Todos acabamos usando esas cosas... es un hecho que Fareed nos revolucionó.
Lestat de Lioncourt
Frente a esas inyecciones de hormonas,
tanto masculinas como femeninas, un fugaz recuerdo brilló en algún
recoveco de mi alma. Recordé la última vez que tuve en mis brazos a
la madre de mi hija, mi adorada criatura, que pronto se convertiría
en la fuente de mi maldición y desasosiego. Maharet frente a mí
siempre fue hermosa, terriblemente atractiva, y mi amor floreció
mucho antes de conocer las consecuencias de un acto tan ruin
perpetrado por miedo al poder, así como de obediencia y obligación
hacia mi rey.
La última vez fue en aquella tienda,
en mitad de un oasis, donde sus ojos azules penetraron en los míos,
tan oscuros como la propia noche que nos daba cobijo, mientras me
informaba que era padre. Colocó a la pequeña entre mis brazos y vi
en su piel dorada, como la mía, y en su cabello rojizo, como el
suyo, la flor más hermosa del desierto. Lloré como llora un niño
frente a las primeras lluvias. Lloré de felicidad, pero también de
miedo. Tenía que llevarla frente a la Reina, allí donde sería otra
vez torturada para beneplácito de nuestra tirana. Besé la frente de
nuestra hija mientras escuchaba su nombre. Rogué a los dioses,
supliqué misericordiosamente volver junto a ella y pedí a mis
remordimientos que se callaran.
Mekare entró en la tienda súbitamente,
tomó la niña de entre mis brazos y supe que Maharet quería hablar
a solas conmigo. Los dos guardamos silencio durante varios minutos.
Mis ojos oscuros se encontraban intranquilos. Jamás había visto una
belleza como la suya. Su piel parecía estar hecha de leche, sus
cabellos tenían el color del fuego y su fuerza salvaje, sus ojos
eran profundos y azules como una mañana despejada y sus labios
carnosos como la pulpa de las frutas más dulces. Sentía en ella la
fuerza y la entereza de una madre, pero también la inteligencia de
una mujer y la ligera inocencia de una niña. No había logrado
romper esa inocencia. Había aún un hilo de esperanza que la hacía
ser dulce y entregada. Sus manos rodearon las mías, apretándolas
suavemente, y noté al fin su piel mucho más cálida que la mía.
Me ruboricé. Sin embargo, no creo que
ella pudiese notarlo. Aunque supongo que percibió mi nerviosismo. La
última vez que habíamos estado tan cerca, tocándonos el uno al
otro, fue frente a todos en un ritual macabro donde la tomé como un
salvaje. Entonces ella me besó, permitiendo que acariciara mi lengua
con la suya y mi cuerpo aplastó rápidamente su frágil figura. Era
casi una niña y yo un guerrero que había dado su último atisbo de
lealtad al régimen dirigiéndome hacia las tierras donde ella se
encontraba refugiada. Sus piernas se abrieron, su vestido se levantó
y yo la penetré como cualquier hombre hubiese hecho. Estaba
enamorado de ella. Mi lealtad se vendió a un alto precio, pues mi
corazón se entregó esa noche a la hechicera que se hallaba junto a
mí retozando entre pieles de diversos animales.
Por eso, en aquel momento, no dudé en
tomar un par de inyectables. Comprobé que unas servían para el sexo
femenino y las otras eran para el masculino. Creo que fue lo único
sensato que hice en mucho tiempo. Un último acto de amor y
necesidad. Siempre estuve enamorado de ella, jamás logré olvidar
sus besos y siempre recurría a ellos. Si luché como luché contra
la Reina no fue por mi honor, sino por el suyo. Fue por el legado de
nuestra hija y el amor que yo tenía por ella, así como el cariño
que siempre ofrecí a Mekare, la cual jamás se recuperó quedando
perdida para siempre en la oscuridad.
Al llegar a nuestro refugio, allí en
la selva, decidí ir a su habitación. Mekare había estado jugando
en el jardín, observando las aves, en su compañía. Sabía que
posiblemente estaba cazando sola, como una alimaña, y Maharet se
encontraba frente al telar observándolo como si fuese Penélope
esperando a Ulises. ¿Yo era Ulises para ella? Thorne y Jesse estaban
fuera con David Talbot. Era mi oportunidad.
Me acerqué a ella mostrando las
inyecciones, explicándole cuidadosamente para qué servían y el
motivo por el cual estaban en mi poder. Ella me miró en silencio y
suspiró. Sentí que iba a darme un largo discurso sobre el bien y el
mal, la ciencia extraña de Fareed y lo complicado que podía ser
revivir algo que estaba muerto, aunque sólo fuera físicamente. Ella
me seguía amando. Lo sabía. Me lo decía continuamente y lo
demostraba al permitir que durmiera a su lado.
—No debiste tomar algo sin su
permiso—explicó ligeramente exasperada—. Y sin saber si yo
aceptaría de buen agrado ésta decisión.
—Sólo pensé en...
—¿Pensaste?—preguntó frunciendo
el ceño—. ¿En qué pensabas? Si es que llegabas a pensar en algo
más que en disfrutar de una noche de sexo. ¿Nos ha hecho falta
éstos años?
—No—repliqué—. Pero, como bien
sabes, carecíamos de la ayuda de éste Dios de la ciencia.
—Khayman, ¿y si no funciona con
nosotros?—dijo acariciando mi rostro—. Mírate, mírame...
parecemos estatuas de mármol. La Sangre nos ha cambiado.
—Sigo amándote, ¿cuál es el
cambio?—aquella pregunta provocó que ella riera. Rió como cuando
solía leer las viejas cartas de los nuevos nacimientos, los informes
de una familia más grande y dichosa.
Aceptó una de las inyecciones y clavó
la aguja en su brazo, provocando que aquel líquido entrara en su
torrente sanguíneo, de igual modo hice lo mismo con la que tenía
preparada para mí. Ambos nos miramos unos segundos y los besos
empezaron a surgir como cada noche, pero las caricias se volvieron
más íntimas y salvajes. Su vestido, una túnica color celeste,
quedó rasgada. Mi camisa, de algodón, se desgarró bajo sus fuertes
manos y sus dedos se convirtieron en garras que arañaban mi marmórea
espalda. Mis pantalones desaparecieron y sus piernas se abrieron como
una flor nocturna.
En aquella habitación, que tenía unas
hermosas vistas al jardín, empezamos un nuevo idilio. Sus muslos
eran cálidos, como el fuego, y sus cabellos se esparcían sobre la
alfombra. Sus pechos, pequeños y turgentes, rozaban mi torso desnudo
y mi boca devoraba la suya. Esos besos eran más indecentes que los
que alguna vez tuvimos. El placer recorría nuestro cuerpo, provocaba
un destello eléctrico y nos introducía en un éxtasis similar a
ingerir gran cantidad de sangre. Los espasmos de su sexo, el sentir
sus músculos apretarme, provocó que eyaculara hundiendo mi rostro
en su cuello. Sus manos acariciaron mi espalda sosegándome. Ella
también había alcanzado el límite. Me sentí fatigado, mi
respiración era honda y pesada, la suya era rápida y su corazón
bombeaba fuertemente.
—Te amo—balbuceé recostando mi
cabeza entre sus senos.
—Y yo a ti mi leal guardián. Y yo a
ti.
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