«Verdad y mentira, malicia y bondad,
caminando por una cuerda ¿quién se caerá? Vendrás tú, como un
príncipe oscuro, con la luz en los ojos y la mentira en los labios.
Mancharás mi alma, con la sangre de otro, y me dirás que me amas
acariciándome con codicia. Tú, príncipe de los mendigos, has
venido a ser de nuevo el marqués que París no aguarda. Caminas
entre los vivos, pero tu corazón ya no late como el mío. Afronta la
verdad, maldito demonio, y compadecerte de las lágrimas de tu amante
roto. Mírame, sin orgullo y sin lujos, y susurrarme con encanto las
mentiras que promulgas. Dios, la virgen, los santos, los ángeles y
el demonio bailan en una danza cruel y macabra. Yo no iré a la
tumba, pero tú tampoco. Me has seducido, engendro del mal, y ahora
caeré contigo. Caernos los dos a las tinieblas, de donde salieron
los murciélagos que rompen tu alma y secuestran la mía. La cordura
ya no existe. La verdad está muriendo. Bienvenido a la ciudad del
amor, la tragedia, el sexo, la sangre, rituales en catacumbas, huesos
que hablan y fuego que no cesa. Búscame, amor mío, y dime que me
quieres aunque me detestas del mismo modo que yo te detesto. Juguemos
a comer y beber en platos y vasos vacíos, bailemos entre los hombres
y luchemos uno contra el otro. Te reto.»
Sostenía aquel papel como si fuese un
trozo de su alma. Lo contemplé con dolor. Me quedé sin aliento unos
segundos y después miré a Armand. Él parecía sereno. Reconocía
la letra, por supuesto, y también esa forma de escribir tan
enrevesada como hermosa. Era un demonio, sin lugar a dudas, al igual
que él y yo. Nicolas, mi Nicolas. Mi amante, al que realmente quise
y odié al mismo tiempo, yacía en la tinta derramada en aquel viejo
papel amarillento.
—Estaba entre sus cosas—aclaró
mirándome con recelo.
—¡Tenías ésto y no me lo
diste!—grité furioso—. ¡A santo de qué me lo das ahora!
—Porque él lo sabe. Él lo sabe
todo—contestó.
“Él”... Amel. Sí, seguro que lo
sabía. No me lo había dicho ¿tal vez porque pensaba que no me
afectaría? Quizás porque sabía que sería una nueva disputa.
Entonces escuché como suspiraba, para luego echarse a llorar.
—Si te hubiese dicho que existía
esas notas, como otras muchas, discutirían. No quiero más guerras.
Deseo paz—murmuró esa voz, la del espíritu que se hallaba a mi
lado día tras día.
No dije nada. Sólo tomé el papel y lo
guardé en mi chaqueta.
Lestat de Lioncourt
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