Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

lunes, 23 de febrero de 2015

El placer de conocerte

Julien y sus líos. ¿Os había contado ya esto? Creo que no. ¡Y el liante soy yo! 

Lestat de Lioncourt


Me sentía abandonado a mi suerte. Para ser sinceros siempre me he sentido insatisfecho. Llegaba a la etapa crucial de todo ser humano. Pasaba de los sesenta, tenía ya demasiadas canas y los típicos achaques de la edad. Daba gracias al virtuoso cutis que había heredado de mi madre. Parecía mucho más joven, aunque sabía bien que la soledad apolillaría mi alma. Mis amantes eran cientos, pero mi cama siempre quedaba vacía. Mi almohada lloraba por ser compartida y mis manos, las de un empresario de éxito y un jugador que apostaba fuerte cada noche, se sentían impacientes. No me atrevía a enamorarme, pues sabía que Lasher no permitiría tal desfachatez por mi parte.

Viví siempre a expensas de sus caprichos. Aquel fantasma dominaba mi vida y lanzaba mis dados. Estaba condenado. Sin embargo, cada noche salía de casa con la pipa en mi mano y deseos insaciables de conquistar una buena mano. A veces, por supuesto, seguía dejando mi cuerpo a Lasher. Él jugaba con mi vida como si fuera un mero juego de azar, pero ¿no hacía yo lo mismo? De algún modo terminamos siendo una hidra.

Llegué al barrio francés. Antes era una marabunta de bohemios desesperados, hermosas mujeres que se ofrecían con una virtud innegable, y hombres de negocios en busca de diversión. No importaba cual era tu estatus social. Allí, en aquella zona de la ciudad, valías lo mismo. Las copas se llenaban de whisky si tenías un par de billetes, las historias iban y venían, las mujeres te adulaban y algunos hombres, aunque no todos, se regalaban con facilidad.

Vestía mi traje de hilo, mi chaleco amarillo de lino italiano, mi sombrero panamá y un pañuelo rojo en el bolsillo. Admito que me sentía elegante, aunque supongo que la elegancia iba más allá de un buen traje y una mirada azul profunda. Sonreía con gentileza, me movía ágil entre los caballeros de los diversos locales, y cuando me acerqué a mi favorito, donde la música era más alegre y los esclavos libres parecían enloquecer, vi a un joven entrar apresuradamente en el local.

Entré tras él, buscándolo. Había visto su rostro tan sólo unos segundos, pero sus ojos me impactaron. Tenía una de esas miradas místicas que tanto me atraen. Parecía un soñador de esos que se pierden en sus propias historias. No fue difícil encontrarlo. Fue directo a la barra.

—Buenas noches—dije.

—Hola—respondió con la vista perdida en el vaso de whisky que colocaban frente a él. La botella vertía su delicioso contenido y sus ojos, claros como los míos, buceaban en el alcohol.

—¿Puedo invitarte a esa copa?—pregunté diciéndome a mí mismo que mis años no se notaban, que podía jugar a ser un galán perfecto y que él caería. Aunque no siempre caían. Hay hombres que no están dispuestos a probar el otro lado de la cama.

—¿Es un truco?—dijo con una encantadora sonrisa—. Ni siquiera se su nombre.

—Julien Mayfair—respondí—. Y ahora que lo sabe, ¿me deja invitarlo?

—¡Mayfair!—exclamó—. Dios santo... sois dueños de media ciudad.

—Vaya, no sé si es un halago o una queja—reí bajo moviendo impaciente mis dedos sobre la barra del bar—. Por favor, Jermone, lo de siempre.

Tenía sed. Una sed terrible. Pero no una sed de alcohol, sino de sexo.

—Uno doble—dijo el joven camarero de piel dorada. Tenía unos ojos negros profundos, un cabello rizado suave y espeso, un cuerpo esculpido con cuidado y poseía una pasión desmedida. Sin embargo, había pasado a otro plano. No quería tener sexo con aquel jovenzuelo, sino con el hombre que estaba a mi lado bebiendo whisky y sonriendo de forma encantadora.

—Eres un habitual—comentó apoyándose por completo en la barra. Su espalda hacía un arco prefecto, tenía unos hombros no muy anchos que deseaba morder y unos labios perfectos para hacerme gemir—. Yo no.

—Me he percatado—sonreí deseando tocar su piel, deslizando mis dedos por su cuello hasta su corbata, para luego rogarle al oído que quería hacérselo allí mismo—. ¿Y cuál es tu nombre?

—Richard, aunque me gusta más Víctor.

Llevaba meses sin tener una nueva presa. Pero, ¿era una presa? Me estaba convirtiendo en esclavo del deseo más bajo. Me imaginaba las escenas más eróticas que ni siquiera había vivido. Sus dientes mordisqueaban mi piel, sus manos me liberaban de la camisa y mi miembro, duro y húmedo por su saliva, se introducía una y otra vez en su interior. Me sentí terriblemente excitado y tentado. Tanto fue así que tuve que hacer acopio de mis fuerzas, y de cierto control mental, para sostenerme en la barra, ocultando una ligera erección.

Di un trago de mi copa y él hizo lo mismo. Incluso alzamos ambos vasos para brindar. Brindamos por una nueva amistad. Me confesó sus planes de abrir una tienda de antigüedades. Incluso me propuso mostrarme algunos muebles, por si me interesaban. Él reía y yo intentaba no buscar su boca. Quería decirme a mí mismo que mi tiempo había acabado, que mis romances eran de un par de noches y que ser serio, manteniendo el interés sobre alguien, era imposible. Si bien, algo en mí rogaba que esa noche se repitiera continuamente.

—Debo irme ya—dijo tras un par de copas. Yo me sentía extasiado y tan sólo había pedido una. Una sola copa. Ni yo me reconocía.

Deseaba estar sobrio, como cuando era joven, para no perder el hilo de la conversación. Podía sentir al espíritu de Lasher molesto, pero no me importunaba demasiado. La música lo descontrolaba y provocaba que se perdiera en mitad de la multitud.

—¿Quieres tomar la última copa en mi casa? Así conoces la mansión y puedes darme consejos sobre las antigüedades que puedes venderme—sonreí llevándome el vaso a los labios, aunque no bebí.

En ese momento rogué que se negara, pues era un negocio que aún estaba en marcha. Sin embargo, él me sonrió aceptando el acuerdo. Sería su primer cliente. El primero de todos. Un cliente que se sentiría satisfecho si se ponía una de las faldas de mi mujer, las cuales aún conservaba, y una de esas blusas ceñidas que apretarían su cintura.

Pagué las copas, salimos fuera y los más de veinte minutos de paseo fueron extraños, aunque excitantes, porque quería tocarlo y sabía que no debía aún. No estaba seguro de hasta que punto yo le atraía. Pero de algo sí estaba seguro y es que lo quería a mi lado, fuese como fuese. No me importaba malgastar una fortuna en él si lograba retenerlo. Tal vez era porque tenía sesenta y años, él tan sólo veinte y veía en su fina figura, de escasa musculatura y dulcemente varonil, algo que no tenía desde hacía mucho. Nunca tuve sueños, pero él era un soñador empedernido. Era dulce, atento y parecía encantador. Sólo había pasado tres horas a su lado y lo quería para siempre atado a mi servicio.

—Puedo darte trabajo—dije mientras sacaba las llaves para abrir la cancela.

—¿Trabajo?—preguntó con algo de sorpresa.

—Sí, para montar esa tienda ¿no deberías tener dinero? Dudo que tengas el suficiente para invertir en muebles, productos para la restauración y el alquiler de un local—comenté girando la llave dentro de la cerradura. La cancela cedió y él pasó junto a mí meditabundo.

—¿En qué podría trabajar?

—Llevando mi papeleo. Tengo numerosos intereses en el algodón, banca, bienes raíces y otras inversiones—expliqué—. Me gustaría estar mejor informado y conseguir mejores tratos de favor. Mis hijos son buenos chicos, pero ninguno ha nacido con mi capacidad de comprender...

—La dureza del negocio—añadió robándome las palabras de mi boca.

—Quiero un joven solícito, que pueda adiestrar y colabore con la familia. Alguien que tenga buena presencia y hambre de triunfo—él se echó a reír cuando dije aquello, pero hablaba muy en serio. Sabía que no era ético contratar a un asistente que entrase a mi despacho con papel, pluma y su miembro duro a punto de atravesarme como si fuese una daga.

—Tal vez me dedique a objetos antiguos diversos, no sólo a muebles. ¿Podría ser posible tener una librería especializada en esta ciudad?—aquella pregunta me fascinó. ¡Libros! Oh, Santo Dios. ¡Libros!

—¿Te gusta la literatura?—dije parándome frente al porche, para girarme y observarlo minuciosamente.

—Y la música—explicó con una de esas sonrisas que derretirían a cualquiera.

—Tengo algunos discos. ¿Crees que mi familia me odiará por poner algo de música y jugar un rato al billar? Tengo una mesa pequeña que podemos usar. Aunque, si quieres, jugamos al poker—quise besarlo de nuevo, pero esta vez sus ojos parecían más tiernos.

Me di cuenta que era manipulable. Tan sólo era un muchacho y yo podía darle forma en todos los aspectos posibles. Quería retenerlo entre mis brazos y hacerlo mío. Mis planes cambiaron. La intensidad de mi deseo no. No desvanecía. No se iba. Debía ser mío en ese momento. Pero, como los lobos vestidos de cordero, debía moverme con sigilo. Él seguía siendo un muchacho estúpido con una sonrisa aún más estúpida y encantadora. Se emocionaba hablando del futuro, el cual estaba muy lejos, y yo deseaba bromear toda la noche.

Él entró junto a mí. Directos a mi despacho. Allí, durante un tiempo, tuve una pequeña mesa de billar. No era demasiado grande. Sólo la usaba para mero esparcimiento personal. No buscaba ser el mejor con el taco, sino olvidarme por un instante de las pesadas cargas de la familia. Él sonrió mirando la mesa, pero supe de inmediato que no sabía jugar.

—Puedo enseñarte—expliqué dirigiéndome a una pequeña mesa, la cual me servía para dejar mis mejores botellas de whisky, y servir un nuevo trago para él—. Toma, es mejor que ese que tomaste en el local.

—No. No quiero emborracharme—dijo mirando con cierta ansiedad el contenido del vaso.

—No lo desprecies—comenté dejándolo entre sus manos—. ¿Qué clase de juerguista eres?

Bebió aquella copa de un trago. Me miró nervioso y dejó el vaso en la mesa auxiliar. Observó las numerosas estanterías, así como la cama de hierro que había cerca. Era una habitación y un despacho. Algo que me enorgullecía. Tras la puerta del fondo, cerca de las estanterías, estaba la habitación donde aún estaban los frascos de mi madre.

—Debo irme. No fue buena idea...—murmuró.

De inmediato me acerqué a él notando un ligero sonrojo en sus mejillas. Tenía unos ojos hermosos, unos labios que temblaban y unas manos que no sabían donde colocarse. Tomé su rostro entre mis manos, acariciando sus mejillas, y él suspiró nervioso. Había seducido a muchos, pero ninguno tan inocente. Él de inmediato abrió la boca, permitiendo que lo besara, y noté como se dejaba vencer.

—¿Me deseas, Víctor?—pregunté cerca de sus labios.

—Sí...—bajo la mirada, igual que haría un niño regañado, y eso me hizo estallar en carcajadas.

—Yo también te deseo, hermoso mío—susurré—. Pero te deseo ver con otra ropa. ¿Harías lo que fuera para satisfacerme?—toqué sus labios con la punta de mis dedos, índice y corazón, de mi diestra.

Sólo asintió. Ni siquiera sabía que había aceptado ser sacrificado como un cordero. Pues él estaba a punto de llorar. Se sentía cohibido y expuesto, aunque sólo habíamos iniciado el juego. Sabía que me deseaba y Lasher se enfurecía por momentos. Si bien, la música sonó rápidamente mientras abría un pesado baúl. Dentro había ropa de mujer que le lancé. Él las miró aún más sonrojado, sobre todo cuando me quedé sirviéndome una copa y esperando que se la pusiera.

—Te gusta que te llamen Víctor, pero para mí hoy serás Victoria—murmuré apoyándome en el billar—. Ven, te enseñaré como se juega.

Tan sólo pudo dar un par de pasos. Sus piernas temblaban, pero se veía extremadamente erótico con aquellas prendas. Mis manos se colaron por debajo de la blusa, subiendo por su vientre plano, para agarrar su torso.

—¿Eres virgen, Victoria?—me excitaba el tan sólo pensar que yo sería el primero.

—Sí...—balbuceó a punto de echarse a llorar.

—No debes estar nerviosa, amor mío, porque esto es como el billar—dije, colocando un taco entre sus manos, para que abriese la partida.

—Julien... ¿voy a ser tu puta de una noche?

Me di cuenta que miraba las bolas moverse pesadamente en todas las direcciones posibles, pero no a mí. También me percaté que se sentía confundido. En ese instante bajé mi cremallera, lo giré y lo puse frente a mi miembro mientras lo arrodillaba.

—Depende de lo complaciente que seas, Victoria—musité.

Con encantadora timidez besó mi glande, apartando mis manos de mi sexo. Tomó mi miembro por la base y comenzó a dejar sutiles besos, mordidas y lamidas. Él jadeaba bajo con los ojos clavados en los míos. Intentaba buscar en mí alguna reacción favorable. La mejor reacción que le pude ofrecer fue penetrar su boca sin previo aviso. Después, con cuidado, salí lentamente para volver a entrar. Hice aquello varias veces. Él parecía enloquecer. Se quedaba sin aire, completamente asfixiado, mientras me miraba embelesado.

—Victoria, te falta carmín—dije apartándola—. Pero por hoy aceptaré que no te hayas arreglado para mí—reí y él, por extraño que pudiese parecerle, también rió bajo.

Creo que se veía solo en una ciudad extraña, un hombre de buena posesión le pedía ciertos juegos sexuales y, además, le daría un trabajo que necesitaba. Aquello le superaba. Quizás había ido al bar a prostituirse, como muchos hacían por ese barrio, pero se comportaba como un niño asustado.

Me aparté subiéndolo en el billar, retirando las bolas y abriendo sus piernas. Hice que me rodeara con sus muslos, cálidos y juveniles. Tenía veinte años. Tan sólo veinte años. Podía ver en su mente lo confuso que estaba. Hasta ese momento no había deseado jugar con su mente, ¿por qué? Porque quitaba encanto a la caza. Pero él estaba absolutamente fascinado conmigo. Sólo había estado en brazos de un par de hombres, con los cuales no llegó a intimar. Sólo fueron besos y caricias indecentes, pero ni uno de ellos le arrancó un sólo gemido.

—Eres una especie de dandy...—susurró embelesado mientras acariciaba sus nalgas—. Mi dandy...

—¿Tuyo? Oh, querida. Aún no me demostraste si puedes hacerme feliz en la cama—sus ojos se aguaron de nuevo. Se estaba enamorando de mi forma de ser, como un flechazo a primera vista, y me sentía cruel al jugar con cada milímetro de su alma. Lo haría mío, jugaría con él y, de verdad que lo deseaba, mantendría a mi lado.

—Haré lo que quieras—dijo entre jadeos. Mi dedo índice se enterró en su entrada, tan estrecha como acogedora, mientras sus nalgas rozaban sutilmente mi miembro.

Sus muslos eran cálidos y suaves. Prácticamente no tenía vello en las piernas. Tampoco tenía demasiada barba, aunque eso cambiaría con el paso de los años. Sus labios, los cuales me parecían más hermosos por momentos, acabaron siendo apretados por mi zurda. Hundí mis dedos en el interior de su boca, acaricié su lengua y él movió sutilmente sus caderas.

Decidí que le daría una primera vez salvaje. Saqué mi dedo e introduje mi miembro. Mi pene se abrió paso en aquel orificio tan estrecho. Él gritó y se retorció de dolor. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero pronto gemía. Se olvidó del dolor en cuanto el placer le bañó. Sus caderas se movían más y más rápidas, sus manos acariciaban mi torso y rogaba que me quitara la ropa.

—Para domesticar a una puta no hace falta desnudarse, Victoria—lancé aquellas crueles palabras, mientras él gemía mi nombre.

Creo que me enamoré de su forma de mover las caderas, tan torpe, y de sus ojos fijos en los míos. Esperaba complacerme. Él se enamoró de mí por mi físico y actitud. No era mi dinero lo que buscaba. Su mente se llenaba de un futuro de besos, mordidas y caricias. Así, que en ese instante, mordí su cuello. Él abrió su blusa esperando que besara su torso, pero lo que hice fue morder sus pezones.

—Júrame que sólo me lo harás a mí, júramelo—era un juramento estúpido, pues yo no era hombre de un sólo amante.

—Te juro tenerte cerca, pero no fidelidad. No eres el único, ¿lo sabías?—dije entre jadeos—. Sólo eres mi nueva puta.

Él lloró entre gemidos aceptando ese trato. Gemía fuerte y desesperado. Cuando llegué al orgasmo él, por supuesto, ya había llegado. Sus piernas temblaban y sus brazos me buscaban. La música ya no sonaba.

Lasher había dejado de estar atento a la melodía para observarnos. En una esquina se encontraba aquel monstruo de ojos cafés, tez blanca y manos gigantescas. Las ventanas se abrieron y luego cerraron, del mismo modo que las puertas. Después de aquello no apareció en tres días, pero no me preocupé.

—No me eches... —dijo aferrándose a mí—. Puedo ser tu mujercita, puedo serlo cuanto quieras.

Sus piernas no podían sostener su cuerpo, sus brazos también estaban cansados, pero sus labios parecían decididos a seguir aquella locura. Me besó el rostro, los labios y el cuello. Yo le miré satisfecho, pues era su presa. Sí, había caído rendido frente a ese jovenzuelo. Quería que fuese mío. El cazador había sido al fin cazado.

—Te daré trabajo, como te he dicho, y en un futuro puedo ser socio, si así lo deseas, para el negocio que desees montar—me quedé acariciando sus cabellos, ligeramente rizados y oscuros, mientras él se sentía satisfecho por mis palabras—. ¿Te estás enamorando de mí?

—Sí, y eso está mal—musitó apoyando su frente en mi pecho.

—Al contrario mon fils... porque es mutuo.


Richard Llewellyn me hizo naufragar por un mundo distinto. Dejé de ser cobarde y entregué todo mi corazón. Durante años fui sólo de Richard. Él me rescató de mi mala vida y la soledad que me rodeaba. Creo que sólo supo mi verdadera edad cuando caí tan enfermo. Yo sólo sé que le usé y acabé enamorado, como cualquier idiota.  

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