La silenciosa capilla del castillo
parecía más acogedora que noches atrás. Las pequeñas velas
cercanas al altar, las cuales llevaba días sin encender, iluminaban
la simple, pero hermosa, imagen de Jesús crucificado. Su rostro era
de paz absoluta, las pequeñas gotas de sangre estaban magistralmente
pintadas sobre la talla y las manos, ensangrentadas y torturadas,
parecían desear desenclavarse para tomar mi rostro. Me sobrecogía
aquella imagen aún hoy día, cuando ya no sentía miedo por Dios o
el Diablo. No había veneración en mi alma, pero sí esperanza.
Deseaba creer en la bondad de su discurso y en la bondad que había
visto en muchos mortales, espíritus, compañeros de viaje y diversos
seres que había encontrado en mi precipitado camino por la
inmortalidad.
Él estaba allí. Vestía su hermosa
levita de terciopelo negro y estaba reclinado hacia delante. Sus
codos se apoyaban en el respaldo del banco que se hallaba frente a
él, su espalda estaba encogida como sus hombros, y sus cabellos
caían ligeramente sobre su frente. Tenía el pelo largo y ondulado,
tan negro como el azabache, y resaltaba su piel blanca, como el
mármol más exquisito.
Me aproximé a él y pude contemplar su
soberbia vestimenta. Llevaba unos pantalones de vestir oscuros, una
camisa blanca y una corbata verde como sus encantadoras esmeraldas.
Decidí tomar asiento a su lado acomodando el encaje de mi camisa de
chorreras, cruzando mis piernas enfundadas en un cómodo pantalón de
cuero y dejé que mis botas, algo robustas, rozaran ligeramente la
banca en la cual se apoyaba.
—¿Orando?—pregunté—. ¿Qué
milagro estás pidiendo?
—Si tuviese que pedir un milagro,
Lestat, posiblemente pediría sensatez para ti...—dijo con una
sonrisa socarrona.
—Preferiría que pidieras
otro—susurré apoyando mi cabeza en su hombro. Mis rubios cabellos
rozaron su chaqueta, mezclándose con los suyos, mientras aspiraba la
paz de aquel lugar. Olía a cera, a Louis y también a mi hogar.
Estaba en Auvernia donde todo había comenzado, pero donde todo
estaba volviendo a iniciarse nuevamente con una fuerza
extraordinaria.
—¿Cuál?—interrogó
incorporándose.
—Un beso mío—dije muy próximo a
su mejilla—. Uno de esos besos llenos de sensualidad que tanto
rubor te provocan.
—Oh, sí... —respondió girándose
hacia mí—. Sólo que ese milagro sería muy complaciente para ti,
pero ¿y para mí?—me tomó del rostro y me miró a los ojos. Me
perdí en aquel bosque verde lleno de esperanza y sentimientos
encontrados. Podía leer su rabia por los años de silencio, por
derrotas y pérdidas, pero también un amor insondable y una pasión
exacerbada.
—No seas cínico—respondí antes de
robarle un beso, pero de inmediato me apartó—. Louis...
—Lo siento, Lestat. Si te doy todo lo
que deseas siempre, ¿qué tendré para conseguir mis caprichos?—dijo
acomodándose la chaqueta.
Me quedé allí observando como se
marchaba hacia los jardines. Me quedé apoyado en el banco mirando a
Jesús clavado en la cruz, las velas iluminándolo todo y las sombras
sinuosas que se creaban en el fresco que Marius había pintado para
mí. Los ángeles me miraban con sus hermosos rostros tan similares a
los de Armand o Benjamín.
—Ah... bastardo... —chisté.
Lestat de Lioncourt
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