Lestat de Lioncourt
Hace demasiado tiempo que ocurrió,
pero para mí parece un suspiro. Es como cuando te dicen que no va a
doler un pinchazo, pero la señal dura algunos días. Sin embargo, es
un momento y nada más. Pero ahí queda la huella innegable, te dice
que ha sucedido y todavía te marca con cierto dolor amargo las
últimas palabras que te dijeron antes de aplicarte el antídoto.
Conozco bien esa sensación.
Cuando era joven solía ser demasiado
rebelde. Todos hemos tenido etapas donde nos hemos intentado
descubrir, aunque fuese poniendo en peligro nuestra seguridad o
nuestra alma. Muchos habríamos deseado vender un pedazo de ésta, o
el continente entero, a cambio de la juventud eterna, esa que se va
perdiendo y dilapidando con el tiempo. No siempre vamos a ser
jóvenes, fuertes, con una actitud casi chulesca y una sonrisa de
aventurero innegable. Los cuerpos cambian, las almas también. Nos
volvemos monótonos y nos lamemos las viejas heridas como si fueran
recientes. Nos calmamos. Terminamos alejándonos de lo que nos
apasionaba. Pero yo seguía amando el peligro.
Como decía, cuando era joven solía
ser rebelde, impulsivo, alocado y todos los términos que puedan
imaginar para un hombre de algo más de veinte años, con un espíritu
inquebrantable, dispuesto a probar todo y conocer de primera mano el
mundo que le rodeaba. Era un iluso. Reconozco que todos somos ilusos
y lo somos hasta que nos llega la muerte. Tenemos una ilusión,
sueños que deseamos cumplir y metas que hay que alcanzar.
He visto muchas pérdidas. Conozco que
es llorar sobre la tumba de mis seres amados, e incluso sé lo que es
llorar sobre mi propia tumba. Me he arrodillado ante el nombre de mis
viejos amantes, he besado las flores que olvidaba tras mis pasos y he
honrado su memoria no olvidándolos. Viejos amigos, compañeros de
noches en vela y conversaciones exhaustivas sobre miles de problemas,
han quedado sepultados bajo metros de tierra. Reconozco a alguien que
es leal cuando lo veo, pues puedo ver en sus ojos el alma que yace en
ellos. Mi mejor amigo murió hace más de una década, lo he buscado
como espíritu en todos los rincones de la ciudad de Nueva Orleans.
Ha sido un fracaso. Me gustaría haberme despedido como se merecía.
Igual he perdido a viejos amantes, la pérdida más señalada ha sido
Merrick.
Ahora me encuentro con una nueva herida
y frente a una nueva tumba, con tres nombres en vez de uno solo. Hay
un hermoso epitafio que entre todos los inmortales, aquellos que los
conocían y respetaban, han decidido añadir como últimas palabras
de agradecimiento. Puedo sentir el dolor de cientos de almas al
unísono, de vampiros jóvenes que no conocían la historia de
primera mano y de aquellos que fallecieron, que están entre nosotros
como seres sin cuerpo, que se compadecen del final de una era, la
cual se acabó junto a ellos.
La mujer que más amo y admiro en éstos
momentos no es un ser milenario, sino una joven vampiro. Tiene
aproximadamente los mismos años en La Sangre, pero mi alma es algo
más vieja y más sabia. Mi cuerpo contiene un alma de más de
setenta décadas, la cual se siente vigorosa con el último bocado de
la noche. Ella me observa minuciosamente, toma mi mano y la aprieta
intentando soportar el dolor. Deseo que deje de llorar, aunque no hay
lágrimas en su rostro. Es fuerte, sabe que una imagen vale más que
mil palabras y nosotros somos la imagen de la raíz, de una raíz
nueva, que germinará con fuerza el tallo de una nueva era.
Dolor... sí... Aún siento el dolor.
¿Me acostumbraré? Sí, lo haré. ¿Lo olvidaré? Nunca.
Respeto y paz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario