Marius se encontraba en una encrucijada y juro que jamás pensé verlo o saber que estuvo así.
Aquí tienen sus memorias...
Lestat de Lioncourt
Cada pincelada es un pequeño mundo
dentro de un gran universo. Hace mucho tiempo que no he podido bajar
mis manos, huir de las imágenes que taladran mi cerebro y mis deseos
de pintar cada lienzo y muro que aparece frente a mí. Brasil se
convirtió en mi refugio. Un lugar donde los artistas callejeros
poseían su propio renombre. En mi caso, por desgracia, requería de
algo más que emoción. Era una necesidad patológica. Quería
olvidar esa voz susurrándome terribles deseos. Decía que era yo
mismo. Insistía que debía apremiarme y prender fuego a todo. El
fuego purificador que una vez usé contra mis enemigos, que sentí en
mis propias carnes y pude ver alzándose tantas veces destruyendo lo
bueno y lo malo del mundo. No estaba dispuesto.
Mi pincel no temblaba, mi mano no
dudaba y mis ojos se llenaban de lágrimas al contemplar las hermosas
flores que una vez pinté en otro lugar. Miles de flores. Muros
enteros de flores tropicales y otras más sencillas. Eran un nido de
color y belleza. Tenía una amalgama de pinceladas de mayor o menor
precisión, todas dispuestas unas contra otras, creando murales
inmensos que podían ser considerado arte en cualquier museo. Pero
allí, en casas abandonadas y miserables, eran vandalismos de un
hombre enfermizo.
Siempre sentí una gran pasión por el
arte. Se convirtió en mi refugio. Era mucho más deseable que la
cueva oscura de mi desvarío. No tenía que razonar ni meditar en
absoluto cada una de mis acciones. Era libre de pintar lo que mi alma
necesitara. Si dejase de pintar perdería parte de mi esencia. Me
convertí en un mecenas, un hombre que insistía en el arte por el
arte y la belleza por la belleza. Recé por el talento de muchos,
intenté retener el escaso que yo poseía y lloré sobre los frescos
que me recordaban a la mujer que amaba. Me transformé en un monstruo
nocturno que sostenía a un ángel, teñí sus alas de luto y lo
llamé Amadeo. Me creí su Dios. Fui su Maestro. Me arrodillé ante
sus mejillas sonrojadas y sus labios de pétalos de flores. Conmoví
a mi alma y movilicé a mi ingenio para hablar de amor con cada
pincelada. Pero a ella, a la mujer que guardaba silencio como una
estatua y era la fuente de todo, la llenaba de flores como hace un
hijo con su madre. Flores hermosas, que parecían recién florecidas,
para la mujer que finalmente quiso acabar con mi vida.
Años más tardes, recluido en un lugar
apartado, decidí pintar para el silencio de un joven aturdido.
Pintaba todo tipo de edificios, rostros y numerosos enseres comunes.
Acabé pintando escenas de la vida cotidiana, jardines y el propio
sol. En algún momento mi esfuerzo, mis atenciones, las palabras
dulces y entregadas surgieron efecto y él salió de su
ensimismamiento convirtiéndose en el hombre que actualmente convive
conmigo. Un inmortal hermoso y delgado. Un ser digno de ser plasmado
mil veces en mis lienzos, pero termino pintando flores y más flores.
Lleno el mundo de flores. Esa voz no deja de halagarme y yo no quiero
que lo haga.
Me estoy volviendo loco, quizás...
quizás... quizás...
20 de Junio del 2013
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