Nadie deseaba el peso de la
responsabilidad que caía sobre mis hombros. Un peso que me estaba
hundiendo, pero que al fin me daba una oportunidad de comprender
realmente la verdad, esa que una vez ansié y me hizo recorrer toda
Europa, parte de África y buscar a Marius. La mayoría de los
inmortales más poderosos estaban reunidos en mi castillo. Ellos
solían aparecer cuando les necesitaba, el programa de radio de
Benjamín seguía la programación habitual y podía escuchar los
duetos de Sybelle y Antoine con nitidez. Mi madre, que siempre
repudió aquel lugar, se hallaba en la misma habitación en la cual
discutimos inicialmente aquella noche, esas horas previas al
desenlace y el dolor que aún sentía.
Caminaba de un lado a otro. Llevaba un
par de mis botas viejas, algo manchadas de lodo, y su habitual
vestimenta de exploradora en mitad de la jungla. La ropa no moldeaba
su figura, pero realzaba su belleza salvaje. Sus profundos ojos
grises se movían rápidos por los diversos volúmenes de la
estantería. En cambio yo estaba allí, con unos ajustados pantalones
de cuero y una camisa de chorreras con puños de encaje. Era el
ejemplo perfecto de un vampiro a la antigua, rememorando sus años de
juventud y disfrutando de la escasa soledad que tenía en aquella
maravillosa noche. Sólo estaba ella, yo y mis libros. En el poblado,
algo alejado del castillo, estaban algunos obreros que aún
permanecían cerca para terminar la obra que llevaban a cabo desde
hacía años.
—A solas—dijo deteniendo sus pasos.
Se giró hacia mí enfocando sus ojos en los míos, hundiéndolos
como si fuera una espada, mientras esbozaba una sonrisa amarga—.
Sigo detestando éste lugar.
Aún no le había preguntado si existía
uno similar para ella. El lugar de sus raíces. Un sitio al que
llamar hogar o refugio. No lo hice. No quería molestarla. Ella
estaba allí de pie frente a mí compartiendo unos preciados minutos
de su tiempo. Durante muchos años la necesité, pero no era fácil
encontrarla. Ahora estábamos todos más cerca y ella parecía estar
preocupada porque conmigo llevaba ese espíritu, una especie de
demonio, que se movía libremente por mi sangre al igual que por la
suya.
Me incorporé saliendo del escritorio,
para quedar a su lado y tomarla de los brazos. Mis ojos recorrían
sus pómulos marcados, su maravillosa boca carnosa en forma de
corazón y las clavículas que se veían en su escaso escote. Tenía
un cuello largo y al llevar el cabello recogido, aunque con algunos
mechones salvajes, le otorgaba una longitud mayor. Ella, como si me
pudiese leer la mente, se deshizo el recogido y rió como una
jovencita.
Besé sus mejillas. Cada roce de mis
labios sobre su piel, fresca y limpia, me provocaba emociones
encontradas. Sentía que era necesario y a la vez me horrorizaba
hacerlo. Ella era salvaje. Podía verla como uno de esos lobos que
podían arrojarse contra mí, morderme con furia y dejarme allí sin
más. Sin embargo, necesitaba ese contacto y llegaba a creer que ella
también lo deseaba.
Colocó sus manos sobre mis hombros,
acariciando sutilmente mi musculatura algo menos desarrollada que la
de mi hijo, para luego colocar ambas en mi rostro palpando mis
mejillas, mi prominente mentón y mi nariz algo corta. Me miraba como
si fuera un Adonis. Creo que admiraba mi belleza y la fuerza que me
había otorgado Amel. Ahora era realmente un monstruo. Ella sabía
que podía dañarla, pero no lo hacía porque la amaba.
—Hazme tuya—dijo con un ligero
rubor en sus mejillas, pero con una mirada desafiante. En sus ojos
podía leer el deseo y la necesidad.
—Gabrielle...—murmuré intentando
apartarme, aunque no me lo permitió. Sólo pude liberarme unos
segundos de sus manos, las cuales bajaron de inmediato hasta mi
bragueta introduciendo la derecha dentro de mis ropas. La izquierda
quedó en mi cadera, apretando sus dedos contra los huesos de mi
pelvis—. ¿Qué haces?
—Hace mucho que no soy tu
madre—susurró acariciando mi miembro—. Quiero saber que se
siente. Necesito recordar la extraordinaria sensación de dominar una
bestia entre mis muslos. Y tú, Lestat, eres el único que podría
tener ese privilegio—cerré los ojos escuchando su voz. Era sensual
y profunda. Arrastraba una carga erótica deliciosa.
—No... Louis... puede venir Louis...
o cualquier otro... David... no... —balbuceé nervioso—. Además,
no hay hormonas. No tengo dosis—intentaba imponer algo de cordura
al momento, pero era imposible.
Noté entonces su lengua rozando mis
labios, abriéndolos y hundiéndose hasta tocar mis dientes. Abrí mi
boca como si fuese a quejarme, pero en realidad la abrí para besarla
con el mismo deseo que ella me regalaba. Entonces percibí como
apartaba su mano de mi cadera y la metía en su chaqueta, para sacar
de ella una inyección que clavó en mi brazo izquierdo.
—Yo sí tengo—dijo con una ligera
sonrisa.
Se apartó y se despojó de su
chaqueta. Sus pezones sonrosados estaban duros y apetecibles.
Comprobé que estaba excitada y que, muy posiblemente, ella ya había
tomado su dosis. Sus senos no parecían los de una mujer que había
parido siete veces. Me sentí terriblemente atraído. Cuando se
deshizo de las botas, arrojándolas a un lado de la habitación, me
lancé sobre ella quitando su pantalón a jalones.
Mi lengua lamió su cuello, clavículas
y senos. Abrió sus piernas y me tomó la diestra, con su zurda, para
llevarla hasta su vagina. Estaba húmeda. Realmente ya se había
inyectado esa dosis. Jadeé cerrando los ojos mientras hundía mis
dedos. El ligero movimiento de éstos dentro de ella la hizo gemir.
Estaba húmeda y caliente.
—¿Me harás tuya?—preguntó
bajando mi pantalón, para sacar mi miembro endurecido.
De inmediato aparté la mano, lamí mis
dedos y la penetré. La abracé con deseo y besé sus labios. Su
lengua se enredaba con la mía, sus muslos me apretaban y yo
arremetía salvaje. Mis jadeos eran terribles y los suyos eróticos.
El lívido recorría mis venas ardiendo. Sudaba. Ella también
sudaba. Amel empezó a reír complacido susurrando que era mi madre,
que estaba penetrando el mismo orificio por el cual había nacido.
Extrañamente me sentí ansioso y excitado.
En algún momento me empujó al suelo,
se subió sobre mí y comenzó a cabalgar como si fuese uno de sus
fabulosos caballos. Aún la recordaba como una gran amazona trotando
por los campos que tanto detestaba. Sus movimientos eran firmes y sus
muslos se contraían. Tenía los pechos al descubierto y su
movimiento era hipnótico. Ella me tomó de las muñecas y colocó
mis manos sobre sus pechos. Comencé a masajearlos, pellizcarlos y
desearlos aún más que los de cualquier mujer.
Entonces llegué llenándola. Ella
gimió mi nombre con un te amo ronco. En ese mismo instante la puerta
se abrió. Era mi hijo Viktor. Él se quedó allí de pie
boquiabierto mostrando sus pequeños colmillos, con sus hermosos ojos
azules sobre el cuerpo desnudo de su abuela y luego me miró a mí.
Sin decir nada salió corriendo obligando a Rose que fuese con él al
jardín.
Percibí entonces el olor de mi
esperma, sus fluidos y el sudor. Era el aroma del sexo. Un sexo
placentero que me embriagaba, pero la preocupación estaba ahí.
Quería apartarla, pero a la vez deseaba quedarme allí notando como
todavía esa adrenalina nos embriagaba peor que la sangre de un
borracho.
—¡Hijo!—grité, pero ya era tarde.
—Déjalo. Terminará
comprendiendo—susurró inclinándose sobre mí—. Es tu hijo, un
pedazo tuyo, y comprenderá tus necesidades—dijo apoyando su frente
contra la mía—. Te amo.
—Lo sé—respondí acariciando su
cuerpo suavemente con la punta de mis dedos—. Yo también te amo.
—Ahora comprendo a todas esas
desgraciadas—comentó jugando con mis cabellos, echándolos hacia
atrás, mientras me miraba con esa divina sonrisa que iluminaba su
rostro.
—¿Quienes?—dije frunciendo el
ceño.
—Las pueblerinas—rió bajo
inclinándose de nuevo. Me besó una vez más, para luego ofrecerme
sus pechos.
Mordí uno de sus pezones, para luego
beber algunos tragos de sangre. Aquello fue tan erótico como el
sexo. Ella tuvo unos ligeros espasmos y se movió inquieta sobre mi
pelvis. Después del trago se apartó y comenzó a vestirse. Yo me
quedé allí con los brazos en cruz y una sonrisa terrible en mis
labios.
—Deberías ir a los jardines—susurró.
—Sí...
Lestat de Lioncourt
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