sido. Un monstruo cruel que no le importó el sufrimiento de su madre hasta ese momento. Pero, que pese a mi maldad, sentía remordimientos por las lágrimas que ella no permitía que fluyeran.

La tomé del rostro y ella me apartó de un empellón. Parecía una gata salvaje. Su garras, que eran aquellas delicadas y hermosas manos, estaban bien afiladas. Sabía que si me acercaba de nuevo no me llevaría una bienvenida tan acogedora, sino un bofetón más sonoro y posiblemente un aque más terrible.

—Te desprecio. Desprecio este lugar, a ti y a todo. Debiste morir en la cuna con aquellas fiebres. ¡Debiste morir!—gritó desgarrándose la garganta, provocando que estallaran varios cristales y el maravilloso espejo del tocador. Su reflejo dejó de contemplarla y sólo mis ojos, tan parecidos a los suyos, le hacían réplica.

—Mientes—dije conteniendo una risa nerviosa.

—No—dijo firmemente.

—Reconstruí este lugar por los dos. Somos los supervivientes a un atajo de inútiles. ¿Cuántas veces lloramos aquí? Tantas como reímos. Las confidencias, madre. Esas hermosas confidencias...—ella se aproximó a mí, en lo que creí un acercamiento en nuestras posturas, pero me abofeteó—. ¡Madre!

—Ojalá te hubieses muerto o quedado ciego por la sífilis de todas esas rameras que tanto codiciaban tu entrepierna—colocó su mano derecha sobre mi bragueta y apretó ligeramente—. Esto que llevas aquí es tu condena. ¡Pues con la cabeza ni piensas!—terminó empujándome para salir de la habitación y huir. Quería marcharse lejos del castillo, de los recuerdos y de mí.

Pero la tomé del brazo derecho, con mi diestra, y la tiré a la cama subiéndome sobre ella. La puerta se cerró gracias a mi mente y me coloqué sobre su figura, mucho más menuda que la mía. Sus cabellos dorados cayeron desplegados como rayos de sol. Aquella cama, que representaba su podrido y corrupto matrimonio, nos sostenía a ambos.

—Si temes por tu bien, Lestat, apártate—dijo con rabia, colocando sus manos sobre mis hombros.

De inmediato sentí deseos de abrir su chaqueta, hacer saltar cada botón de su camisa de blanco algodón, y morder sus senos. Sabía que sus pezones rosados y gruesos estarían erectos, por la discusión, y los imaginaba tentándome bajo la tela. Ella notó mis deseos y forcejeó sin lograr que me apartara. Sólo consiguió que me excitara y jadeara mientras hundía mi rostro en su cuello. Ella no echó hacia un lado su cabeza, sino que golpeó con fuerza mi pecho. No logró nada.

Con destreza animal arranqué su chaqueta y camisa, dejando sus pechos sin protección alguna. Ella jamás usaba sujetadores, por cómodos que pudiesen ser, pues no era siquiera femenina para esos asuntos íntimos. Su piel parecía más suave, más cálida y, en definitiva, más tentadora. Me abofeteó cuando me incliné para lamer su pezón izquierdo, después enterró sus uñas en mis mejillas y chilló como un chacal. Sin perder el tiempo la tomé de las muñecas con la zurda, mientras la diestra se deshacía de su cinturón y bajaba sus pantalones hasta las rodillas.

—¡Suéltame!—gritó en repetidas ocasiones.

El vello rubio, ligeramente espeso, y rizado coronaba aquel lugar tibio, húmedo y mío. Era mío. Yo la había convertido en mi hija, mi compañera, mi amante y por lo tanto debía aceptar mis caricias y aquel trato. Ella tenía que ver lo que había logrado con ella, y sin ella, para que al fin liberara ese odio que germinaba en su pecho. Hundí mis dedos entre los húmedos labios de su sexo, hundiendo dos de inmediato, para mover ambos con destreza. Ella no gimió. Sus ojos seguían fieros y su mandíbula se apretaba.

Mi lengua se paseaba bajo el cálido pliegue de sus senos. Sabía que se había alimentado abundantemente esa noche. Ella era cálida, pero yo parecía de mármol. La sangre del mortal, o mortales, le daban un aspecto dulcificado a sus rasgos duros. Mi respiración fría, y leve, dejaban caricias en sus costados, igual que mis cabellos rubios y rizados, tan similares a los suyos.

¿Cuántas veces la había hecho mía? Ya no lo recordaba. Pero jamás dejó de ser mía para pertenecer a otro. Al menos así lo creía. Ella nunca me hablaba de sus sentimientos y aventuras. Era como una caja de Pandora que no se abre, ni desea abrirse, porque sabe que su misterio la hace ser deseable y exótica.

No me aparté demasiado, pero logré quitarle las botas y sacarle el pantalón. Su cuerpo quedó desnudo bajo el mío, que aún tenía las ataduras de mis prendas. Yo comenzaba a sudar debido a la excitación. Ella hizo un amago de marcharse, pero al colocarla de nuevo en la cama, abriendo sus piernas, y hundiendo mi cabeza entre estas, se mantuvo en silencio. Breves segundos después, un ligero jadeo rompió su silencio. Mi lengua se hundía entre los húmedos labios vaginales, acariciando su sensible clítoris y buscando el orificio de entrada. Me aparté de inmediato, bajé la cremallera de mi bragueta y saqué mi miembro. Ella giró el rostro, como si aquello no le importase, y cuando entré, con fuerza y sin contemplaciones, ella gimió como una gata en celo, igual que una vulgar puta, comprendiendo porque la deseaba tanto.

Estrecha, húmeda, cálida y mía. Su interior era suave y confortable, sus vellos dorados se mezclaban con la coronación de mi sexo. Ambos nos miramos fijamente a los ojos dedicándonos palabras de amor, rabia y deseo. Al fin la besé, pero ella me devoró. Sus brazos me rodearon por encima de los hombros y me atrajo. Ella me regalaba su cuerpo al fin, pero esa sumisión era tan sólo una máscara.

De inmediato me mordió el cuello, en el lado derecho, enterrando sus colmillos para drenar parte de mi sangre. Gemí bajo mientras me impulsaba. Cada estocada era más salvaje y pronto me sentí mareado, alejándome de aquella apetecible boca y sus agradables muslos que me presionaban. La giré en la cama, tirándola hasta el borde, para luego con la mano izquierda, como si fuese una garra, atrapar sus muñecas. Volví a entrar en su interior arrebatando su aliento.

—Más... más... más... ¡Quiero ser tuya!—gritó abriendo sus piernas mientras el pendón, que colgaba en uno de los extremos de la habitación, parecía saludarla como una burla cruel.

—Siempre has sido mía—dije inclinándome sobre la cruz de su espalda.

Su piel estaba cubierta de pequeñas gotas de sudor, que parecían pepitas de granada, al igual que la mía. Mis testículos golpeaban continuamente, con un ritmo fuerte, su interior mientras mi miembro se abría paso en su vagina. Cada milímetro de mi sexo lo sentía. Las venas, la piel, la humedad de aquel cartílago endurecido que vibraba gracias a ella.

Bajé mi mano derecha entre sus piernas, acariciando su clítoris, mientras la izquierda se hundía entre su mata de rizos. Enredé mis dedos y tiré de ellos, levantando su rostro, sin dejar de penetrarla. El ritmo aumentaba cada vez más, sus ojos se cerraban y sus labios se mordisqueaban deleitándose.

—Debimos... ir a ese lugar... a la taberna... pero quien te hubiese follado sería yo. Te hubiese envenenado con mi simiente, madre, hasta que ebria, de placer, hubieses muerto al yacer con el único hombre que te domina—jadeaba hablando en francés.

Ella movía sus caderas como puta insatisfecha. Se aferró a las sábanas, tirando de ellas hacia su cuerpo, mientras sus piernas se abrían buscando que yo llegase al límite. Pero no fue así, pues la incorporé dejándola de rodillas, y hundí mi miembro entre sus labios. Estuve tentado a eyacular, pero no lo hice. Restregué el glande por sus labios, sus mejillas y pómulos, para luego tirarla a la cama, abriendo sus piernas de nuevo. Sus tobillos quedaron sobre mis hombros, mientras sentía que era esclavo de las ataduras que eran mis ropas, y resoplé comenzando a moverme. Tras varias hondas estocadas me derramé, con profundo gozo, mientras la miraba encendido por el placer.

—Disfruta de tu alcoba, madre—susurré saliendo de ella, para luego humedecer mis dedos en su vagina y ofrecerle el viscoso resultado de nuestro acto. Ella había llegado al límite casi al mismo tiempo, sintiéndose atrapada y satisfecha.

Me hundí de nuevo entre sus muslos, mordí el derecho y bebí sangre directamente de una de las venas principales de su pierna. Después, con cierta gracia, me subí la cremallera y caminé hacia la salida.

—La próxima, madre, no seré tan benévolo—sentencié al cerrar la puerta.




Lestat de Lioncourt

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