Lestat de Lioncourt
Las luces de la ciudad parecían
luciérnagas. El mundo entero estaba sumido en una calma extraña. En
medio de aquel departamento, subido en el último piso del
rascacielos, poseía una vista inimaginable de aquella enigmática
ciudad. Cada calle tenía un sonido distinto, pero idéntico al de
cualquier otra en cualquier otro lugar del mundo. Las farolas
iluminaban algunas zonas oscuras, pero eran sobre todo los luminosos
los que impactaban a los viandantes y los animaban a consumir. Las
ciudades permanecían despiertas de día y de noche, pero Nueva York
era distinta. Es un mundo completamente distinto. Posee una vida
nocturna muy atractiva, al igual que otras como Las Vegas, París o
Madrid. Sin embargo, era Nueva York la ciudad elegida para situarme
en el mapa, volver a ser quien era y lamer mis heridas.
Pero, ¿quién soy yo? ¿Qué soy yo?
¿Hay algo más en mi vida que permanecer atado a la eternidad
matando cada noche? Si miro mis manos las veo níveas, casi
infantiles, pero son las de un asesino. Mis labios han probado
numerosos cuellos, mi nariz ha olfateado demasiados perfumes y mis
brazos han acogido a miles de almas perdidas. Ahora vivo en una
colmena donde hay miles de zánganos. Escucho el zumbar de sus
corazones muy cerca de mí. Es tentador. La sangre bombeando en sus
corazones, viajando por cada una de sus venas, me atrae como las
moscas a la luz.
La música del piano no cesa, pero
tampoco la del violín. Es como si fuese una pequeña caja de música
que se destapa a ciertas horas de la noche. A veces huyo de ellos, me
distraigo en soledad, y decido ser un asesino cruel e incontrolable.
Pero también soy el joven con modales distinguidos que se deleita de
la ópera, aplaude en una obra de ballet o sueña en el cine con las
estrellas que impactan contra la gigantesca pantalla con sus
historias llenas de drama, comedia y fantasía.
Soy un monstruo moderno. Uno de esos
vampiros que han vivido demasiado en poco tiempo. Ya son más de
cinco siglos, pero sigo pareciendo un adolescente. Mi boca carnosa,
mis rasgos sensuales y la estrecha espalda que poseo me hace ser
atractivo a ojos de cualquier condenado. Parezco un ángel. Si entro
en una iglesia muchos me beatificarían por mi belleza y consagrarían
sus oraciones a mis pecados. Ilusos.
Ayer maté. Abrí el pecho de un
muchacho, enterré mis manos en su pecho y saqué su corazón. Bebí
de él. Lo disfruté. Me encantó. Gocé. Fue fantástico tener la
sangre manchando mi boca y corriendo por mis venas. Pero no dejé de
estar vacío. Un vacío que pocas veces logro llenar con el amor de
los compañeros que viven conmigo, pero la soledad permanece. No sé
huir de ella. Quiero hacerlo, necesito hacerlo.
Sólo me queda la esperanza de los
nuevos tiempos... y esas hermosas luces tintineando en el horizonte.
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