Lestat de Lioncourt
—Te conservas tan fuerte y libre como
siempre—había dicho apoyado en el marco de la puerta nada más
llegar, pero ella no respondió.
Volvía a vestir sus viejas ropas. Allí
nadie lo escrutaría con ojos aviesos llenos de juicios precipitados.
En aquel lugar todos vestían como deseaban, como su alma imponía
libremente. Había recurrido a las viejas togas, así como un pequeño
tocado de oro blanco que se enredaba en sus cabellos castaños, con
reflejos más dorados y oscuros. Flavius volvía a ser aquel elegante
griego que fue su esclavo, su escolta, su asesor de imagen, su amigo
y confidente. Él lograba que ella olvidase el dolor y el miedo.
Entre sus brazos había soñado ríos de sangre y percibido una sed
insaciable, pero también encontró la paz y el consuelo que pocas
veces era capaz de hallar en otro lugar. Jamás lo olvidó. Siempre
lo tuvo presente. No pudo evitar hablar de él cuando le rogaron
escribir sobre sus memorias. Flavirus era magnífico, tenía una
mirada clara llena de bondad y sabiduría, y era alguien de
confianza.
Él estaba allí, como si nada los
hubiese separado, mirándola como si el tiempo se hubiese detenido en
un instante perdido en el tiempo. Pero no estaban en los viejos
tiempos. Allí no había poder y gracia de Roma. El Imperio era sólo
un viejo sueño destruido con el paso del tiempo, el cual sólo
afloraba en las viejas ruinas tan antiguas como ellos mismos. Los
viejos palacios, las fiestas copiosas, el gentío del mercado y el
olor típico de las ofrendas a los dioses. Todo se desvaneció como
el humo.
Flavius la contemplaba impaciente. Ella
volvía a ser la mujer que amó de mil modos, pero que jamás se
atrevió a cortejarla entre las sábanas. Amaba a Pandora como a una
hermana, una amiga, una madre, una compañera y un igual. Veía en
aquella mujer un guerrero táctico a punto de lanzarse contra el
enemigo con las palabras más afiladas. Sentía una profunda
admiración y respeto. No podía dejar de preguntarse como Marius
podía ser tan soberbio. Ella era la mujer que cualquier hombre
amaría, pues su fuerza y carisma la hacían desafiar al propio
mundo, el cual caía rendido a sus pies.
El jardín había quedado en silencio,
salvo por el murmullo de la fuente y el zumbido de los grillos. El
aroma de las flores, como los jazmines blancos y azules o las
encantadoras petunias, se mezclaba con el de la tierra mojada y la
hierva recién cortada. Un jardín en medio de la metrópolis más
ruidosa del mundo, o al menos una de ellas. Los altos rascacielos
parecían ser gigantes silenciosos y el tráfico quedaba al otro lado
de los gruesos muros de aquel palacio de plantas y flores. Era un
lugar para el descanso del alma y, porqué no, del cuerpo.
No muy lejos estaba la tumba del
Guardián y las Hermanas Pelirrojas. Allí, bajo una lápida de
mármol negra con letras doradas, descansaban los tres unidos como si
ese fuese el destino del mundo. Una unión en la muerte, lleno de
recuerdos y amor que nadie nunca podrá borrar. Ni siquiera el dolor
puede borrar el amor que se profesaban. El horror quedó atrás, como
si fuese un suspiro, y ahora sólo quedaba la paz más sobrecogedora.
Había un ramillete de rosas sobre la
tumba. Eran rosas rojas. Tenían la firma de Lestat, aunque no había
nota. Pandora había estado acariciando la lápida con cuidado, como
si se despidiera de Maharet y de una historia en la que estuvo
involucrada desde mucho antes de nacer. Flavius no dijo nada más,
tan sólo se acercó a ella con cuidado. Quería besarla, pero sólo
abrió sus brazos y ella aprovechó el momento. Un abrazo más. Uno
más para no olvidar.
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