Ella estaba frente a mí con los brazos
cruzados y los ojos fijos en cada uno de mis movimientos. Sentí
cierto nerviosismo, pero decidí calmarme. Conocía cada mueca de mi
rostro y era la única de saber mi estado de ánimo a pesar de todo.
Se aproximó a mí tras unos largos e incómodos minutos. Detuvo mis
pasos y apartó varios mechones de mi rostro. Yo sonreí ligeramente,
pero de inmediato obtuve un sonoro bofetón de su parte.
—¡Gabrielle!—dije su nombre con
sorpresa.
—No sé de qué te sorprendes. Sigo
siendo tu madre y puedo abofetearte si lo creo oportuno—contestó.
—No deberías hacer algo así—apreté
los puños con rabia, me aparté de ella y me recosté en mi sillón
favorito.
La estancia era cálida y acogedora.
Los insectos se podían escuchar a través de las altas ventanas. La
chimenea estaba apagada, pero en invierno era sumamente agradable
encenderla. El sillón estaba cerca de la chimenea, sobre una
alfombra persa que había adquirido para aquel pequeño rincón. Los
libros nos rodeaban, así como hermosos bustos de mármol que Marius
me había obsequiado, y candelabros dorados con sus velas intactas.
Era una pequeña biblioteca alejada de las demás estancias, la cual
usaba ocasionalmente para despejarme y alejarme de todos los
visitantes de mi nuevo hogar emplazado donde siempre estuvieron mis
raíces: el castillo de mi padre.
—¿Qué me harás?—dijo mirándome
a los ojos con coraje.
Tenía una expresión dura, sus ojos
azules brillaban en su pequeño rostro y su aspecto era el de una
muchacha. Me tuvo joven. Aún era una flor joven recién cortada
cuando tuvo que parirnos, y asumir que algunos de nosotros no
sobrevivimos a los habituales partos.
—Madre...
—Desapareces como si no te
importáramos—contestó—. Ahora no puedes jugar de ese modo.
—¡Sólo fue un par de
noches!—aseguré mientras ella se acercaba a mí, se apoyaba en los
brazos del sillón y me miraba directamente a los ojos—. Tú
desapareces de mi vida siempre, ¿por qué te alteras conmigo de ese
modo?
—Yo soy yo. No tengo responsabilidad
alguna—expresó con rudeza—. Tú sí la tienes—dijo
incorporándose para señalar la puerta—. Ahí fuera hay cientos de
seres que te necesitan y un hijo que casi no conoces. Lestat, por
favor, se sensato por una vez.
—Me pides algo imposible—dije
cruzándome de brazos.
—No te lo pido, te lo
impongo—respondió intentando permanecer serena—. No vuelvas a
desaparecer.
Su esbelta figura envuelta en aquella
camisa blanca de hombre, esos pantalones caquis de explorador de
selvas tropicales y su trenza mal hecha le ofrecían una imagen
salvaje, atractiva y única. Mi madre siempre sería salvaje y libre,
pero yo estaba empezando a sentir la condena de ser el Príncipe de
todos. Se marchó dando un ligero portazo, para hacerme saber que
estaba disgustada conmigo.
—Tu madre nos limita—dijo Amel
carcajeándose en mi cabeza—. Ah, amado mío... tiene algo de
razón, ¿no crees?
—No empieces tú también—chisté.
—Tenemos cosas que hacer, Lestat. No
podemos desaparecer, aunque reconozco que fue divertido—se echó a
reír nuevamente y yo no dudé en hacer lo mismo.
Ya no me sentía solo. Él me alentaba
a disfrutar de mis poderes y a ser consciente de muchos secretos. Era
el príncipe de los vampiros, el soberano de todos ellos, pero lo que
más me gustaba era el amor que sentía por todos y ese amor también
lo sentía Amel.
Lestat de Lioncourt
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