—¿Alguna vez pensaste que llegarías
tan lejos?—preguntó sobresaltándome.
Estaba allí de pie con sus ojos claros
fijos en mí. Tenía un aspecto muy atractivo y real. Parecía un ser
humano. Cualquier humano pensaría que estaba ante un ser vivo,
aunque no sabía como calificar todavía ese tipo de organismos. Era
un ser espectral, un fantasma, pero poseía una apariencia común,
casi vulgar, y reproducía los gestos que una vez poseyó. Su piel
parecía real, su respiración pausada era idéntica a la de
cualquier ser vivo, y no era capaz de calificar a ese tipo de seres
como muertos, pues la vida en sí está en nuestras almas, o al menos
es lo que dilucido cuando medito sobre Amel y el resto de espíritus
que nos rodean.
—No—respondí con sinceridad—. ¿Y
tú?
—Oh, muchacho... ¡Me siento tan
orgulloso!—dijo acercándose a mí.
Podía escuchar sus mocasines
italianos, tan reales como mis botas, aproximándose hasta mí.
Llevaba un traje negro impoluto, una camisa azul que resaltaba sus
ojos y una corbata negra, de seda, muy elegante. Tenía unos gemelos
de oro blanco muy llamativos, pues poseían la inicial de su nombre.
Magnus era un fantasma y no uno común. Podía realizar cualquier
acción humana salvo alimentarse o saciar su sed, pues no tenía
cuerpo que sustentar.
—¿Puedo sentarme?—preguntó
indicando la silla que estaba a mi lado—. Por favor, quiero hablar
contigo.
Me habían contado que fue un gran
alquimista. Era un ser deforme, con ambición y carisma, que siempre
había actuado de forma bondadosa y leal. Sin embargo, robó la
sangre de Benedict, un vampiro joven y torpe, para ser lo que siempre
quiso ser: Inmortal. Magnus era astuto y yo lo sabía bien. Siempre
sospeché que no estaba del todo loco. Él tenía una misión y la
cumplió, para después desaparecer porque así eran en aquellos
tiempos. Dejó un sucesor en el mundo, al cual le concedió secretos
y bienes, para marcharse sintiéndose en paz con el ciclo de la
inmortalidad.
—Claro, adelante—dije acomodándome
en mi asiento. Llevaba mi habitual chaqueta roja, la cual abrí
dejando ver mi camisa de chorreras, y unos pantalones de cuero muy
similares a los que podrían llevar estrellas del rock como Bon Jovi,
Jagger o Alice Cooper—. Yo también quiero hablar. Deseo saber...
—¿Por qué te elegí?—preguntó
como si me leyera la mente, aunque estaba seguro que era imposible.
Yo tenía mi mente cerrada a cal y canto, pero era una pregunta muy
probable. Después de todo se fue sin resolverme muchas de mis dudas.
—Sí, exacto—respondí.
—Tenías ganas de vivir. Unas ganas
inmensas. Poseías una fuerza que no había visto en los otros
muchachos. También tienes una belleza envidiable que arrastra a
todos a amarte. Lestat, ¿te has mirado al espejo? ¡Qué tontería!
He leído tus memorias y sigo tus aventuras. Estás tan enamorado de
ti mismo que nosotros de ti. Claro que te has visto al espejo y has
observado tus hermosas facciones. Cualquiera se enamoraría de ti y
sentiría deseos de tenerte a su lado—explicó mientras Amel reía
bajo, como un murmullo. Parecía divertirle que me halagaran del
mismo modo que él lo había hecho.
«Te ama. Yo también te amo. Todos te
aman, ¿no es divertido? El amor es divertido y se siente bien. Se
siente muy bien.»
—Sí, Amel. El amor te hace sentir
reconfortado, pero a veces no te quita la soledad—Magnus se asombró
que hablara con Amel mientras él dialogaba conmigo, pero no dijo
nada—. ¿Entonces me amabas?
—Sí, me enamoré de ti. Fue un amor
intenso que aún poseo. Cuando escucho sobre ti, cuando leo tus
libros y puedo apreciar las proezas que hacer. ¡Oh, Lestat! Mi
matalobos... ¿cómo no amarte? Tienes una fuerza y un carisma que no
he visto en otros—negó sacudiendo ligeramente la cabeza y luego
sonrió—. Te creé porque sabía que harías grandes cosas, que
podrías desarmar a Armand y que comprendiera que era un idiota.
Todos esos eran idiotas, pero tú no. Tú habías nacido en una época
convulsa, de cambios, y no te conformabas con nada. Todavía no te
conformas. Mírate, eres el príncipe de los vampiros y no te
conformas. No te conformas con lo vivido ni lo que te resta por
vivir. Quieres más. Esa ambición, ese poder, ese ingenio y ese
talento para el bien y el mal. Lestat, eres una amalgama de bondades
y desdichas. Tú, hijo mío, eres el perfecto vampiro con tus
imperfecciones—se incorporó y me tomó del rostro.
Sus manos eran cálidas y pude
sentirlas reales, igual de real que noté sus labios cuando rozaron
los míos. Al apartarse sonrió de nuevo. Creo que debía irse, tenía
que marcharse, porque la reunión hacía horas que había acabado y
todos estaban dirigiéndose a sus respectivos hogares. Él, como no,
tenía que descansar antes de perder su energía y dejar tras de sí
tan sólo la ropa y sus preciados complementos.
—Nos vemos, padre—susurré.
—Pórtate mal, Lestat. Si te portas
bien no serás tú mismo...—dijo antes de apartarse para irse,
haciendo sonar sus zapatos por el suelo de mármol y cerrando la
puerta tras de sí.
«Está loco. Me gusta» susurró Amel.
—A mí también, amigo. A mí
tambien.
Lestat de Lioncourt
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