Hay amores peligrosos y luego peligrosos que se aman. Yo no odio a Rhosh, aunque era un auténtico peligro y se notaba que nunca hizo maldad alguna. Fue fácil reducirlo.
Lestat de Lioncourt
—Me odian. Estoy seguro que me
odian—decía mirando hacia el horizonte.
En aquel lugar, tan lejos de casa, el
mundo parecía inmenso. Las luces de la ciudad tintineaban en cada
uno de los edificios. Podía escuchar el rugir de los motores de los
vehículos que transitaban allí abajo, donde el mundo parecía hecho
para hormigas y parásitos pequeños. En aquel rascacielos podía
contemplar la vida misma, lo que era realmente la vida, con sus
virtudes y grandes defectos. Todo era hormigón, cemento, cristales y
vidrio reutilizado. Las luces de neón de los restaurantes de comida
rápida parpadeaban mientras que los clubs alentaban a una noche de
desenfreno, drogas y mentiras.
En su mente sólo había una cosa. Era
un murmullo peor que Amel y sus descerebradas ideas. Había estado a
punto de destrozar la vida de más de un inocente, como si no
importara. Él, que siempre había estado alejado de las disputas y
la violencia. Se sentía estúpido al no haber visto que sólo era un
títere. Amel siempre quiso ser escuchado por Lestat. Aquel espíritu
se sentía vivo y pletórico en el cuerpo del joven vampiro que tanto
despreció, pero que a la vez le suscitaba cierta curiosidad. No era
tan inteligente ni interesante. Él había sido un idiota. Pero lo
peor de todo era haber quedado como un imbécil, un monstruo y un
maldito déspota frente a Benedict.
—No digas eso—respondió su amante.
Aquel rostro tan humano, con la
apariencia de un jovencito, apareció de entre las sombras de la
habitación. Benedict estaba con él, con aquel suéter azul marino
de cuello de cisne que realzaba su tez suave, clara y perfecta. Tenía
una boca exquisita y una nariz perfecta para su rostro juvenil. Sus
ojos, al igual que el de escasos inmortales, reflejaba cierta
humanidad y humildad. Muchos lo tacharían de estúpido, pero él
siempre seguiría creyendo en el bien y el mal, en Dios y el Diablo,
en la dualidad terrible de éste mundo cínico e hipócrita.
—¿Y qué debo decir?—preguntó
girándose hacia él.
Seguía llevando aquel gabán caqui y
esos pantalones tejanos tan cómodos. Le habían proporcionado unas
prendas adecuadas, abrigadas para ese invierno terrible, que había
sido terrible para miles. Las Quemas se habían detenido. Amel era
feliz. Lestat era el príncipe de todos. Los espíritus parecían
tranquilos. Talamasca había resuelto parte de sus misterios. Los
vampiros ya no eran demonios. Pero él era un maldito, un proscrito.
Se arrepentía.
—Fue culpa de Amel. No fuiste
tú—susurró tomándolo del rostro—. Rhosh...
—Cállate, Benedict. Te involucré en
un acto atroz. Provoqué que mataras de esa forma terrible. Te he
convertido en un asesino cuando tú... tú...
—Me alimento de asesinos, pero ¿no
es eso matar igualmente?—murmuró bajando sus manos hasta el torso
de su compañero, del hombre y el inmortal que siempre había amado.
Durante algún tiempo habían estado perdidos, pero siempre se
encontraban y siempre se reprochaban las décadas sin sentido.
—Yo te amo y te he puesto en
peligro—respondió abarcándolo entre sus largos y fuertes brazos.
Lo estrechó con firmeza, besó su frente y sus mejillas, y luego lo
miró a los ojos. Esos ojos tan amables, tan vivos... tan de
Benedict.
—No me importaría correr miles de
peligros si es a tu lado. Yo no sabría vivir sin ti—respondió
aferrándose a la solapa de aquel gabán—. No hay nada que ame más
que el sonido de tu voz, que el aroma que desprende tu cuerpo y que
esos besos indecentes que me ofreces cargados de tu deliciosa sangre.
No hay nada que me importe más que tus consejos y tus palabras
suaves, las cuales son las mejores caricias para mi atormentada alma.
Dejé atrás a Dios para seguirte a ti. Olvidé mi promesa y mi amor,
pues no había nada que pudiese compararse con tus ojos claros
clavados en los míos—decía aquello abriendo el abrigo, para luego
palpar el jersey de rombos y cuello de pico que había bajo éste. Un
jersey grueso, aunque para nada áspero. Sus largos dedos bajaron
hasta el borde de éste y se deshicieron del cinturón de cuero que
llevaba entorno al pantalón. La prenda, como por arte de magia, cayó
al suelo rozando las impecables botas que llevaba Rhoshmandes.
Rhosh atrapó la boca de su criatura e
introdujo un pequeño hilo de sangre, el cual fue tomado de buena
gana mientras sus mejillas ardían. Con cuidado se deshizo de las
prendas que aún quedaban en su cuerpo, para luego hacerlo con las de
su pupilo. Ambos quedaron desnudos frente a la gigantesca ventana que
mostraba la enorme ciudad de Nueva York.
Aquellas dos figuras en mitad de la
oscuridad, ligeramente iluminadas por el brillo furtivo de los demás
edificios, se mezclaban y se fundían en caricias y besos tan
intensos como necesarios. Eran dos asesinos despiadados, los
causantes de una gran tragedia, pero también víctimas inocentes de
un momento terrible en la historia de la «Tribu».
—Quédate por siempre a mi
lado—murmuró entre lágrimas. Volvía a llorar como el hermoso
muchacho de corazón humano que siempre fue. Tembló como una hoja
mientras rodeaba a su creador por el cuello, apoyando sus brazos
sobre sus hombros fuertes y de músculos marcados.
Aquel comerciante que fue secuestrado
por Akasha, el hombre que fue elegido para ser parte de la corte, y
que decidió huir porque odiaba el plan de la que se creía una diosa
entre los hombres, ese que fue elegido por muchos como un sabio y que
amaba a su modo a Magnus por su inteligencia... Rhoshmandes... volvía
a estar prendado de esas trágicas lágrimas, de esos riachuelos
sanguinolentos, que siempre había detestado y que a su vez
necesitaba ver en Benedict.
—No te librarás de mí—susurró.
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