—A veces dudo que me
quieras—murmuró cerrando el libro.
Había estado inmóvil
toda la tarde, en una postura lánguida y decadente. Parecía un
monstruo maravilloso de labios apetecibles, mirada triste y pose
seductora. Quería desnudar su cuerpo y alimentar su alma con las
palabras más viles, pero me contuve. Sólo lo observé.
—¿Por qué?—pregunté
sin sorpresa.
Muchas veces lanzaba
acusaciones y esa ocasión no iba a ser la última. Aún a día de
hoy lo hace. Es intolerable por su parte que pretenda averiguar todo
lo que ocurre por su privilegiada mente de víctima indefensa, aunque
en realidad la víctima sea yo frente a él.
—No tengo porqué
decírtelo—respondió levantando nuevamente su libro, abriéndolo
por una página que no era ni la correcta e intentando ignorar mis
palabras.
—Asombroso, simplemente
asombroso—dije recostándome mejor en el sillón de orejas. Me
hallaba de lado, con las piernas sobre uno de los brazos y
disfrutando del respaldo dejando caer mi lado izquierdo.
—¿Por qué dices
eso?—murmuró en un tono de reproche contenido.
—Te lamentas, pero nunca
me das una respuesta clara y directa—sonreía. Me divertía
muchísimo ver esa expresión afligida en su rostro. Sólo me hacía
esos trucos sucios cuando deseaba llamar mi atención.
—Sí, lo he hecho.
—No—negué suavemente
con la cabeza.
—Deberías
saberlo—indicó arrojándome el libro, el cual esquivé con gran
facilidad.
El pobre ejemplar cayó
cerca de la chimenea, pero por fortuna no fue consumido por las
llamas. Me miró indignado, muerto de rabia, mientras yo jugueteaba
con los largos mechones rubios de mi frondosa cabellera.
—No puedo leer tu
privilegiada mente, Louis—susurré.
—Pero sí puedes saber
mis necesidades...—dijo a punto de romper a llorar—. Prestas más
atención a tus admiradoras que a mí.
Ese lloriqueo siempre me
rompía el alma. Sigue haciéndolo. Es una estrategia muy efectiva.
No sé ni porqué logra tanto con tan poco. Por eso mismo, y no por
otras cuestiones, me incorporé y fui hacia él para besarlo de forma
apasionada.
—Vuelve a llorar, Louis,
y tiraré ese libro tuyo al fuego. ¿Me oyes?—dije.
De inmediato me salí de
la habitación, pero él me siguió. La noche era fresca y fragante
en Nueva Orleans. El otoño de 1994 se aproximaba. Era una noche
perfecta para salir y observar al idiota de siempre aferrado a mi
brazo.
Lestat de Lioncourt
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