Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 5 de abril de 2015

El Santuario de los sentimientos

Tarquin y Mona son una pareja que nunca se separará. Visto lo visto es de las más estables.

Lestat de Lioncourt


Era noche cerrada. Una común y corriente. La luna llena asomaba ligeramente por la ventana del segundo piso del Santuario. Él estaba de pie, con su larga figura apoyada en el quicio de la puerta, mientras observaba meditabundo el paisaje del pantano. La cama se hallaba revuelta y vacía, su ropa estaba ligeramente sucia y arrugada. Sus ojos azules brillaban como los de un gato y su flequillo caía con gracia sobre su frente. Seguía siendo un muchacho, pese al paso del tiempo.

El tiempo era su enemigo. Siempre sentiría un duelo eterno entre las manecillas del reloj y su aspecto. Era una especie de Dorian Gray, pero con colmillos. La vieja literatura que tanto amaba, esos clásicos que le hacían todavía sentirse inmerso en mundos lejanos y difíciles, se cubría de polvo en las estanterías del piso inferior. Algunos ejemplares ya estaban embotados por la humedad, los cuales pronto cambiaría por otros nuevos para disfrutar de su soberbias palabras en compañía de si mismo o de su amada Ophelia. Había tiempo, tanto como dinero y privilegios. Su vida se había convertido en lo que todos deseaban, pero siempre le secuestraban dudas y deseos que parecían inalcanzables. Esos deseos que compartía con ella y que, esperanzados, siempre buscaban obtener.

—Quinn, ¿podemos irnos?—dijo la joven saliendo de la habitación, mientras bajaba las escaleras de caracol hacia la estancia inferior. Iba abrochando su vestido corto y revelador. Se acomodó la copa de éste y alisó la falda pegandola más a su figura. Su cabello siempre le había llamado poderosamente la atención. Era rojo. Un rojo tan virtuoso como el de las amapolas salvajes que todavía aparecían en los campos, secuestrando el verde para dar su tono apasionado—. No me gusta éste lugar. Sé que es tu refugio, pero no es del todo agradable para mí. Necesito peinarme; además el ruido de los sapos y los insectos me está volviendo loca.

—Sí— murmuró casi sin prestar atención.

Hacía más de veinte años de esas visiones y del inicio de todo. Era un monstruo peor que Petronia y sus ganchos. Se giró hacia ella, bajó la escalera y se posicionó a su lado rodeándola como si fuese a perderla. A veces se sentía desprotegido, perdido y hundido. Sin embargo, volvía a tomar su pose segura y ofrecía con elocuencias frases terribles para aquellos que todavía lo admiraban. Su dualidad, entre lo tierno y lo criminal, ofrecían a otros cierta amalgama de sentimientos.

—Iré donde tú quieras.

Deseaba complacerla. Quería arrebatar de su alma esa sensación. Sus labios rozaron su cuello y sus manos se entrelazaron con las de ella. La rodeaba firmemente por la espalda. Era una imagen idílica, como de muñecos de postal romántica, pero los caimanes aún masticaban a sus últimas víctimas. Sin duda alguna eran jóvenes ocultos, hijos de la oscuridad y la vileza de un mundo podrido. Siempre permanecerían unidos, pese al dolor y la tragedia, porque juntos lograban sentirse a salvo.

—¡Quinn, aquí no!— pronunció juguetonamente mientras se giraba, mostrando al pegarse a su cuerpo sus pechos apetecibles que se oprimían contra él. Lentamente se alejó acomodando una vez más su vestido strapple negro por el pecho—. Necesito ir a cazar. Y rápido. O me pondré de mal humor. Ah... —exclamó en un murmullo— y unos nuevos tacones, pues estos se estropearon anoche con el fango... y bueno que digo... ¡Quinn! -chilló comenzando el juego de niña consentida e inocente—. ¿Me llevarás de caza?—dijo apretando sus carnosos labios en una mueca seductora—. Lo necesito...

Enfocó toda su atención en ella y la escasa tela del vestido. Sus manos, delgadas y de largos dedos, se deslizaron por el borde del vestido y rozaron sus apetecibles bragitas de encaje. Sus dedos se movieron rápidos y retiraron la lencería, mientras él atrapaba su boca. La yema de sus dedos acariciaron el escaso vello púbico, tan suave y rizado como rojizo, mientras viajaba hacia sus labios inferiores y los rozaba con alebosía.

—Sólo si te portas adecuadamente— susurró apoyando su frente en ella—. Te compraré lo mejor y lo más caro, como regalo, si me permites jugar antes—dijo colando su dedo índice dentro de ella

—Mi noble Abelardo— susurró contra sus labios, aproximándose más al pecho de su amante. Entre gemidos y jadeos alzó la pierna derecha hasta su cadera, aferrándose a ésta—. ¿Aquí nuevamente? Vamos a Blackwood Farm... necesito nuestra cama. Un minuto más aquí es insoportable...

—Está bien—murmuró sintiendo que sus deseos eran cada vez más prioritarios que moverse hacia el exterior, alzar el vuelo y llegar a la mansión. Sonrió entreabriendo sus labios, mientras movía su dedo sobre su clítoris. Su otra mano la rodeaba por la cintura y la pegaba a él—. Estás tan húmeda...— pronunció con deseo en su oído, sacando la mano para lamer su dedo, despegarse de ella y caminar hacia la puerta.

El deseo era evidente, por eso mismo quería escuchar como ella terminaba rogando un poco más. Decía querer marcharse de allí, pero conocía bien sus instintos tan similares a los de él. No importaba el lugar, sólo el hecho de estar juntos. Eso era lo prioritario. El escenario no era importante, sino los actores.

—Para ti siempre lo estoy—le tomó de la mano acercándose a él, y al quedar frente a su amado, se paro de puntillas besándolo con pasión—. Mi noble Abelardo, te necesito.

Rió bajo y acarició ligeramente el escote de su vestido. Él lo había adquirido para ella, si lo rompía podía comprar otro en la misma tienda. Por su puesto, decidió hacerlo. Dejó que cayeran trozos a sus pies, igual que la lencería, para de inmediato chupar y morder su pezón derecho.

—Tarquin... Black... -aquella frase fue interrumpida con un fuerte gemido, que la hizo erizarse.

—Caballerito, te recuerdo que éste es mi lugar de víctimas—aquella voz entre el infierno y el cielo, la pasión de una mujer y el desdén de un hombre, hizo que maldijera su presencia. Bien sabía quién era el intruso. Jamás fue otro. Era Petronia, su creador y la sombra alargada que aún tiraba de él. Petronia no cambiaría sus modales ni sus hábitos cotidianos de romper la magia de su vida, destrozar sus sueños y humillarlo como si fuese un idiota—. Ten respeto por él. No es tu burdel. Enfermo... -los observaba con recelo y molestia—. Tarquino es hermoso el amor que le profesas a tu ... —se detuvo en su frase, la observó de arriba hasta abajo y sonrió burlona— “esa”. Así que vayan a otro lugar.

—Petronia que tu no tengas sexo, con el infeliz de Arion, no te da derecho a interrumpir y juzgar— mientras decía aquello intensificaba el movimiento, de su mano, entre las torneadas piernas de Mona.

—Quinn, me das asco. Deja eso y vete a tu cuarto... —pronunció, como si fuese una madre disgustada, mientras volteaba hacía otro lado.

Mona oponía resistencia, no quería ser vista por el creador de Quinn. Aquella interrupción le molestaba y eso se hacia notar. Ambas se odiaban en silencio, pero no en secreto. Era un duelo de mujeres más allá de lo indecible. Él siempre se hallaba en medio, como si fuese un mártir, y estaba dispuesto a imponerse. Demostraría quién ganaba entre las dos, quién era su consentida y su amor.

—Dile a tu zorra... digo... novia que su mirada no me intimida, ni la tuya Tarquino.

Con cuidado recostó a Mona en el suelo, bajó su bragueta y la penetró sin prestar atención a Petronia. Su boca calmaba la de Mona y cuando logró decir algo lo hizo con una sonrisa dulce, mirando intensamente a su amante, para decir: Es mi mujer.

Esas palabras eran una firme y fría sentencia. Había hecho lo que quería, buscado a Lestat en su momento y tenía a la mujer que amaba. Logró todo lo que ella temía. Petronia no consiguió retenerlo y él siempre oponía resistencia. Esa resistencia era letal. El conflicto aumentaba de intensidad, de igual modo que el placer que ambos jóvenes sentían frente al vampiro milenario que tenían ante sus narices.

Aquella estocada hizo perdiera el juicio. Mona clamó su nombre con asombro entre gemidos. No se detuvo y tampoco lo apartó. Ella simplemente alzó las caderas y lo abrazó como si el mundo fuese a desquebrajarse sobre sus cabezas y bajo sus cuerpos.

—¡Asqueroso!—gritó enfurecida por tal osadía, golpeado al menor con todas sus fuerzas—. ¡El Santuario lo respetas!

Quinn salió despedido, aunque logró soltar a Mona antes de caer contra la pared cercana a la escalera. Se incorporó limpiando la comisura de su boca, pues le hirió el labio inferior.

—Lo dice quien me hizo mamar de su minúsculo pene para vivir...— dijo clavando sus ojos rabiosos en ella—. Ódiame, pero sólo deseas lo que no puedes tener. ¡Mona, ven aquí!—gritó, tirando de ella, para volver a penetrarla aferrándose a su cuerpo.

—¡No estoy para soportar esto!-dijo Mona furiosa.

Se apartó de él, miró a ambos con rabia y acabó saliendo del lugar para subir a la barca. Casi no llevaba ropa. Sólo había logrado salvar unos trozos del vestido. Su dignidad le impedía seguir en ese duelo absurdo que Tarquin y Petronia tenían.

—Pobre Tarquino, lo ha abandonado su mujercita—respondió en un tono burlesco y dramático. Prácticamente movía sus manos para darle mayor teatralidad al momento. Sus cejas se unieron ligeramente, arrugando su frente, y colocando una pose fingida de abatimiento.

—Eres odiosa, por eso nadie te ama. Ni siquiera el infeliz de Arion te soporta ya—murmuró vistiéndose para ir tras Mona. Al pasar por su lado le lanzó una sentencia firme—. Esto es mío. Me lo cediste. Sólo vienes a juzgar lo que no tendrás

—Es tan tuyo como mío, Tarquin hermoso. Amo esa furia en tu mirada, por algo te escogí—le tomó del rostro y de improviso le besó la comisura de sus labios—. Antes que te enfades más... tu abuelo el, inútil de Manfred, te manda ésto. Perteneció a Virginia Lee y ya sabes sus cursilerías y lloros...-dijo haciéndole entrega de un collar de diamantes que cubría todo el cuello, y parte del pecho, en una caja de satén negro—. Úsalo... Bueno, no creo a ti te quede, pero a tu noviecita sí. Estará más que encantada de ver una joya tan increíble. ¿No dicen que los diamantes son los mejores amigos de las mujeres?

—Claro, después de insultar y destrozar mi noche—dijo agarrándolo con furia—¿A ésto viniste? Mejor quédate con tu maestro humillándolo como siempre.

—Me excitas enojado... —susurro alejándose—. Traje un par de víctimas, para darle de comer a mis niños, y ya me voy. Haz lo que quieras—le lanzó una última mirada, girándose para salir por aquella puerta tan estrecha, bajar los escasos escalones y pronunciar su fría despedida—. Adiós—dijo por último antes de desaparecer.

—Un día se morderá la lengua y se envenenará— murmuró saliendo de allí con la joya entre sus manos y una furia propia de un monstruo.

Sus ojos brillaron en la penumbra hasta subir en silencio por los aires. Las estrellas parecían luciérnagas, como las que rodeaban el pantano, mientras que el aire le transportaba el olor habitual del agua estancada. Era un aroma que conocía bien. Se sentía en casa, pues ese era su hogar. Acabó llegando al embarcadero, donde Mona aún no había salido de la barca para tomar tierra. Subió al bote y extendió el regalo.

Fue un gesto sencillo, casi infantil, y desesperado. Esperaba que ella se calmara y aceptara aquello como unas disculpas. La miró intentando dulcificar su mirada, aunque era inútil. La molestia aún cabalgaba por sus venas y se introducía hasta su alma, pudriéndolo lentamente.

Ella terminó por ignorarlo, bajando de la barca rumbo a la mansión. No quería ser vista, pero Jasmine la divisó. Al verla desnuda se quitó los tacones y salió corriendo a su encuentro. Pensó que necesitaba ayuda, pues alguien la había podido agredir. Para ella, Mona, era importante al igual que Quinn. Él jamás dejaría de ser el padre de su hijo y ella la mujer que le hacía feliz.

—Quinn...—decía asustada mientras se quitaba su chaqueta, para que Mona tuviese algo con que cubrirse.

—Déjalo, está bien—dijo abrigándose, sin mirarla por pudor. Detestaba quedar expuesta de esa forma por culpa del engendro de Petronia.

Jasmine estaba decidida a hacer preguntas, pero Mona lo estaba aún más a despegarse de su lado y retirarse a su habitación.

—¡Tienes sangre en la camisa!—gritó asustada—¡Jerome, trae el botiquín! ¡Tu padre está herido!

—Estamos bien— respondió ocultando sus dientes y esos ojos, esos que eran los de un ser sediento.

Ellos empezaban a sospechar. Siempre tan joven, tan lleno de vida, y esas misteriosas desapariciones de meses, a veces incluso un año entero. Las cartas, las escasas llamadas y contactos. Recordaba lo apegado que era Quinn, como corría por aquel lugar y se paseaba cargado de libros. Era un niño especial que fue educado con cariño por tía Queen. Ella no podía olvidarlo, no podía. Ni siquiera había olvidado los encantadores halagos, los momentos de seducción y ese desliz tan especial que la hizo ser madre. Siempre se sintió bendecida con su compañía, aunque el amor no fuese mútuo. Quinn la quería, ella lo sabía, y siempre querría volver al hogar. Sin embargo, sospechaba. Igual que también lo hacía su hijo, que ya era prácticamente un adulto. Jermone tenía los rasgos de Quinn, pero la piel de chocolate que ella poseía. Esos intensos ojos azules, su cabello negro y ondulado, su figura delgada y esa sonrisa le recordaba que habían pasado casi veinte años. Prácticamente tenía la edad de su padre y le rebasaba en altura. Quinn era algo extraño, excepcional por completo, y Mona también. Si bien, no se atrevía a preguntar por ello ni por ese ser extraño que una vez los visitó, ese que había hecho que huyeran durante años.

Mientras Jerome soltaba la manguera, pues había decidido regar y corría hacia el botiquín, su padre se alejaba para ir tras Mona, deteniéndola para llevarla entre sus brazos. Ella se resistió, pero acabó cediendo. Era algo habitual en ellos el estar próximos, unidos como si fuesen uno mismo, y no permitiría que Petronia ganase rompiendo esa idílica noche, como tantas otras. Sin embargo, seguía furiosa.
No hablaron hasta quedar en la habitación, la cual había sido suya durante décadas. En aquel lugar habían ocurrido hechos insólitos, muertes y el renacer de Mona. Allí, en aquellas cuatro paredes, se sentían en su pequeña isla privada. Un lugar donde nada ni nadie podría acusarlos. Amaba esa vivienda, las personas que aún se hallaban en ella y el lejano murmullo del pantano.

Mona se bajó de sus brazos y decidió tirar la chaqueta sobre la cama, quitarse el resto de sus ropas y colocarse una de las batas de seda de Quinn. Su aroma era delicioso y penetrante, pero también sutil. Podía estar enfadada, pero eso no lograba empequeñecer lo que sentía por él. A su lado habían estado hombres poderosos, muchachos, idiotas de todo tipo y gente con un nivel superior a la media. Pero nadie, ni siquiera Lestat, había logrado destruir el amor que sentía por Quinn, las sensaciones que aún vivía cuando la rodeaba y esa complicidad que poseían cuando se miraban.

—Son de Virginia Lee, regalo de mi abuelo hacia ambos—dijo. Ella se había sentado en el tocador, y él había decidido ir hacia donde estaba, prácticamente arrodillándose, mientras abría la caja y mostraba su contenido—. Debes lucirlos—musitó demandante—. Es importante para los sentimientos de ese pobre diablo.

—¿Sus sentimientos o los tuyos?—preguntó.

—Míralos. Al menos, míralos—insistió.

Ella no lo miraba. Ni siquiera lo miraba a él. Pero de inmediato, Quinn, tomó cartas sobre el asunto y decidió sacarlos de la caja, colocárselos alrededor del cuello y cerrar el broche. Entonces los vio. Sus ojos centellearon como esos hermosos diamantes. Se sintió como una diosa. Aquellas piedras eran perfectas y realzaban su belleza, así como el color rojizo de sus cabellos y el rubor que ligeramente subía por sus mejillas. Tenía sed, estaba cansada, frustrada y aún así se sentía dichosa.

—Llévalos contigo—murmuró echando sus cabellos hacia atrás— como llevas mi corazón.

—Quinn...—contuvo sus lágrimas y agachó su cabeza.

—Puede que mis palabras en ocasiones sean simples, pero las digo desde el fondo de mi alma. Por favor, discúlpame por mis torpezas y acepta mis aciertos como destellos fugaces que pueden conceder tus deseos, por extraños y desacertados que parezcan para otros. Tú eres el motivo por el cual seguí luchando y no me rendí—se apartó de ella mientras hablaba, para apoyarse en la mesa cercana. Contuvo la respiración unos segundos y esbozó una tímida sonrisa—. Tú siempre serás mi Ophelia.

—Aún no puedo creer que te fijaras en mí—soltó una pequeña carcajada—. Aunque admito que tienes buen gusto y sabes cumplir mis caprichos.

—Todos los que tengas...

—¿Todos?—dijo lanzándole una mirada seductora desde el reflejo del espejo.

—Sí...—balbuceó.

De inmediato ella se incorporó y se lanzó a sus brazos, colocándose de puntillas, para besarlo. Él se inclinó hacia delante, la rodeó con pasión. La bata se abrió, la ropa empezó a caer al suelo, sobre los muebles cercanos y bajo los pies de la estantería repleta de libros que habían leído mil veces. Y ellos, como dos quinceañeros, rebotaron hasta la cama hundiéndose en el colchón, deshaciendo las sábanas y siguiendo ese beso desesperado.

Las manos de Quinn se movían sobre los pechos de Mona, ella buscaba como retener su larga figura, tan delgada como suave, entre sus muslos. En un arrebato él la penetró mirándola a los ojos, quedándose sin aliento mientras entrelazaba sus manos. Los músculos de su cuerpo quedaron tensos, ella decidió apretar más sus piernas entorno a sus caderas y echó hacia atrás su cabeza. Su largo cuello parecía parte de una constelación, pues diamantes brillaban como estrellas. En esos momentos ambos parecían haber salido de sus cuerpos y dejado que sus sentimientos hablasen por ellos. Las arremetidas empezaron siendo lentas, pero de inmediato se convirtieron en un torbellino. El ritmo era tan fuerte que la cama empezó a moverse con ellos. El dosel se agitaba, el colchón parecía salirse de su lugar y la ropa sobraba bajo ellos. El sudor sanguinolento los cubría, pegándolo el uno contra el otro.

Los labios de Mona buscaban los de su noble Abelardo, pero él estaba entretenido con su cuello y clavículas. Mordisqueaba la escasa piel que no estaba cubierta con el colgante. Sus dedos, como los de ella, apretaban firmemente sus manos. Cada movimiento de cadera era preciso y firme. Algo en ellos gritaba que estaban hechos el uno para el otro, pero eso siempre había sido así. Los gemidos eran gritos, los jadeos no se contenían y esas cosquillas, de puro placer, recorrían cada milímetro de sus cuerpos.

En cierto momento ambos llegaron al límite. Lo hicieron mirándose a los ojos mientras buscaban volver a tener contacto con la realidad. Quinn había estado a punto de perderla una vez, por eso hacía lo indecible para retenerla a su lado. Mona sabía que era estar lejos de quien amaba, el hombre que la había cambiado, y no estaba dispuesta a permitir que alguien los dividiese. Realmente estaban hechos el uno para el otro.


Al terminar quedaron en la cama, pero no durante mucho tiempo. Terminaron por ir a la ducha, lavándose el uno al otro, para salir precipitadamente y buscar un par de víctimas que no dudaron en arrojar al pantano.  

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Lestat de Lioncourt