Lasher me provoca siempre sentimientos encontrados. Cuando conocí la historia de los Taltos, gracias a la familia Mayfair, comprendí que no todo en éste mundo puede ser juzgado desde sus inicios y que puedes apreciar el dolor incluso en los más terribles villanos.
Lestat de Lioncourt
El cordero de Dios se desvió del
camino y decidió caminar entre las sombras. Allí el dolor
ennegreció su corazón, del mismo modo que fortaleció su alma y
convirtió en sus deseos en horribles pesadillas. Sus sueños
quedaron muertos, asesinados a sus pies, mientras Dios sonreía
maravillado. El pobre cordero sufrió por un penoso error, buscó
siempre la salida al laberinto y se convirtió en el Minotauro, un
verdadero monstruo, que caminaba en el paradisíaco jardín.
Observaba el mundo, pero no podía disfrutarlo. Había muerto. Sus
huesos estaban convertidos en polvo diseminado más allá de las
estrellas, aunque su alma seguía buscando el edén y la verdad.
Caminaba con aquellos ojos azules desasosegados, pero llenos de
lágrimas esperanzadas. Creía en Dios, en la venida de él como el
Mesías que respondería a las terribles preguntas que él se hacía
y dejaría su trabajo como oráculo de los desaprensivos que una vez
amó.
Me convirtieron en santo desde el día
de mi nacimiento. Decidieron coronarme con un destino que yo no había
pedido. Era un monstruo. Mi madre gritó al verme nacer y me echó de
su lado. Podía caminar, comprender y sentir dentro de mi corazón
todas las emociones de un adulto, aunque con el conocimiento limitado
de un niño. Rebasaba en más de una cabeza a mi padre. Era hijo de
noble cuna, de una descendencia desafortunada, y a mi madre le
cortaron la cabeza tachándola de bruja el día de mi nacimiento.
Tuve que soportar ese dolor como si fuese un adulto, pero en realidad
sólo buscaba en mi padre la bondad que siempre creí que el mundo
tendría para mí.
Yo recuerdo ver el mundo con los ojos
de un niño. Era simple y monstruoso. Quería buscar el afecto y sólo
encontré disculpas a promesas vacías, habladurías, falsos milagros
y miseria. Fui condenado al destierro, a ser un fraile y andar
descalzo para limpiar mi alma. No comprendo porque se condena a un
niño a limpiar su alma. Yo era un monstruo, pero a la vez un santo.
Pocos sabían el nombre exacto de mi raza de gigantes: Taltos.
Mi propio padre me hizo llevar ante él.
Pensé que sería para glorificar su afecto hacia mí. El día que
llegamos la primera vez a nuestro hogar, allí en aquel frío valle,
vi la imagen de Jesús siendo adorado y amado. Era un niño divino.
Yo también era un niño por ese entonces. Quería ser adorado de ese
modo. Quería sentir el amor que no tuve en mi nacimiento. Pero había
cometido mis propios pecados, pese al hambre y los pies descalzos.
Sin embargo, él rogó verme y contemplar de nuevo mi rostro, similar
al suyo, y eso me hizo caminar al matadero.
Me sacrificaron. Mi propia familia me
sacrificó. Me expuso al peligro y me ofreció a su bondadoso Dios.
Ardí en una pira de seres que lamentaban su destino. Moría por ser
un Taltos después de haber sido obligado a engendrar a otros con
unas desagradables criaturas. Esas criaturas eran seres deformes,
pero poseían un aroma similar a una hembra de mi especie. Jamás
conocí lo que era el amor por una mujer de mi tribu, nunca supe que
era ser abrazado con cariño y la felicidad no tocó a mis puertas.
Conocí el llanto, el dolor y la amargura por tomar un camino
distinto que ni siquiera yo elegí. Dios me condenó. Me condenó a
ser el eterno cordero perdido entre los designios divinos.
Mi espíritu quedó en la tierra, atado
a un deseo insaciable de amor y triunfo. Quería ser amado y
respetado como jamás lo fui. Necesitaba una compañera que me
comprendiera y unos ojos similares que me mostrasen el paraíso.
Entre las viejas ruinas de mi tribu, ya casi desaparecida, se alzó
una mujer que me llamó mientras bailaba con su hija. Decidí
servirlas y usarlas como marionetas, del mismo modo que a mí me
usaron. A su linaje le di poder, riquezas y cierta felicidad pese a
sus muertes tempranas. Les ofrecí todo lo que a mí no me dieron. Me
convertí en su genio de la lámpara, en el oráculo al cual visitar
para sus negocios y en el fantasma de una mansión sureña en New
Orleans. Me convertí en el Impulsor, el Hombre... hasta que al fin
pude decir mi nombre: Lasher.
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