Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 12 de mayo de 2015

Amor eterno

Todos acabamos usando esas cosas... es un hecho que Fareed nos revolucionó.

Lestat de Lioncourt


Frente a esas inyecciones de hormonas, tanto masculinas como femeninas, un fugaz recuerdo brilló en algún recoveco de mi alma. Recordé la última vez que tuve en mis brazos a la madre de mi hija, mi adorada criatura, que pronto se convertiría en la fuente de mi maldición y desasosiego. Maharet frente a mí siempre fue hermosa, terriblemente atractiva, y mi amor floreció mucho antes de conocer las consecuencias de un acto tan ruin perpetrado por miedo al poder, así como de obediencia y obligación hacia mi rey.

La última vez fue en aquella tienda, en mitad de un oasis, donde sus ojos azules penetraron en los míos, tan oscuros como la propia noche que nos daba cobijo, mientras me informaba que era padre. Colocó a la pequeña entre mis brazos y vi en su piel dorada, como la mía, y en su cabello rojizo, como el suyo, la flor más hermosa del desierto. Lloré como llora un niño frente a las primeras lluvias. Lloré de felicidad, pero también de miedo. Tenía que llevarla frente a la Reina, allí donde sería otra vez torturada para beneplácito de nuestra tirana. Besé la frente de nuestra hija mientras escuchaba su nombre. Rogué a los dioses, supliqué misericordiosamente volver junto a ella y pedí a mis remordimientos que se callaran.

Mekare entró en la tienda súbitamente, tomó la niña de entre mis brazos y supe que Maharet quería hablar a solas conmigo. Los dos guardamos silencio durante varios minutos. Mis ojos oscuros se encontraban intranquilos. Jamás había visto una belleza como la suya. Su piel parecía estar hecha de leche, sus cabellos tenían el color del fuego y su fuerza salvaje, sus ojos eran profundos y azules como una mañana despejada y sus labios carnosos como la pulpa de las frutas más dulces. Sentía en ella la fuerza y la entereza de una madre, pero también la inteligencia de una mujer y la ligera inocencia de una niña. No había logrado romper esa inocencia. Había aún un hilo de esperanza que la hacía ser dulce y entregada. Sus manos rodearon las mías, apretándolas suavemente, y noté al fin su piel mucho más cálida que la mía.

Me ruboricé. Sin embargo, no creo que ella pudiese notarlo. Aunque supongo que percibió mi nerviosismo. La última vez que habíamos estado tan cerca, tocándonos el uno al otro, fue frente a todos en un ritual macabro donde la tomé como un salvaje. Entonces ella me besó, permitiendo que acariciara mi lengua con la suya y mi cuerpo aplastó rápidamente su frágil figura. Era casi una niña y yo un guerrero que había dado su último atisbo de lealtad al régimen dirigiéndome hacia las tierras donde ella se encontraba refugiada. Sus piernas se abrieron, su vestido se levantó y yo la penetré como cualquier hombre hubiese hecho. Estaba enamorado de ella. Mi lealtad se vendió a un alto precio, pues mi corazón se entregó esa noche a la hechicera que se hallaba junto a mí retozando entre pieles de diversos animales.

Por eso, en aquel momento, no dudé en tomar un par de inyectables. Comprobé que unas servían para el sexo femenino y las otras eran para el masculino. Creo que fue lo único sensato que hice en mucho tiempo. Un último acto de amor y necesidad. Siempre estuve enamorado de ella, jamás logré olvidar sus besos y siempre recurría a ellos. Si luché como luché contra la Reina no fue por mi honor, sino por el suyo. Fue por el legado de nuestra hija y el amor que yo tenía por ella, así como el cariño que siempre ofrecí a Mekare, la cual jamás se recuperó quedando perdida para siempre en la oscuridad.

Al llegar a nuestro refugio, allí en la selva, decidí ir a su habitación. Mekare había estado jugando en el jardín, observando las aves, en su compañía. Sabía que posiblemente estaba cazando sola, como una alimaña, y Maharet se encontraba frente al telar observándolo como si fuese Penélope esperando a Ulises. ¿Yo era Ulises para ella? Thorne y Jesse estaban fuera con David Talbot. Era mi oportunidad.

Me acerqué a ella mostrando las inyecciones, explicándole cuidadosamente para qué servían y el motivo por el cual estaban en mi poder. Ella me miró en silencio y suspiró. Sentí que iba a darme un largo discurso sobre el bien y el mal, la ciencia extraña de Fareed y lo complicado que podía ser revivir algo que estaba muerto, aunque sólo fuera físicamente. Ella me seguía amando. Lo sabía. Me lo decía continuamente y lo demostraba al permitir que durmiera a su lado.

—No debiste tomar algo sin su permiso—explicó ligeramente exasperada—. Y sin saber si yo aceptaría de buen agrado ésta decisión.

—Sólo pensé en...

—¿Pensaste?—preguntó frunciendo el ceño—. ¿En qué pensabas? Si es que llegabas a pensar en algo más que en disfrutar de una noche de sexo. ¿Nos ha hecho falta éstos años?

—No—repliqué—. Pero, como bien sabes, carecíamos de la ayuda de éste Dios de la ciencia.

—Khayman, ¿y si no funciona con nosotros?—dijo acariciando mi rostro—. Mírate, mírame... parecemos estatuas de mármol. La Sangre nos ha cambiado.

—Sigo amándote, ¿cuál es el cambio?—aquella pregunta provocó que ella riera. Rió como cuando solía leer las viejas cartas de los nuevos nacimientos, los informes de una familia más grande y dichosa.

Aceptó una de las inyecciones y clavó la aguja en su brazo, provocando que aquel líquido entrara en su torrente sanguíneo, de igual modo hice lo mismo con la que tenía preparada para mí. Ambos nos miramos unos segundos y los besos empezaron a surgir como cada noche, pero las caricias se volvieron más íntimas y salvajes. Su vestido, una túnica color celeste, quedó rasgada. Mi camisa, de algodón, se desgarró bajo sus fuertes manos y sus dedos se convirtieron en garras que arañaban mi marmórea espalda. Mis pantalones desaparecieron y sus piernas se abrieron como una flor nocturna.

En aquella habitación, que tenía unas hermosas vistas al jardín, empezamos un nuevo idilio. Sus muslos eran cálidos, como el fuego, y sus cabellos se esparcían sobre la alfombra. Sus pechos, pequeños y turgentes, rozaban mi torso desnudo y mi boca devoraba la suya. Esos besos eran más indecentes que los que alguna vez tuvimos. El placer recorría nuestro cuerpo, provocaba un destello eléctrico y nos introducía en un éxtasis similar a ingerir gran cantidad de sangre. Los espasmos de su sexo, el sentir sus músculos apretarme, provocó que eyaculara hundiendo mi rostro en su cuello. Sus manos acariciaron mi espalda sosegándome. Ella también había alcanzado el límite. Me sentí fatigado, mi respiración era honda y pesada, la suya era rápida y su corazón bombeaba fuertemente.

—Te amo—balbuceé recostando mi cabeza entre sus senos.


—Y yo a ti mi leal guardián. Y yo a ti.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt