Julien y sus líos. ¿Os había contado ya esto? Creo que no. ¡Y el liante soy yo!
Lestat de Lioncourt
Me sentía abandonado a mi suerte. Para
ser sinceros siempre me he sentido insatisfecho. Llegaba a la etapa
crucial de todo ser humano. Pasaba de los sesenta, tenía ya
demasiadas canas y los típicos achaques de la edad. Daba gracias al
virtuoso cutis que había heredado de mi madre. Parecía mucho más
joven, aunque sabía bien que la soledad apolillaría mi alma. Mis
amantes eran cientos, pero mi cama siempre quedaba vacía. Mi
almohada lloraba por ser compartida y mis manos, las de un empresario
de éxito y un jugador que apostaba fuerte cada noche, se sentían
impacientes. No me atrevía a enamorarme, pues sabía que Lasher no
permitiría tal desfachatez por mi parte.
Viví siempre a expensas de sus
caprichos. Aquel fantasma dominaba mi vida y lanzaba mis dados.
Estaba condenado. Sin embargo, cada noche salía de casa con la pipa
en mi mano y deseos insaciables de conquistar una buena mano. A
veces, por supuesto, seguía dejando mi cuerpo a Lasher. Él jugaba
con mi vida como si fuera un mero juego de azar, pero ¿no hacía yo
lo mismo? De algún modo terminamos siendo una hidra.
Llegué al barrio francés. Antes era
una marabunta de bohemios desesperados, hermosas mujeres que se
ofrecían con una virtud innegable, y hombres de negocios en busca de
diversión. No importaba cual era tu estatus social. Allí, en
aquella zona de la ciudad, valías lo mismo. Las copas se llenaban de
whisky si tenías un par de billetes, las historias iban y venían,
las mujeres te adulaban y algunos hombres, aunque no todos, se
regalaban con facilidad.
Vestía mi traje de hilo, mi chaleco
amarillo de lino italiano, mi sombrero panamá y un pañuelo rojo en
el bolsillo. Admito que me sentía elegante, aunque supongo que la
elegancia iba más allá de un buen traje y una mirada azul profunda.
Sonreía con gentileza, me movía ágil entre los caballeros de los
diversos locales, y cuando me acerqué a mi favorito, donde la música
era más alegre y los esclavos libres parecían enloquecer, vi a un
joven entrar apresuradamente en el local.
Entré tras él, buscándolo. Había
visto su rostro tan sólo unos segundos, pero sus ojos me impactaron.
Tenía una de esas miradas místicas que tanto me atraen. Parecía un
soñador de esos que se pierden en sus propias historias. No fue
difícil encontrarlo. Fue directo a la barra.
—Buenas noches—dije.
—Hola—respondió con la vista
perdida en el vaso de whisky que colocaban frente a él. La botella
vertía su delicioso contenido y sus ojos, claros como los míos,
buceaban en el alcohol.
—¿Puedo invitarte a esa
copa?—pregunté diciéndome a mí mismo que mis años no se
notaban, que podía jugar a ser un galán perfecto y que él caería.
Aunque no siempre caían. Hay hombres que no están dispuestos a
probar el otro lado de la cama.
—¿Es un truco?—dijo con una
encantadora sonrisa—. Ni siquiera se su nombre.
—Julien Mayfair—respondí—. Y
ahora que lo sabe, ¿me deja invitarlo?
—¡Mayfair!—exclamó—. Dios
santo... sois dueños de media ciudad.
—Vaya, no sé si es un halago o una
queja—reí bajo moviendo impaciente mis dedos sobre la barra del
bar—. Por favor, Jermone, lo de siempre.
Tenía sed. Una sed terrible. Pero no
una sed de alcohol, sino de sexo.
—Uno doble—dijo el joven camarero
de piel dorada. Tenía unos ojos negros profundos, un cabello rizado
suave y espeso, un cuerpo esculpido con cuidado y poseía una pasión
desmedida. Sin embargo, había pasado a otro plano. No quería tener
sexo con aquel jovenzuelo, sino con el hombre que estaba a mi lado
bebiendo whisky y sonriendo de forma encantadora.
—Eres un habitual—comentó
apoyándose por completo en la barra. Su espalda hacía un arco
prefecto, tenía unos hombros no muy anchos que deseaba morder y unos
labios perfectos para hacerme gemir—. Yo no.
—Me he percatado—sonreí deseando
tocar su piel, deslizando mis dedos por su cuello hasta su corbata,
para luego rogarle al oído que quería hacérselo allí mismo—. ¿Y
cuál es tu nombre?
—Richard, aunque me gusta más
Víctor.
Llevaba meses sin tener una nueva
presa. Pero, ¿era una presa? Me estaba convirtiendo en esclavo del
deseo más bajo. Me imaginaba las escenas más eróticas que ni
siquiera había vivido. Sus dientes mordisqueaban mi piel, sus manos
me liberaban de la camisa y mi miembro, duro y húmedo por su saliva,
se introducía una y otra vez en su interior. Me sentí terriblemente
excitado y tentado. Tanto fue así que tuve que hacer acopio de mis
fuerzas, y de cierto control mental, para sostenerme en la barra,
ocultando una ligera erección.
Di un trago de mi copa y él hizo lo
mismo. Incluso alzamos ambos vasos para brindar. Brindamos por una
nueva amistad. Me confesó sus planes de abrir una tienda de
antigüedades. Incluso me propuso mostrarme algunos muebles, por si
me interesaban. Él reía y yo intentaba no buscar su boca. Quería
decirme a mí mismo que mi tiempo había acabado, que mis romances
eran de un par de noches y que ser serio, manteniendo el interés
sobre alguien, era imposible. Si bien, algo en mí rogaba que esa
noche se repitiera continuamente.
—Debo irme ya—dijo tras un par de
copas. Yo me sentía extasiado y tan sólo había pedido una. Una
sola copa. Ni yo me reconocía.
Deseaba estar sobrio, como cuando era
joven, para no perder el hilo de la conversación. Podía sentir al
espíritu de Lasher molesto, pero no me importunaba demasiado. La
música lo descontrolaba y provocaba que se perdiera en mitad de la
multitud.
—¿Quieres tomar la última copa en
mi casa? Así conoces la mansión y puedes darme consejos sobre las
antigüedades que puedes venderme—sonreí llevándome el vaso a los
labios, aunque no bebí.
En ese momento rogué que se negara,
pues era un negocio que aún estaba en marcha. Sin embargo, él me
sonrió aceptando el acuerdo. Sería su primer cliente. El primero de
todos. Un cliente que se sentiría satisfecho si se ponía una de las
faldas de mi mujer, las cuales aún conservaba, y una de esas blusas
ceñidas que apretarían su cintura.
Pagué las copas, salimos fuera y los
más de veinte minutos de paseo fueron extraños, aunque excitantes,
porque quería tocarlo y sabía que no debía aún. No estaba seguro
de hasta que punto yo le atraía. Pero de algo sí estaba seguro y es
que lo quería a mi lado, fuese como fuese. No me importaba malgastar
una fortuna en él si lograba retenerlo. Tal vez era porque tenía
sesenta y años, él tan sólo veinte y veía en su fina figura, de
escasa musculatura y dulcemente varonil, algo que no tenía desde
hacía mucho. Nunca tuve sueños, pero él era un soñador
empedernido. Era dulce, atento y parecía encantador. Sólo había
pasado tres horas a su lado y lo quería para siempre atado a mi
servicio.
—Puedo darte trabajo—dije mientras
sacaba las llaves para abrir la cancela.
—¿Trabajo?—preguntó con algo de
sorpresa.
—Sí, para montar esa tienda ¿no
deberías tener dinero? Dudo que tengas el suficiente para invertir
en muebles, productos para la restauración y el alquiler de un
local—comenté girando la llave dentro de la cerradura. La cancela
cedió y él pasó junto a mí meditabundo.
—¿En qué podría trabajar?
—Llevando mi papeleo. Tengo numerosos
intereses en el algodón, banca, bienes raíces y otras
inversiones—expliqué—. Me gustaría estar mejor informado y
conseguir mejores tratos de favor. Mis hijos son buenos chicos, pero
ninguno ha nacido con mi capacidad de comprender...
—La dureza del negocio—añadió
robándome las palabras de mi boca.
—Quiero un joven solícito, que pueda
adiestrar y colabore con la familia. Alguien que tenga buena
presencia y hambre de triunfo—él se echó a reír cuando dije
aquello, pero hablaba muy en serio. Sabía que no era ético
contratar a un asistente que entrase a mi despacho con papel, pluma y
su miembro duro a punto de atravesarme como si fuese una daga.
—Tal vez me dedique a objetos
antiguos diversos, no sólo a muebles. ¿Podría ser posible tener
una librería especializada en esta ciudad?—aquella pregunta me
fascinó. ¡Libros! Oh, Santo Dios. ¡Libros!
—¿Te gusta la literatura?—dije
parándome frente al porche, para girarme y observarlo
minuciosamente.
—Y la música—explicó con una de
esas sonrisas que derretirían a cualquiera.
—Tengo algunos discos. ¿Crees que mi
familia me odiará por poner algo de música y jugar un rato al
billar? Tengo una mesa pequeña que podemos usar. Aunque, si quieres,
jugamos al poker—quise besarlo de nuevo, pero esta vez sus ojos
parecían más tiernos.
Me di cuenta que era manipulable. Tan
sólo era un muchacho y yo podía darle forma en todos los aspectos
posibles. Quería retenerlo entre mis brazos y hacerlo mío. Mis
planes cambiaron. La intensidad de mi deseo no. No desvanecía. No se
iba. Debía ser mío en ese momento. Pero, como los lobos vestidos de
cordero, debía moverme con sigilo. Él seguía siendo un muchacho
estúpido con una sonrisa aún más estúpida y encantadora. Se
emocionaba hablando del futuro, el cual estaba muy lejos, y yo
deseaba bromear toda la noche.
Él entró junto a mí. Directos a mi
despacho. Allí, durante un tiempo, tuve una pequeña mesa de billar.
No era demasiado grande. Sólo la usaba para mero esparcimiento
personal. No buscaba ser el mejor con el taco, sino olvidarme por un
instante de las pesadas cargas de la familia. Él sonrió mirando la
mesa, pero supe de inmediato que no sabía jugar.
—Puedo enseñarte—expliqué
dirigiéndome a una pequeña mesa, la cual me servía para dejar mis
mejores botellas de whisky, y servir un nuevo trago para él—.
Toma, es mejor que ese que tomaste en el local.
—No. No quiero emborracharme—dijo
mirando con cierta ansiedad el contenido del vaso.
—No lo desprecies—comenté
dejándolo entre sus manos—. ¿Qué clase de juerguista eres?
Bebió aquella copa de un trago. Me
miró nervioso y dejó el vaso en la mesa auxiliar. Observó las
numerosas estanterías, así como la cama de hierro que había cerca.
Era una habitación y un despacho. Algo que me enorgullecía. Tras la
puerta del fondo, cerca de las estanterías, estaba la habitación
donde aún estaban los frascos de mi madre.
—Debo irme. No fue buena
idea...—murmuró.
De inmediato me acerqué a él notando
un ligero sonrojo en sus mejillas. Tenía unos ojos hermosos, unos
labios que temblaban y unas manos que no sabían donde colocarse.
Tomé su rostro entre mis manos, acariciando sus mejillas, y él
suspiró nervioso. Había seducido a muchos, pero ninguno tan
inocente. Él de inmediato abrió la boca, permitiendo que lo besara,
y noté como se dejaba vencer.
—¿Me deseas, Víctor?—pregunté
cerca de sus labios.
—Sí...—bajo la mirada, igual que
haría un niño regañado, y eso me hizo estallar en carcajadas.
—Yo también te deseo, hermoso
mío—susurré—. Pero te deseo ver con otra ropa. ¿Harías lo que
fuera para satisfacerme?—toqué sus labios con la punta de mis
dedos, índice y corazón, de mi diestra.
Sólo asintió. Ni siquiera sabía que
había aceptado ser sacrificado como un cordero. Pues él estaba a
punto de llorar. Se sentía cohibido y expuesto, aunque sólo
habíamos iniciado el juego. Sabía que me deseaba y Lasher se
enfurecía por momentos. Si bien, la música sonó rápidamente
mientras abría un pesado baúl. Dentro había ropa de mujer que le
lancé. Él las miró aún más sonrojado, sobre todo cuando me quedé
sirviéndome una copa y esperando que se la pusiera.
—Te gusta que te llamen Víctor, pero
para mí hoy serás Victoria—murmuré apoyándome en el billar—.
Ven, te enseñaré como se juega.
Tan sólo pudo dar un par de pasos. Sus
piernas temblaban, pero se veía extremadamente erótico con aquellas
prendas. Mis manos se colaron por debajo de la blusa, subiendo por su
vientre plano, para agarrar su torso.
—¿Eres virgen, Victoria?—me
excitaba el tan sólo pensar que yo sería el primero.
—Sí...—balbuceó a punto de
echarse a llorar.
—No debes estar nerviosa, amor mío,
porque esto es como el billar—dije, colocando un taco entre sus
manos, para que abriese la partida.
—Julien... ¿voy a ser tu puta de una
noche?
Me di cuenta que miraba las bolas
moverse pesadamente en todas las direcciones posibles, pero no a mí.
También me percaté que se sentía confundido. En ese instante bajé
mi cremallera, lo giré y lo puse frente a mi miembro mientras lo
arrodillaba.
—Depende de lo complaciente que seas,
Victoria—musité.
Con encantadora timidez besó mi
glande, apartando mis manos de mi sexo. Tomó mi miembro por la base
y comenzó a dejar sutiles besos, mordidas y lamidas. Él jadeaba
bajo con los ojos clavados en los míos. Intentaba buscar en mí
alguna reacción favorable. La mejor reacción que le pude ofrecer
fue penetrar su boca sin previo aviso. Después, con cuidado, salí
lentamente para volver a entrar. Hice aquello varias veces. Él
parecía enloquecer. Se quedaba sin aire, completamente asfixiado,
mientras me miraba embelesado.
—Victoria, te falta carmín—dije
apartándola—. Pero por hoy aceptaré que no te hayas arreglado
para mí—reí y él, por extraño que pudiese parecerle, también
rió bajo.
Creo que se veía solo en una ciudad
extraña, un hombre de buena posesión le pedía ciertos juegos
sexuales y, además, le daría un trabajo que necesitaba. Aquello le
superaba. Quizás había ido al bar a prostituirse, como muchos
hacían por ese barrio, pero se comportaba como un niño asustado.
Me aparté subiéndolo en el billar,
retirando las bolas y abriendo sus piernas. Hice que me rodeara con
sus muslos, cálidos y juveniles. Tenía veinte años. Tan sólo
veinte años. Podía ver en su mente lo confuso que estaba. Hasta ese
momento no había deseado jugar con su mente, ¿por qué? Porque
quitaba encanto a la caza. Pero él estaba absolutamente fascinado
conmigo. Sólo había estado en brazos de un par de hombres, con los
cuales no llegó a intimar. Sólo fueron besos y caricias indecentes,
pero ni uno de ellos le arrancó un sólo gemido.
—Eres una especie de dandy...—susurró
embelesado mientras acariciaba sus nalgas—. Mi dandy...
—¿Tuyo? Oh, querida. Aún no me
demostraste si puedes hacerme feliz en la cama—sus ojos se aguaron
de nuevo. Se estaba enamorando de mi forma de ser, como un flechazo a
primera vista, y me sentía cruel al jugar con cada milímetro de su
alma. Lo haría mío, jugaría con él y, de verdad que lo deseaba,
mantendría a mi lado.
—Haré lo que quieras—dijo entre
jadeos. Mi dedo índice se enterró en su entrada, tan estrecha como
acogedora, mientras sus nalgas rozaban sutilmente mi miembro.
Sus muslos eran cálidos y suaves.
Prácticamente no tenía vello en las piernas. Tampoco tenía
demasiada barba, aunque eso cambiaría con el paso de los años. Sus
labios, los cuales me parecían más hermosos por momentos, acabaron
siendo apretados por mi zurda. Hundí mis dedos en el interior de su
boca, acaricié su lengua y él movió sutilmente sus caderas.
Decidí que le daría una primera vez
salvaje. Saqué mi dedo e introduje mi miembro. Mi pene se abrió
paso en aquel orificio tan estrecho. Él gritó y se retorció de
dolor. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero pronto gemía. Se
olvidó del dolor en cuanto el placer le bañó. Sus caderas se
movían más y más rápidas, sus manos acariciaban mi torso y rogaba
que me quitara la ropa.
—Para domesticar a una puta no hace
falta desnudarse, Victoria—lancé aquellas crueles palabras,
mientras él gemía mi nombre.
Creo que me enamoré de su forma de
mover las caderas, tan torpe, y de sus ojos fijos en los míos.
Esperaba complacerme. Él se enamoró de mí por mi físico y
actitud. No era mi dinero lo que buscaba. Su mente se llenaba de un
futuro de besos, mordidas y caricias. Así, que en ese instante,
mordí su cuello. Él abrió su blusa esperando que besara su torso,
pero lo que hice fue morder sus pezones.
—Júrame que sólo me lo harás a mí,
júramelo—era un juramento estúpido, pues yo no era hombre de un
sólo amante.
—Te juro tenerte cerca, pero no
fidelidad. No eres el único, ¿lo sabías?—dije entre jadeos—.
Sólo eres mi nueva puta.
Él lloró entre gemidos aceptando ese
trato. Gemía fuerte y desesperado. Cuando llegué al orgasmo él,
por supuesto, ya había llegado. Sus piernas temblaban y sus brazos
me buscaban. La música ya no sonaba.
Lasher había dejado de estar atento a
la melodía para observarnos. En una esquina se encontraba aquel
monstruo de ojos cafés, tez blanca y manos gigantescas. Las ventanas
se abrieron y luego cerraron, del mismo modo que las puertas. Después
de aquello no apareció en tres días, pero no me preocupé.
—No me eches... —dijo aferrándose
a mí—. Puedo ser tu mujercita, puedo serlo cuanto quieras.
Sus piernas no podían sostener su
cuerpo, sus brazos también estaban cansados, pero sus labios
parecían decididos a seguir aquella locura. Me besó el rostro, los
labios y el cuello. Yo le miré satisfecho, pues era su presa. Sí,
había caído rendido frente a ese jovenzuelo. Quería que fuese mío.
El cazador había sido al fin cazado.
—Te daré trabajo, como te he dicho,
y en un futuro puedo ser socio, si así lo deseas, para el negocio
que desees montar—me quedé acariciando sus cabellos, ligeramente
rizados y oscuros, mientras él se sentía satisfecho por mis
palabras—. ¿Te estás enamorando de mí?
—Sí, y eso está mal—musitó
apoyando su frente en mi pecho.
—Al contrario mon fils... porque es
mutuo.
Richard Llewellyn me hizo naufragar por
un mundo distinto. Dejé de ser cobarde y entregué todo mi corazón.
Durante años fui sólo de Richard. Él me rescató de mi mala vida y
la soledad que me rodeaba. Creo que sólo supo mi verdadera edad
cuando caí tan enfermo. Yo sólo sé que le usé y acabé enamorado,
como cualquier idiota.
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