Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

viernes, 29 de mayo de 2015

Perfecto

Armand y Antoine de nuevo juntos y revueltos. A veces creo que Nicolas hubiese sido buen compañero de no tener la lengua tan puntiaguda. 

Lestat de Lioncourt


Me creía solo. Estaba caminando por las estancias con la mirada puesta en la nada. No me concentraba en los detalles. Sin embargo, pude escuchar su corazón aproximándose hasta el edificio. Caminaba a pasos cortos, pero decididos. Había regresado solo. Benji y Sybelle estarían aún en alguno de los espectáculos a los cuales solían acudir. A veces me marchaba con ellos, pero prefería quedarme a solas con mis pensamientos, miedos y recuerdos.

Decidí salir a su encuentro. Fui al salón principal de la primera planta, me senté en el cómodo sofá de cuero rojo y crucé mis piernas, recosté ligeramente mi espalda y dejé que mis cabellos cayeran sutilmente sobre mi flequillo. Miré con sutil indiferencia su llegada.

Él entró con las manos entre sus largos dedos, jugando con ellas, y tan sólo llevaba la camisa ligeramente abierta, el chaleco sin abrochar y unos pantalones elegantes de color negro que yo le había comprado. Se había descalzado y llevaba aquel par de mocasines, lustrosos y elegantes, en su mano izquierda. Sus enormes ojos azules se fijaron en mí y me sonrió de inmediato.

—Armand, creí que saldrías—dijo acercándose a mí—. Esperé que terminaras acompañándonos, pero me cansé de estar allí viendo el ballet sin ti.

—Sabes que me gusta estar solo—respondí de inmediato.

—Mientes muy mal—se echó a reír tan abierto, como si me conociese de siempre. Realmente odiaba estar solo, pero creía que me convenía. Necesitaba un momento de silencio en el cual hundir mi mente y ahogar mis recuerdos, pero éstos se alzaban como iceberg en cada instante.

—¿Y qué crees que me gusta?—pregunté con soberbia—. No sabes nada de mí.

Tomó asiento a mi lado, apoyando su cabeza en mi hombro. Yo tan sólo llevaba una camiseta blanca y unos jeans. Estaba descalzo, con el cabello suelto y los ojos vidriosos. Ocasionalmente decidía vestir como cualquier adolescente e imaginar qué hubiese sido de mí en un mundo como éste. Un mundo distinto. Un mundo lleno de oportunidades. Habría tenido quizás el valor de ser como Benji, mucho más libre y resuelto, o simplemente me hubiese dedicado a ser aún peor que Lestat. Lo desconocía. Sin embargo, intentaba comprenderme y entender los sentimientos que me imprimían los nuevos tiempos, los cambios en mi vida y la verdad que yacía a mis pies.

Sus cabellos negros rozaban mi mejilla. Podía oler su champú. Sus manos soltaron los zapatos y las llaves, arrojando el par al suelo y el llavero dejándolo en el sofá perdido entre los cojines, mientras sus ojos se cerraban. Pronto noté sus manos aferrando las mías, entrelazándolas y uniéndolas en un apretón sincero.

—Sé que quieres amar. Conozco esa mirada.

No dije nada. Sólo me abstuve a darle la razón. Suspiré pesadamente y eché la cabeza hacia atrás. Quería llorar, pero no lo hice. No estaba triste, sino feliz. Quería llorar porque le amaba y estaba empezando a aceptar que por primera vez, tras tantos siglos, estaba empezando a comprender ese sentimiento.

Pasaron largos minutos. Creo que más de un cuarto de hora. Él seguía acariciando mi mano, apretándola con sus dedos y permitiendo que su calor me tranquilizara. Por inercia me solté, subí sobre sus piernas y acaricié su rostro con la punta de mis uñas. Eran uñas inmortales, las cuales podían ser peor que garras, pero sólo rozaban suavemente su rostro con cuidado. Él tenía los ojos bien abiertos. No estaba sorprendido ni aterrado. Nunca me mostró miedo. Su corazón latía acelerado y, por primera vez, fui yo quien dio el primer paso: le besé.

Sus labios se abrieron y los míos decidieron acapararlos. Mi lengua rozó la suya, mis manos se aferraron al cuello de su camisa y él me rodeó como si fuese su salvador. Permanecimos así varios minutos. Primero fue un beso largo, pero llegaron otros más cortos y medidos. Cuando me aparté me perdí en aquellos dos enormes cielos, tan profundos como océanos, mientras sonreía pacientemente aceptando ese momento como algo íntimo e indescriptible.

—Si te digo que te amo, ¿sonará extraño?


—Sonará perfecto—respondió—. Igual que mi violín cuando toca para ti.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt