Tarquin y Mona son una pareja que nunca se separará. Visto lo visto es de las más estables.
Lestat de Lioncourt
Era noche cerrada. Una común y
corriente. La luna llena asomaba ligeramente por la ventana del
segundo piso del Santuario. Él estaba de pie, con su larga figura
apoyada en el quicio de la puerta, mientras observaba meditabundo el
paisaje del pantano. La cama se hallaba revuelta y vacía, su ropa
estaba ligeramente sucia y arrugada. Sus ojos azules brillaban como
los de un gato y su flequillo caía con gracia sobre su frente.
Seguía siendo un muchacho, pese al paso del tiempo.
El tiempo era su enemigo. Siempre
sentiría un duelo eterno entre las manecillas del reloj y su
aspecto. Era una especie de Dorian Gray, pero con colmillos. La vieja
literatura que tanto amaba, esos clásicos que le hacían todavía
sentirse inmerso en mundos lejanos y difíciles, se cubría de polvo
en las estanterías del piso inferior. Algunos ejemplares ya estaban
embotados por la humedad, los cuales pronto cambiaría por otros
nuevos para disfrutar de su soberbias palabras en compañía de si
mismo o de su amada Ophelia. Había tiempo, tanto como dinero y
privilegios. Su vida se había convertido en lo que todos deseaban,
pero siempre le secuestraban dudas y deseos que parecían
inalcanzables. Esos deseos que compartía con ella y que,
esperanzados, siempre buscaban obtener.
—Quinn, ¿podemos irnos?—dijo la
joven saliendo de la habitación, mientras bajaba las escaleras de
caracol hacia la estancia inferior. Iba abrochando su vestido corto y
revelador. Se acomodó la copa de éste y alisó la falda pegandola
más a su figura. Su cabello siempre le había llamado poderosamente
la atención. Era rojo. Un rojo tan virtuoso como el de las amapolas
salvajes que todavía aparecían en los campos, secuestrando el verde
para dar su tono apasionado—. No me gusta éste lugar. Sé que es
tu refugio, pero no es del todo agradable para mí. Necesito
peinarme; además el ruido de los sapos y los insectos me está
volviendo loca.
—Sí— murmuró casi sin prestar
atención.
Hacía más de veinte años de esas
visiones y del inicio de todo. Era un monstruo peor que Petronia y
sus ganchos. Se giró hacia ella, bajó la escalera y se posicionó a
su lado rodeándola como si fuese a perderla. A veces se sentía
desprotegido, perdido y hundido. Sin embargo, volvía a tomar su pose
segura y ofrecía con elocuencias frases terribles para aquellos que
todavía lo admiraban. Su dualidad, entre lo tierno y lo criminal,
ofrecían a otros cierta amalgama de sentimientos.
—Iré donde tú quieras.
Deseaba complacerla. Quería arrebatar
de su alma esa sensación. Sus labios rozaron su cuello y sus manos
se entrelazaron con las de ella. La rodeaba firmemente por la
espalda. Era una imagen idílica, como de muñecos de postal
romántica, pero los caimanes aún masticaban a sus últimas
víctimas. Sin duda alguna eran jóvenes ocultos, hijos de la
oscuridad y la vileza de un mundo podrido. Siempre permanecerían
unidos, pese al dolor y la tragedia, porque juntos lograban sentirse
a salvo.
—¡Quinn, aquí no!— pronunció
juguetonamente mientras se giraba, mostrando al pegarse a su cuerpo
sus pechos apetecibles que se oprimían contra él. Lentamente se
alejó acomodando una vez más su vestido strapple negro por el
pecho—. Necesito ir a cazar. Y rápido. O me pondré de mal humor.
Ah... —exclamó en un murmullo— y unos nuevos tacones, pues estos
se estropearon anoche con el fango... y bueno que digo... ¡Quinn!
-chilló comenzando el juego de niña consentida e inocente—. ¿Me
llevarás de caza?—dijo apretando sus carnosos labios en una mueca
seductora—. Lo necesito...
Enfocó toda su atención en ella y la
escasa tela del vestido. Sus manos, delgadas y de largos dedos, se
deslizaron por el borde del vestido y rozaron sus apetecibles
bragitas de encaje. Sus dedos se movieron rápidos y retiraron la
lencería, mientras él atrapaba su boca. La yema de sus dedos
acariciaron el escaso vello púbico, tan suave y rizado como rojizo,
mientras viajaba hacia sus labios inferiores y los rozaba con
alebosía.
—Sólo si te portas adecuadamente—
susurró apoyando su frente en ella—. Te compraré lo mejor y lo
más caro, como regalo, si me permites jugar antes—dijo colando su
dedo índice dentro de ella
—Mi noble Abelardo— susurró contra
sus labios, aproximándose más al pecho de su amante. Entre gemidos
y jadeos alzó la pierna derecha hasta su cadera, aferrándose a
ésta—. ¿Aquí nuevamente? Vamos a Blackwood Farm... necesito
nuestra cama. Un minuto más aquí es insoportable...
—Está bien—murmuró sintiendo que
sus deseos eran cada vez más prioritarios que moverse hacia el
exterior, alzar el vuelo y llegar a la mansión. Sonrió
entreabriendo sus labios, mientras movía su dedo sobre su clítoris.
Su otra mano la rodeaba por la cintura y la pegaba a él—. Estás
tan húmeda...— pronunció con deseo en su oído, sacando la mano
para lamer su dedo, despegarse de ella y caminar hacia la puerta.
El deseo era evidente, por eso mismo
quería escuchar como ella terminaba rogando un poco más. Decía
querer marcharse de allí, pero conocía bien sus instintos tan
similares a los de él. No importaba el lugar, sólo el hecho de
estar juntos. Eso era lo prioritario. El escenario no era importante,
sino los actores.
—Para ti siempre lo estoy—le tomó
de la mano acercándose a él, y al quedar frente a su amado, se paro
de puntillas besándolo con pasión—. Mi noble Abelardo, te
necesito.
Rió bajo y acarició ligeramente el
escote de su vestido. Él lo había adquirido para ella, si lo rompía
podía comprar otro en la misma tienda. Por su puesto, decidió
hacerlo. Dejó que cayeran trozos a sus pies, igual que la lencería,
para de inmediato chupar y morder su pezón derecho.
—Tarquin... Black... -aquella frase
fue interrumpida con un fuerte gemido, que la hizo erizarse.
—Caballerito, te recuerdo que éste
es mi lugar de víctimas—aquella voz entre el infierno y el cielo,
la pasión de una mujer y el desdén de un hombre, hizo que maldijera
su presencia. Bien sabía quién era el intruso. Jamás fue otro. Era
Petronia, su creador y la sombra alargada que aún tiraba de él.
Petronia no cambiaría sus modales ni sus hábitos cotidianos de
romper la magia de su vida, destrozar sus sueños y humillarlo como
si fuese un idiota—. Ten respeto por él. No es tu burdel.
Enfermo... -los observaba con recelo y molestia—. Tarquino es
hermoso el amor que le profesas a tu ... —se detuvo en su frase, la
observó de arriba hasta abajo y sonrió burlona— “esa”. Así
que vayan a otro lugar.
—Petronia que tu no tengas sexo, con
el infeliz de Arion, no te da derecho a interrumpir y juzgar—
mientras decía aquello intensificaba el movimiento, de su mano,
entre las torneadas piernas de Mona.
—Quinn, me das asco. Deja eso y vete
a tu cuarto... —pronunció, como si fuese una madre disgustada,
mientras volteaba hacía otro lado.
Mona oponía resistencia, no quería
ser vista por el creador de Quinn. Aquella interrupción le molestaba
y eso se hacia notar. Ambas se odiaban en silencio, pero no en
secreto. Era un duelo de mujeres más allá de lo indecible. Él
siempre se hallaba en medio, como si fuese un mártir, y estaba
dispuesto a imponerse. Demostraría quién ganaba entre las dos,
quién era su consentida y su amor.
—Dile a tu zorra... digo... novia que
su mirada no me intimida, ni la tuya Tarquino.
Con cuidado recostó a Mona en el
suelo, bajó su bragueta y la penetró sin prestar atención a
Petronia. Su boca calmaba la de Mona y cuando logró decir algo lo
hizo con una sonrisa dulce, mirando intensamente a su amante, para
decir: Es mi mujer.
Esas palabras eran una firme y fría
sentencia. Había hecho lo que quería, buscado a Lestat en su
momento y tenía a la mujer que amaba. Logró todo lo que ella temía.
Petronia no consiguió retenerlo y él siempre oponía resistencia.
Esa resistencia era letal. El conflicto aumentaba de intensidad, de
igual modo que el placer que ambos jóvenes sentían frente al
vampiro milenario que tenían ante sus narices.
Aquella estocada hizo perdiera el
juicio. Mona clamó su nombre con asombro entre gemidos. No se detuvo
y tampoco lo apartó. Ella simplemente alzó las caderas y lo abrazó
como si el mundo fuese a desquebrajarse sobre sus cabezas y bajo sus
cuerpos.
—¡Asqueroso!—gritó enfurecida por
tal osadía, golpeado al menor con todas sus fuerzas—. ¡El
Santuario lo respetas!
Quinn salió despedido, aunque logró
soltar a Mona antes de caer contra la pared cercana a la escalera. Se
incorporó limpiando la comisura de su boca, pues le hirió el labio
inferior.
—Lo dice quien me hizo mamar de su
minúsculo pene para vivir...— dijo clavando sus ojos rabiosos en
ella—. Ódiame, pero sólo deseas lo que no puedes tener. ¡Mona,
ven aquí!—gritó, tirando de ella, para volver a penetrarla
aferrándose a su cuerpo.
—¡No estoy para soportar esto!-dijo
Mona furiosa.
Se apartó de él, miró a ambos con
rabia y acabó saliendo del lugar para subir a la barca. Casi no
llevaba ropa. Sólo había logrado salvar unos trozos del vestido. Su
dignidad le impedía seguir en ese duelo absurdo que Tarquin y
Petronia tenían.
—Pobre Tarquino, lo ha abandonado su
mujercita—respondió en un tono burlesco y dramático.
Prácticamente movía sus manos para darle mayor teatralidad al
momento. Sus cejas se unieron ligeramente, arrugando su frente, y
colocando una pose fingida de abatimiento.
—Eres odiosa, por eso nadie te ama.
Ni siquiera el infeliz de Arion te soporta ya—murmuró vistiéndose
para ir tras Mona. Al pasar por su lado le lanzó una sentencia
firme—. Esto es mío. Me lo cediste. Sólo vienes a juzgar lo que
no tendrás
—Es tan tuyo como mío, Tarquin
hermoso. Amo esa furia en tu mirada, por algo te escogí—le tomó
del rostro y de improviso le besó la comisura de sus labios—.
Antes que te enfades más... tu abuelo el, inútil de Manfred, te
manda ésto. Perteneció a Virginia Lee y ya sabes sus cursilerías
y lloros...-dijo haciéndole entrega de un collar de diamantes que
cubría todo el cuello, y parte del pecho, en una caja de satén
negro—. Úsalo... Bueno, no creo a ti te quede, pero a tu noviecita
sí. Estará más que encantada de ver una joya tan increíble. ¿No
dicen que los diamantes son los mejores amigos de las mujeres?
—Claro, después de insultar y
destrozar mi noche—dijo agarrándolo con furia—¿A ésto viniste?
Mejor quédate con tu maestro humillándolo como siempre.
—Me excitas enojado... —susurro
alejándose—. Traje un par de víctimas, para darle de comer a mis
niños, y ya me voy. Haz lo que quieras—le lanzó una última
mirada, girándose para salir por aquella puerta tan estrecha, bajar
los escasos escalones y pronunciar su fría despedida—. Adiós—dijo
por último antes de desaparecer.
—Un día se morderá la lengua y se
envenenará— murmuró saliendo de allí con la joya entre sus manos
y una furia propia de un monstruo.
Sus ojos brillaron en la penumbra hasta
subir en silencio por los aires. Las estrellas parecían luciérnagas,
como las que rodeaban el pantano, mientras que el aire le
transportaba el olor habitual del agua estancada. Era un aroma que
conocía bien. Se sentía en casa, pues ese era su hogar. Acabó
llegando al embarcadero, donde Mona aún no había salido de la barca
para tomar tierra. Subió al bote y extendió el regalo.
Fue un gesto sencillo, casi infantil, y
desesperado. Esperaba que ella se calmara y aceptara aquello como
unas disculpas. La miró intentando dulcificar su mirada, aunque era
inútil. La molestia aún cabalgaba por sus venas y se introducía
hasta su alma, pudriéndolo lentamente.
Ella terminó por ignorarlo, bajando de
la barca rumbo a la mansión. No quería ser vista, pero Jasmine la
divisó. Al verla desnuda se quitó los tacones y salió corriendo a
su encuentro. Pensó que necesitaba ayuda, pues alguien la había
podido agredir. Para ella, Mona, era importante al igual que Quinn.
Él jamás dejaría de ser el padre de su hijo y ella la mujer que le
hacía feliz.
—Quinn...—decía asustada mientras
se quitaba su chaqueta, para que Mona tuviese algo con que cubrirse.
—Déjalo, está bien—dijo
abrigándose, sin mirarla por pudor. Detestaba quedar expuesta de esa
forma por culpa del engendro de Petronia.
Jasmine estaba decidida a hacer
preguntas, pero Mona lo estaba aún más a despegarse de su lado y
retirarse a su habitación.
—¡Tienes sangre en la camisa!—gritó
asustada—¡Jerome, trae el botiquín! ¡Tu padre está herido!
—Estamos bien— respondió ocultando
sus dientes y esos ojos, esos que eran los de un ser sediento.
Ellos empezaban a sospechar. Siempre
tan joven, tan lleno de vida, y esas misteriosas desapariciones de
meses, a veces incluso un año entero. Las cartas, las escasas
llamadas y contactos. Recordaba lo apegado que era Quinn, como corría
por aquel lugar y se paseaba cargado de libros. Era un niño especial
que fue educado con cariño por tía Queen. Ella no podía olvidarlo,
no podía. Ni siquiera había olvidado los encantadores halagos, los
momentos de seducción y ese desliz tan especial que la hizo ser
madre. Siempre se sintió bendecida con su compañía, aunque el amor
no fuese mútuo. Quinn la quería, ella lo sabía, y siempre querría
volver al hogar. Sin embargo, sospechaba. Igual que también lo hacía
su hijo, que ya era prácticamente un adulto. Jermone tenía los
rasgos de Quinn, pero la piel de chocolate que ella poseía. Esos
intensos ojos azules, su cabello negro y ondulado, su figura delgada
y esa sonrisa le recordaba que habían pasado casi veinte años.
Prácticamente tenía la edad de su padre y le rebasaba en altura.
Quinn era algo extraño, excepcional por completo, y Mona también.
Si bien, no se atrevía a preguntar por ello ni por ese ser extraño
que una vez los visitó, ese que había hecho que huyeran durante
años.
Mientras Jerome soltaba la manguera,
pues había decidido regar y corría hacia el botiquín, su padre se
alejaba para ir tras Mona, deteniéndola para llevarla entre sus
brazos. Ella se resistió, pero acabó cediendo. Era algo habitual en
ellos el estar próximos, unidos como si fuesen uno mismo, y no
permitiría que Petronia ganase rompiendo esa idílica noche, como
tantas otras. Sin embargo, seguía furiosa.
No hablaron hasta quedar en la
habitación, la cual había sido suya durante décadas. En aquel
lugar habían ocurrido hechos insólitos, muertes y el renacer de
Mona. Allí, en aquellas cuatro paredes, se sentían en su pequeña
isla privada. Un lugar donde nada ni nadie podría acusarlos. Amaba
esa vivienda, las personas que aún se hallaban en ella y el lejano
murmullo del pantano.
Mona se bajó de sus brazos y decidió
tirar la chaqueta sobre la cama, quitarse el resto de sus ropas y
colocarse una de las batas de seda de Quinn. Su aroma era delicioso y
penetrante, pero también sutil. Podía estar enfadada, pero eso no
lograba empequeñecer lo que sentía por él. A su lado habían
estado hombres poderosos, muchachos, idiotas de todo tipo y gente con
un nivel superior a la media. Pero nadie, ni siquiera Lestat, había
logrado destruir el amor que sentía por Quinn, las sensaciones que
aún vivía cuando la rodeaba y esa complicidad que poseían cuando
se miraban.
—Son de Virginia Lee, regalo de mi
abuelo hacia ambos—dijo. Ella se había sentado en el tocador, y él
había decidido ir hacia donde estaba, prácticamente arrodillándose,
mientras abría la caja y mostraba su contenido—. Debes
lucirlos—musitó demandante—. Es importante para los sentimientos
de ese pobre diablo.
—¿Sus sentimientos o los
tuyos?—preguntó.
—Míralos. Al menos,
míralos—insistió.
Ella no lo miraba. Ni siquiera lo
miraba a él. Pero de inmediato, Quinn, tomó cartas sobre el asunto
y decidió sacarlos de la caja, colocárselos alrededor del cuello y
cerrar el broche. Entonces los vio. Sus ojos centellearon como esos
hermosos diamantes. Se sintió como una diosa. Aquellas piedras eran
perfectas y realzaban su belleza, así como el color rojizo de sus
cabellos y el rubor que ligeramente subía por sus mejillas. Tenía
sed, estaba cansada, frustrada y aún así se sentía dichosa.
—Llévalos contigo—murmuró echando
sus cabellos hacia atrás— como llevas mi corazón.
—Quinn...—contuvo sus lágrimas y
agachó su cabeza.
—Puede que mis palabras en ocasiones
sean simples, pero las digo desde el fondo de mi alma. Por favor,
discúlpame por mis torpezas y acepta mis aciertos como destellos
fugaces que pueden conceder tus deseos, por extraños y desacertados
que parezcan para otros. Tú eres el motivo por el cual seguí
luchando y no me rendí—se apartó de ella mientras hablaba, para
apoyarse en la mesa cercana. Contuvo la respiración unos segundos y
esbozó una tímida sonrisa—. Tú siempre serás mi Ophelia.
—Aún no puedo creer que te fijaras
en mí—soltó una pequeña carcajada—. Aunque admito que tienes
buen gusto y sabes cumplir mis caprichos.
—Todos los que tengas...
—¿Todos?—dijo lanzándole una
mirada seductora desde el reflejo del espejo.
—Sí...—balbuceó.
De inmediato ella se incorporó y se
lanzó a sus brazos, colocándose de puntillas, para besarlo. Él se
inclinó hacia delante, la rodeó con pasión. La bata se abrió, la
ropa empezó a caer al suelo, sobre los muebles cercanos y bajo los
pies de la estantería repleta de libros que habían leído mil
veces. Y ellos, como dos quinceañeros, rebotaron hasta la cama
hundiéndose en el colchón, deshaciendo las sábanas y siguiendo ese
beso desesperado.
Las manos de Quinn se movían sobre los
pechos de Mona, ella buscaba como retener su larga figura, tan
delgada como suave, entre sus muslos. En un arrebato él la penetró
mirándola a los ojos, quedándose sin aliento mientras entrelazaba
sus manos. Los músculos de su cuerpo quedaron tensos, ella decidió
apretar más sus piernas entorno a sus caderas y echó hacia atrás
su cabeza. Su largo cuello parecía parte de una constelación, pues
diamantes brillaban como estrellas. En esos momentos ambos parecían
haber salido de sus cuerpos y dejado que sus sentimientos hablasen
por ellos. Las arremetidas empezaron siendo lentas, pero de inmediato
se convirtieron en un torbellino. El ritmo era tan fuerte que la cama
empezó a moverse con ellos. El dosel se agitaba, el colchón parecía
salirse de su lugar y la ropa sobraba bajo ellos. El sudor
sanguinolento los cubría, pegándolo el uno contra el otro.
Los labios de Mona buscaban los de su
noble Abelardo, pero él estaba entretenido con su cuello y
clavículas. Mordisqueaba la escasa piel que no estaba cubierta con
el colgante. Sus dedos, como los de ella, apretaban firmemente sus
manos. Cada movimiento de cadera era preciso y firme. Algo en ellos
gritaba que estaban hechos el uno para el otro, pero eso siempre
había sido así. Los gemidos eran gritos, los jadeos no se contenían
y esas cosquillas, de puro placer, recorrían cada milímetro de sus
cuerpos.
En cierto momento ambos llegaron al
límite. Lo hicieron mirándose a los ojos mientras buscaban volver a
tener contacto con la realidad. Quinn había estado a punto de
perderla una vez, por eso hacía lo indecible para retenerla a su
lado. Mona sabía que era estar lejos de quien amaba, el hombre que
la había cambiado, y no estaba dispuesta a permitir que alguien los
dividiese. Realmente estaban hechos el uno para el otro.
Al terminar quedaron en la cama, pero
no durante mucho tiempo. Terminaron por ir a la ducha, lavándose el
uno al otro, para salir precipitadamente y buscar un par de víctimas
que no dudaron en arrojar al pantano.
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