Hacía tiempo que no compartía mis
pensamientos conmigo mismo, sin nadie más, mientras observaba viejos
recuerdos que acumulaba en un ático céntrico en New York. Más de
una década había pasado desde la última vez que accedí al
edificio y dejé algunos documentos importantes, informes y
documentación variada sobre propiedades que he adquirido con el paso
de los años, junto a varios objetos. Me impresionó la cantidad de
baratijas que ocultaba allí, aunque algunas esculturas valían
millones en el mercado.
—Deberías volver a Francia,
olvidarte de todo esto otra vez y hacer como que no hallaste lo que
querías. Sí, no lo hallarás—buscaba un libro de notas. Era un
cuaderno pequeño, forrado en piel, y que había pertenecido a David
cuando era humano. Él me lo había regalado poco después de su
conversión. Aquello fue como aceptar una pequeña caja de Pandora,
que por supuesto abrí y saboreé.
Deseaba leer de nuevo sus curiosas
anotaciones sobre los viejos grupos de vampiros, los cuales no
sobrevivieron a los ataques indiscriminados de Akasha. Tras los
sucesos con Amel, aquella terrible Voz, decidí buscar respuestas en
datos al azar. Era una estupidez, pero deseaba averiguar si ella era
inocente. Ansiaba limpiar su nombre, así como comprender los motivos
por los cuales se limitó a repetir sus ideas previas.
—¿Buscas esto, príncipe?—preguntó
alguien.
Al principio pensé que eran sólo mis
pensamientos, pero reconocí el timbre de voz y la cadencia de cada
palabra. Él era el ser que tanto me había angustiado en el pasado,
en quien no confiaba y que no deseaba tener cerca. Sin embargo, ya no
le temía. No sentía fascinación por él, pero sí ciertos recelos.
Di un paso hacia atrás, me giré y empecé a buscar su figura entre
las estatuas, numeroso mobiliario y cajas fuertes. No lo hallé.
—Sal—dije.
—¿Por qué?—preguntó el diablo.
—¡Sal!—exigí con contundencia.
—¿Tanto me extrañas?—susurró muy
cerca, pero no le hallaba.
Entonces, como de la nada, sus ojos
brillaron y su hermosa presencia se presentó frente a mí. Fue como
una revelación. Su rostro impasible, de ojos tentadores y sonrisa
socarrona, parecía bañado por las diversas lámparas que había
encendido. Tenía una figura esbelta, como siempre había sido, y sus
hombros parecían relajados. Nada en él hacía sospechar que me
atacaría. No allí, al menos.
—¿Qué deseas?—murmuré.
—Nada. Pasaba a saludar—dijo
mirándome a los ojos.
Había despertado a Nicolas de entre
los muertos, así como a parte de los Mayfair. Había hecho aquello
porque sabía que temía a mi pasado tanto como a los brujos de esa
familia. Me disgustaba que todo lo hiciese para imponer sus deseos,
haciéndome sentir extraño. Era una historia que no me atrevía a
narrar en los libros, pues era demasiado rocambolesca incluso para
que fuese cierta. Tenía miedo que no me creyera nadie. David
intentaba evitar el tema, pues también él había sido perseguido
por el demonio.
—Tú no saludas, tú rompes la
tranquilidad...—chisté antes de notar sus manos sobre mis hombros.
Eran manos grandes, pero de dedos finos. Tenía unas manos algo
femeninas, pero de un tamaño similar a las de las garras de las
gárgolas. La tez de su piel era lechosa, con ciertos tonos rosados,
como si fuera una jovencita. Sus labios, ligeramente carnosos, se
curvaron en una sonrisa de dicha inusual. Un escalofrío recorrió mi
columna vertebral.
—¿Te pongo nervioso?—preguntó,
inclinando su cabeza hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Sus
cabellos dorados, como el trigo, rozaban su chaqueta negra.
La chaqueta negra resaltaba su belleza.
No era ejecutiva, ni nada absolutamente formal, sino una mandarín.
Eran esas chaquetas que ahora todos llevaban. Bajo esta sólo llevaba
un suéter de cuello tortuga. Yo vestía más informal. Tan sólo
llevaba unos jeans desgastados, una camiseta de Rolling Stones y una
chupa de cuero que había comprado en unos grandes almacenes a mitad
de precio. Él, sin embargo, vestía como un hombre de negocios y se
movía con la elegancia habitual de uno.
—No...
Realmente me preocupaba. No era miedo,
sino preocupación. Alteraría de nuevo mi vida. Cambiaría todo. Me
pondría todo patas arriba. No podría huir. Había perdido a muchos
y no quería volver a ver que él movía los hilos como siempre.
Nicolas me había visitado, había estado frente a mí, provocando
que huyera prácticamente de su presencia. Él, como no, había
terminado apareciendo después de su acólito.
Se aproximó más a mí, me tomó de la
nuca y me besó. Sus labios oprimieron los míos, pero luego rebasó
la frontera e introdujo su lengua. Cuando pude percatarme de mi
error, de permitirle algo tan íntimo, él ya me deseaba como
cualquier amante urgido. Su diestra se colaba bajo mi camiseta,
acariciando los músculos de mi abdomen, mientras la zurda presionaba
mi nuca. Su figura era más alta, pero igual de esbelta que la mía,
y comenzó a fundirse conmigo mientras me hacía dar pasos hacia
atrás. Perdía el equilibrio, no sabía donde pisaba, aquella
habitación estaba llena de esculturas y, al fin, di un traspiés.
Caí al suelo con él encima.
La luz de las lámparas incidían sobre
su pelo y parecía de oro. Sí, parecían hilos de oro. Aquellos ojos
celestes parecían un día de verano. Me desnudó con suma facilidad.
Mis dedos se aferraban a sus brazos. Intentaba apartarlo, pero su
boca me descontrolaba. Los besos iban y venían. Cada beso era más
intenso y prolongado. Primero lentos y después intensos. Su lengua
se fundía con la mía. Caliente, muy caliente. Me derretía esa
forma de hacerme suyo. Sabía que si cedía perdería. Podía perder
todo. Debía huir, pero me fundía. Cada roce de su lengua era llegar
al paraíso, junto a Dios, mientras los ángeles parecían entonar
salves. Era extraño. Mi alma se emocionaba y mi cuerpo reaccionaba.
Cuando al fin pude deshacerme de su
boca, permitiendo que mis labios dejaran de sentir esa presión,
gemí. Me había quitado la ropa, como ya he dicho, y mi miembro
estaba entre sus dedos. Movía suavemente el brazo mientras me
calentaba con una mirada penetrante. No perdía detalle de cada una
de mis reacciones. Mis labios temblaban y mis ojos se llenaron de
lágrimas. Me estaba manejando como quería. Algo en mí me pedía no
huir o negarme.
—No, por favor—rogué, intentando
apartarme.
—No te resistas, pues si te resistes
caerás en desgracia—susurró.
Entonces, sin remediarlo, abrí mis
piernas. Él rió al verme tan sumiso, como si fuera una puta
entrenada y bien remunerada. Mis caderas estaban levantadas
ligeramente, las piernas flexionadas y abiertas. Estaba dispuesto a
retenerlo entre mis muslos. Mi sexo estaba duro, coronado con mi
habitual mechón de vello rubio y rizado, algo más oscuro y ásperos
que los mechones de mi cabeza. Él aún tenía puesto los
pantalones, pero eso no le detuvo.
Con cuidado su mano zurda fue al
interior de mis nalgas, hundiendo dos dedos. Buscó el punto en el
cual tocara mi próstata, provocando que gimiera, mientras la derecha
me masturbaba lentamente, presionando el glande y acariciando
sutilmente hasta la base. Él seguía mirándome desde su posición
privilegiada. Sus cabellos seguían resplandeciendo. Su rostro estaba
sereno, pero el mío no. Sudaba.
—¿Te gusta?—preguntó con ironía.
Yo gemía moviéndome como una serpiente bajo su figura—. Hoy seré
amable, porque tú no estás negándote.
Apartó sus sucias manos de mí, lo
cual me ayudó a pensar. Mientras se desnudaba con calma, poco a
poco, gateé lejos de él. Él decidió lanzarse sobre mí,
agarrándome de las nalgas y pegándome a su bajo vientre. Él me
penetró con rabia. Cada penetración era firme y fuerte. Yo gritaba
de dolor y placer.
—¡Te dije que no te
resistieras!—gritó.
Noté como su piel cambiaba. Esa piel
lechosa, tan atractiva, cambió a otra oscura que parecía de piedra.
Giré mi rostro y lo vi por encima de mi hombro derecho. Tenía a un
monstruo penetrándome con fuerza. Mi pecho cayó contra el suelo y
mis caderas se alzaron. Él, de inmediato, mostró sus enormes y
negras alas. Algunas plumas caían libremente sobre el polvoriento
suelo, mi espalda manchada con diminutas gotas de sudor
sanguinolento, y cerca de sus monstruosos pies.
Sus manos, que eran garras, clavaban
sus uñas en mis caderas. Presionaba con tanta fuerza que creí que
las rompería. Mi cabeza se perdió por viejos recuerdos, pero pronto
ni siquiera esos instantes me ayudaron a soportar aquel sexo. Algo en
mí se estremecía y liberaba. En unos minutos gemía complacido, me
movía con deseo y clamaba su nombre.
Sentía mis músculos contraerse, mis
nalgas apretaban con desesperación su sexo y notaba como sus
testículos golpeaban con lujuria mis nalgas. Mi pene dolía. Quería
llegar al límite de la realidad que vivía, sin embargo algo me
impedía eyacular. No sabía si él controlaba mi mente, mi cuerpo y
mi alma. Sin embargo, sospechaba que aquella facilidad con la cual me
manipulaba debía ser parte de su poder, el cual no me había
mostrado hasta ese momento.
El apartamento, que olía a humedad y
polvo, se llenó del aroma delicioso del sexo y sangre. Sudaba
abundantemente ríos sanguinolentos. Tenía mis brazos pegados al
torso, aplastándolos con mi cuerpo, mientras mis piernas seguían
abiertas.
Él llegó dentro de mí, cosa que hizo
que yo lo hiciera. Él me soltó. Se levantó y vistió sin decir
nada. Su aspecto volvió a la normalidad, si esa era su verdadera
cara. Mi cuerpo temblaba en el suelo y mi alma se la llevaba él,
pues me sentía en el infierno. Una risa amarga y cruel retumbó por
todo el ático. Después de vestirse escuché sus pasos, la puerta
cerrándose y el elevador llegando a la planta donde estaba situado
el apartamento.
Lestat de Lioncourt
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Memnoch ha regresado.
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