Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 22 de febrero de 2015

El regreso

Hacía tiempo que no compartía mis pensamientos conmigo mismo, sin nadie más, mientras observaba viejos recuerdos que acumulaba en un ático céntrico en New York. Más de una década había pasado desde la última vez que accedí al edificio y dejé algunos documentos importantes, informes y documentación variada sobre propiedades que he adquirido con el paso de los años, junto a varios objetos. Me impresionó la cantidad de baratijas que ocultaba allí, aunque algunas esculturas valían millones en el mercado.

—Deberías volver a Francia, olvidarte de todo esto otra vez y hacer como que no hallaste lo que querías. Sí, no lo hallarás—buscaba un libro de notas. Era un cuaderno pequeño, forrado en piel, y que había pertenecido a David cuando era humano. Él me lo había regalado poco después de su conversión. Aquello fue como aceptar una pequeña caja de Pandora, que por supuesto abrí y saboreé.

Deseaba leer de nuevo sus curiosas anotaciones sobre los viejos grupos de vampiros, los cuales no sobrevivieron a los ataques indiscriminados de Akasha. Tras los sucesos con Amel, aquella terrible Voz, decidí buscar respuestas en datos al azar. Era una estupidez, pero deseaba averiguar si ella era inocente. Ansiaba limpiar su nombre, así como comprender los motivos por los cuales se limitó a repetir sus ideas previas.

—¿Buscas esto, príncipe?—preguntó alguien.

Al principio pensé que eran sólo mis pensamientos, pero reconocí el timbre de voz y la cadencia de cada palabra. Él era el ser que tanto me había angustiado en el pasado, en quien no confiaba y que no deseaba tener cerca. Sin embargo, ya no le temía. No sentía fascinación por él, pero sí ciertos recelos. Di un paso hacia atrás, me giré y empecé a buscar su figura entre las estatuas, numeroso mobiliario y cajas fuertes. No lo hallé.

—Sal—dije.

—¿Por qué?—preguntó el diablo.

—¡Sal!—exigí con contundencia.

—¿Tanto me extrañas?—susurró muy cerca, pero no le hallaba.

Entonces, como de la nada, sus ojos brillaron y su hermosa presencia se presentó frente a mí. Fue como una revelación. Su rostro impasible, de ojos tentadores y sonrisa socarrona, parecía bañado por las diversas lámparas que había encendido. Tenía una figura esbelta, como siempre había sido, y sus hombros parecían relajados. Nada en él hacía sospechar que me atacaría. No allí, al menos.

—¿Qué deseas?—murmuré.

—Nada. Pasaba a saludar—dijo mirándome a los ojos.

Había despertado a Nicolas de entre los muertos, así como a parte de los Mayfair. Había hecho aquello porque sabía que temía a mi pasado tanto como a los brujos de esa familia. Me disgustaba que todo lo hiciese para imponer sus deseos, haciéndome sentir extraño. Era una historia que no me atrevía a narrar en los libros, pues era demasiado rocambolesca incluso para que fuese cierta. Tenía miedo que no me creyera nadie. David intentaba evitar el tema, pues también él había sido perseguido por el demonio.

—Tú no saludas, tú rompes la tranquilidad...—chisté antes de notar sus manos sobre mis hombros. Eran manos grandes, pero de dedos finos. Tenía unas manos algo femeninas, pero de un tamaño similar a las de las garras de las gárgolas. La tez de su piel era lechosa, con ciertos tonos rosados, como si fuera una jovencita. Sus labios, ligeramente carnosos, se curvaron en una sonrisa de dicha inusual. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral.

—¿Te pongo nervioso?—preguntó, inclinando su cabeza hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Sus cabellos dorados, como el trigo, rozaban su chaqueta negra.

La chaqueta negra resaltaba su belleza. No era ejecutiva, ni nada absolutamente formal, sino una mandarín. Eran esas chaquetas que ahora todos llevaban. Bajo esta sólo llevaba un suéter de cuello tortuga. Yo vestía más informal. Tan sólo llevaba unos jeans desgastados, una camiseta de Rolling Stones y una chupa de cuero que había comprado en unos grandes almacenes a mitad de precio. Él, sin embargo, vestía como un hombre de negocios y se movía con la elegancia habitual de uno.

—No...

Realmente me preocupaba. No era miedo, sino preocupación. Alteraría de nuevo mi vida. Cambiaría todo. Me pondría todo patas arriba. No podría huir. Había perdido a muchos y no quería volver a ver que él movía los hilos como siempre. Nicolas me había visitado, había estado frente a mí, provocando que huyera prácticamente de su presencia. Él, como no, había terminado apareciendo después de su acólito.

Se aproximó más a mí, me tomó de la nuca y me besó. Sus labios oprimieron los míos, pero luego rebasó la frontera e introdujo su lengua. Cuando pude percatarme de mi error, de permitirle algo tan íntimo, él ya me deseaba como cualquier amante urgido. Su diestra se colaba bajo mi camiseta, acariciando los músculos de mi abdomen, mientras la zurda presionaba mi nuca. Su figura era más alta, pero igual de esbelta que la mía, y comenzó a fundirse conmigo mientras me hacía dar pasos hacia atrás. Perdía el equilibrio, no sabía donde pisaba, aquella habitación estaba llena de esculturas y, al fin, di un traspiés. Caí al suelo con él encima.

La luz de las lámparas incidían sobre su pelo y parecía de oro. Sí, parecían hilos de oro. Aquellos ojos celestes parecían un día de verano. Me desnudó con suma facilidad. Mis dedos se aferraban a sus brazos. Intentaba apartarlo, pero su boca me descontrolaba. Los besos iban y venían. Cada beso era más intenso y prolongado. Primero lentos y después intensos. Su lengua se fundía con la mía. Caliente, muy caliente. Me derretía esa forma de hacerme suyo. Sabía que si cedía perdería. Podía perder todo. Debía huir, pero me fundía. Cada roce de su lengua era llegar al paraíso, junto a Dios, mientras los ángeles parecían entonar salves. Era extraño. Mi alma se emocionaba y mi cuerpo reaccionaba.

Cuando al fin pude deshacerme de su boca, permitiendo que mis labios dejaran de sentir esa presión, gemí. Me había quitado la ropa, como ya he dicho, y mi miembro estaba entre sus dedos. Movía suavemente el brazo mientras me calentaba con una mirada penetrante. No perdía detalle de cada una de mis reacciones. Mis labios temblaban y mis ojos se llenaron de lágrimas. Me estaba manejando como quería. Algo en mí me pedía no huir o negarme.

—No, por favor—rogué, intentando apartarme.

—No te resistas, pues si te resistes caerás en desgracia—susurró.

Entonces, sin remediarlo, abrí mis piernas. Él rió al verme tan sumiso, como si fuera una puta entrenada y bien remunerada. Mis caderas estaban levantadas ligeramente, las piernas flexionadas y abiertas. Estaba dispuesto a retenerlo entre mis muslos. Mi sexo estaba duro, coronado con mi habitual mechón de vello rubio y rizado, algo más oscuro y ásperos que los mechones de mi cabeza. Él aún tenía puesto los pantalones, pero eso no le detuvo.

Con cuidado su mano zurda fue al interior de mis nalgas, hundiendo dos dedos. Buscó el punto en el cual tocara mi próstata, provocando que gimiera, mientras la derecha me masturbaba lentamente, presionando el glande y acariciando sutilmente hasta la base. Él seguía mirándome desde su posición privilegiada. Sus cabellos seguían resplandeciendo. Su rostro estaba sereno, pero el mío no. Sudaba.

—¿Te gusta?—preguntó con ironía. Yo gemía moviéndome como una serpiente bajo su figura—. Hoy seré amable, porque tú no estás negándote.

Apartó sus sucias manos de mí, lo cual me ayudó a pensar. Mientras se desnudaba con calma, poco a poco, gateé lejos de él. Él decidió lanzarse sobre mí, agarrándome de las nalgas y pegándome a su bajo vientre. Él me penetró con rabia. Cada penetración era firme y fuerte. Yo gritaba de dolor y placer.

—¡Te dije que no te resistieras!—gritó.

Noté como su piel cambiaba. Esa piel lechosa, tan atractiva, cambió a otra oscura que parecía de piedra. Giré mi rostro y lo vi por encima de mi hombro derecho. Tenía a un monstruo penetrándome con fuerza. Mi pecho cayó contra el suelo y mis caderas se alzaron. Él, de inmediato, mostró sus enormes y negras alas. Algunas plumas caían libremente sobre el polvoriento suelo, mi espalda manchada con diminutas gotas de sudor sanguinolento, y cerca de sus monstruosos pies.

Sus manos, que eran garras, clavaban sus uñas en mis caderas. Presionaba con tanta fuerza que creí que las rompería. Mi cabeza se perdió por viejos recuerdos, pero pronto ni siquiera esos instantes me ayudaron a soportar aquel sexo. Algo en mí se estremecía y liberaba. En unos minutos gemía complacido, me movía con deseo y clamaba su nombre.

Sentía mis músculos contraerse, mis nalgas apretaban con desesperación su sexo y notaba como sus testículos golpeaban con lujuria mis nalgas. Mi pene dolía. Quería llegar al límite de la realidad que vivía, sin embargo algo me impedía eyacular. No sabía si él controlaba mi mente, mi cuerpo y mi alma. Sin embargo, sospechaba que aquella facilidad con la cual me manipulaba debía ser parte de su poder, el cual no me había mostrado hasta ese momento.

El apartamento, que olía a humedad y polvo, se llenó del aroma delicioso del sexo y sangre. Sudaba abundantemente ríos sanguinolentos. Tenía mis brazos pegados al torso, aplastándolos con mi cuerpo, mientras mis piernas seguían abiertas.


Él llegó dentro de mí, cosa que hizo que yo lo hiciera. Él me soltó. Se levantó y vistió sin decir nada. Su aspecto volvió a la normalidad, si esa era su verdadera cara. Mi cuerpo temblaba en el suelo y mi alma se la llevaba él, pues me sentía en el infierno. Una risa amarga y cruel retumbó por todo el ático. Después de vestirse escuché sus pasos, la puerta cerrándose y el elevador llegando a la planta donde estaba situado el apartamento.

Lestat de Lioncourt

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Memnoch ha regresado.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt