Lestat de Lioncourt
Todavía intento hacerme a la idea de
éste nuevo mundo. Estoy aprendiendo a los juicios precipitados de la
muerte, las luces de neón iluminando la noche hasta convertirla en
una prolongación del día, y el aroma del pecado en cada esquina. La
Sangre nos volvió locos y nos enterró en una demencia cruel de
fuegos, gritos y lágrimas. Todo lo construido, en silencio, a
espaldas del hombre moderno se quedó reducido a humo. Nuestra
soledad no lo era tal y la verdad ha sido procesada en tubos de
ensayos en un laboratorio clandestino.
Han pasado tantos siglos. Tantos que
veo a los jóvenes vampiros como niños desnudos, los cuales
corretean por la senda del mal balbuceando incoherencias y estúpidas
creencias que ya han sido desmontadas. Las almas, esas que sólo
aparecían en murmullos lejanos, ahora poseen poderes tan
antinaturales como los nuestros. Esos espíritus, de fallecidos o de
otra realidad, se pasean por el mundo con naturalidad mortal. Ellos
incluso tienen un corazón, tan falso como sus rostros, que bombea
una sangre inexistente.
La humanidad está al servicio del
misterio, completamente esclava. Los mortales con poderes metales
superiores acaban como trabajadores, de archivos precisos e
impecables, de una Orden fundada por uno de los nuestros y dos seres
sin cuerpo real. No debería extrañarme. Igual que no me extraña
que la mayoría de humanos crean que la radio del joven vampiro
Benjamín, un ser con rasgos inocentes pero que pasan por los de un
adulto, es tan sólo un espectáculo lleno de arte, pero carente de
verdades. Ilusos. Jugamos frente a ello a cazar a los villanos, igual
que los héroes de sus comic, bebiendo el pecado original.
Subido aquí, en lo más alto de éste
rascacielos de Tokyo, puedo juzgar a la ciudad que yace seducida al
capitalismo más puro y estúpidos rituales, como también a
pensamientos de miedo difundido entre ellos como si fuésemos
bestias. No hay peor bestia que ellos, pero eso es algo que jamás
comprenderán. Ves una ciudad, una sociedad, y las ves todas. Aunque
tengan matices, y diversas diferencias, en el fondo no dejan de ser
una colmena siendo explotadas por el poder desmedido de gobiernos
interesados en las monedas de plástico, como sus risas hirientes,
que en el bien de sus ciudadanos. El mundo moderno es igual de
terrible que aquel en el cual los reinantes se creían dioses.
Alguien allí abajo ahogará sus penas
en alcohol, otro golpeará a su pareja hasta que los recuerdos
felices se conviertan en una tumba llena de flores, una madre matará
a sus hijos por venganza hacia su esposo, hay quienes robarán en una
pequeña tienda matando a los dependientes y todo eso sucederá sin
la necesidad de unos colmillos. Los desprecio a todos, pues todos
tienen la maldad en su corazón. No hay ni un ser humano bueno en
éste mundo. Y yo, la verdad, me dejo llevar por mi instinto. ¿Por
qué debería hacer caso a un supuesto líder?
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