—Deja de mirarme así—dijo
ocultándose tras el grueso ejemplar que había adquirido la noche
anterior—. ¿No tienes nada mejor que hacer? Como salvar al mundo
de tu existencia.
—No—negué suavemente con la
cabeza, me senté en el sillón frente a él y crucé las piernas con
elegancia. Mis botas estaban llenas de fango, mi camisa se encontraba
algo deshilachada y el chaleco era un desastre. Tenía el cabello
suelto, como si fuese la melena de un león, y mis ojos, casi
violáceos, brillaban con los matices de un diamante.
—Lástima... —murmuró cerrando el
libro, dejándolo sobre la mesa anexa al sofá y me miró desafiante.
Tenía los ojos tan verdes como los de un gato negro. Siempre pensé
que eran tentadores. Dos perfectas esmeraldas cargadas de desasosiego
y cinismo. Esos labios, tan carnosos, estaban colocados en una boca
que se torcía con cada uno de mis devaneos—. Las putas estarán
triste porque no has ido a verlas, aunque mírate. ¿Cómo te atreves
siquiera a seguir así vestido?
—¿Qué tiene de malo? Sólo estuve
cabalgando por la plantación—dije frunciendo el ceño—. ¿Acaso
no luzco espectacular pese a todo?
—Claro... he oído que las mujeres
pierden el juicio por los golfos sin remedio como tú—contestó con
una sonrisa frívola, imitando a la mía, para luego mover las manos
como si tocara el piano—. Descarados, orgullosos, intérpretes de
canciones de taberna y sin modales—dijo formando dos puños con sus
manos—. Eres incorregible. No te soporto...
—¿Deseas que te confiese un
secreto?—murmuré inclinándome hacia delante—. Yo a ti tampoco
te soporto—susurré.
Noté como hizo un leve gesto de
disgusto, pero cambió el gesto para mostrarse tranquilo y digno. No
dijo nada más. Regresó a su lectura, aunque lo notaba incómodo.
Sabía que si le confesaba el amor que sentía por él, ese que
notaba tan mutuo e íntimo entre los dos, quedaría desarmado
mostrando todas mis cartas.
Lestat de Lioncourt
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