Una feminidad que puede destrozarte si la molestas.
Lestat de Lioncourt
Es difícil aceptarte frente al espejo
cuando posees cicatrices tan profundas. No son cicatrices que otros
puedan contemplar y palpar. Son las cicatrices que únicamente tú,
al echar un vistazo a tu reflejo, observas con facilidad. Puedes
sentir como se abren y aparecen sobre tu torso, en tu vientre,
manchando tu cintura o arañando tus piernas. Son las heridas del
alma. Un alma vieja, cansada y harta de soportar las mismas
acusaciones de una sociedad que aparentemente cambia, pero sólo muda
la piel.
Nací hace miles de años. Ya
desconozco la fecha exacta, aunque creo que jamás la supe con
certeza. El mundo se burló de mí nada más se recogido por los
brazos de mi madre, la cual me vio como un monstruo y un castigo
divino. Me convertí rápido en un objeto animado que todo el mundo
temía, odiaba o sentía indiferencia. Aún no sé como llegué a los
quince años.
Sentí los grilletes muy pronto, así
como la arena bajo mis sandalias. La rabia, el dolor, el miedo a
morir y a vivir me hacían ser formidable. Sin embargo, nadie se
compadecía de mí. Era fruto de deseos prohibidos. Llegué a ser la
puta favorita de muchos hombres y me marcaron como si fuese ganado.
El reflejo en el cubo de agua, donde lavaba mi cuerpo maltratado,
veía a la mujer que yo era, aunque para el resto era una quimera.
Siempre me he sentido un monstruo, un
ser a medio hacer, pero luego lo contemplo a él observándome con
una suave sonrisa en sus labios. Me mira con cariño y cortesía, sin
desprecio o deseos deshonestos. Él me mira como miraría un hombre a
su mujer, no a una víctima perfecta para retorcer entre sus manos.
Arion, mi hacedor, me dio la vida eterna mientras me susurraba que yo
podía ser lo que quisiera.
Por eso hoy no soy ni hombre ni mujer.
Para él soy una dama, una mujer llena de pasión y sensualidad. Pero
para los negocios, esos donde debo de ser un auténtico monstruo, he
decidido tomar la pose varonil. Aún hoy las mujeres son
despreciadas, o ninguneadas, por un amplio sector de hombres y
mujeres. El mundo está cambiando lentamente, pero todavía sólo
muda la piel. Hay mucho odio hacia las personas que son como yo,
hacia las mujeres y también hacia los hombres. Idealizamos los
géneros inculcando valores pésimos y lastres para el alma.
Deberíamos ser quienes deseáramos, hacer aquello que no está
destinado a un género sino a una virtud o un sentimiento. Todavía
los hombres se consideran menos hombres por llorar y las mujeres
menos mujeres por poseer carácter. Los valores tradicionales no
valen, pero tampoco los modernos. Carecemos de auténtica igualdad o
equilibrio.
Ahora me encuentro desnuda frente al
espejo. Mis pequeños pechos tienen duros sus pezones cafés, tan
minúsculos como atractivos para él, y mis suaves caderas, esas que
muchas veces acentúo gracias a las estrechas faldas, se muestran
acogedoras. Tengo piernas largas, fuertes y torneadas. Mi vientre en
plano y poseo un ombligo casi perfecto. Los brazos, esos que se
usaron para levantar escudos y lanzas, están bien formados. Y entre
mis piernas ese fatídico monstruo, ese miembro a medio hacer y esa
vagina sin sentido. Hermafrodita.
Hoy puedo mirarme a la cara, pero es
porque esa herida, aunque esté ahí, va cicatrizando mientras mi
corazón se endurece con el resto del mundo. Pero no con él. Con
Arion no puedo tener corazón de piedra. Él no se merece ser odiado
u olvidado. Él se merece que yo me libere del dolor que todavía
cargo. Pobre de aquel que se burle de mi desgracia, pues encontrará
la muerte. Seré la quimera que arranque sus corazones con mis garras
y los convierta en símbolo de mis lágrimas frustradas. La misma que
regresará al nido de sus brazos, pedirá que la rodeen como una niña
perdida y la besen como un tesoro perdido en el tiempo.
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