Marius y Mael, de nuevo frente a frente, ¿no creen que esto es épico?
Lestat de Lioncourt
Habían pasado varias décadas. Las
últimas noticias sobre Mael eran terribles. Sin embargo, estaba
allí. Frente a él estaba aquel viejo compañero y enemigo. Sus ojos
azules, casi glaciales, parecían hundirse en los míos y profundizar
en mi alma. Al menos, lo intentaba. Su piel estaba oscurecida, aunque
tan sólo tenía un ligero aspecto más humano. Sus cejas, finas y
doradas, se fruncían hasta casi unirse. Tenía el cabello largo,
caía sobre la chaqueta de cuero que llevaba y le daba un aspecto
demasiado salvaje. Parecía perdido.
—¿Qué haces aquí?—pregunté sin
soltar el pincel.
Llevaba horas intentando plasmar en el
muro un fresco que representara la gran tragedia vivida, la herencia
recibida y el pasado que no vuelve. Khayman, Las Gemelas y el dolor
que todos llevábamos tatuado en nuestros recuerdos. La expresión
dulce y sosegada del viejo guardián, un guerrero fiero y leal,
parecía la de un niño. ¿Y no era eso lo que siempre fue? Un niño
por su corazón noble, pero con el aspecto de un adulto. Las Gemelas,
a cual más hermosa, se miraban complacientes intentando recordar la
última vez que fueron completamente felices. Era una pintura
compleja. El cielo azul, como el de un amanecer de verano,
resplandecía con las diversas tonalidades celestes mientras que las
hermosas pirámides, esas que formaban parte del reino de Kemet, se
alzaban sobre las doradas arenas del desierto.
—Me dieron por muerto hace tiempo,
pero tú sólo preguntas el motivo de mi visita—bromeaba. Sin
embargo, sus bromas siempre tenían un toque amargo, e incluso
sarcástico, cuando las lanzaba hacia mí como dardos envenenados—.
No has cambiado nada.
—Mael... —chisté.
—Quería verte—dijo aproximándose.
Durante algunos segundos dudé. Pensé
que podía ser un sueño. Anhelaba creer que estaba vivo. Habíamos
tenido nuestras desavenencias; sin embargo, aceptaba su compañía
del mismo modo que aceptaba la de otros. Fue, sin lugar a dudas, al
único idiota que he perdonado en tantas ocasiones. Quizás, y sólo
quizás, porque él me dio apoyo cuando nadie lo hacía. Luchar codo
con codo con tu enemigo lo convierte en tu hermano, aunque es algo
que jamás le he dicho. Nunca diré que admiro su fuerza, respeto sus
decisiones y extrañaba tenerlo frente a mí.
Sacó de su chaqueta un ejemplar de
Prince Lestat. Portada negra, letras rojas, folios inmaculados y
esquinas torcidas por las numerosas veces que lo había leído. Sí,
lo había leído al menos unas veinte veces. ¿No podría creer que
Maharet estaba muerta? Quizás.
—Ah, ese libro—susurré.
—Yo también oí esa voz, pero
decidí...
—¿Qué decidiste?—interrumpí.
—Viajar solo, sin rumbo, sin un lugar
al que llamar hogar y... —su voz se arrastraba lentamente, como si
quisiera tomar conciencia de todo lo vivido.
—¿Y?—pregunté.
—Con la soledad como mi gran
amiga—guardó el libro y me agarró de los brazos. Sentir sus dedos
contra mis brazos, apretándolos, me recordó a los años en los
cuales me dio sus consejos, aunque no los respetaba, y la vida era
más sencilla.
—¿Cómo te sientes?—dije por
obvias razones.
—Ella ha muerto, él ha muerto, y la
hermana también. Todos han muerto—hizo un inciso frunciendo el
ceño, apartándose de nuevo y caminando hacia un pequeño diván que
había en la estancia—. ¿Cómo crees que me siento? Tal vez
hundido, pero he regresado por Jesse.
—Ah, esa joven vampiro—susurré.
—¿Y por quién volvería?—preguntó.
—Avicus—aquel nombre hizo que su
rostro cambiara, pero de inmediato guardó las formas.
—Ah, ese imbécil que aún se cree
erudito...
—Mael...—negué ligeramente. Sabía
que no lo perdonaría, del mismo modo que yo no podía perdonarme a
mí mismo por tantos fracasos.
—Romano—chistó acomodándose en el
diván, para luego no decir nada más.
Allí se quedó toda la noche
contemplando como trabajaba. Lo hizo en riguroso silencio.
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