Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

viernes, 21 de agosto de 2015

Nuestra conversación

—¿Cuánto tiempo llevamos juntos?

Me sobresaltó su voz. Llevaba días sin su cordial visita. Me encontraba frente a una vitrina donde conservaba algunos documentos, casi tan viejos como mi historia, donde Nicolas redactaba una carta a mi abogado sobre la salud y el destino de mi madre. Llegaron antes que la dichosa carta. Si la conservo es para recordarme que hice bien en salvarla, pero mal en condenarlo.

—Casi dos años—respondí sin pensarlo.

Desde el 2013 éramos uno. Ya habíamos sido compañeros de viaje desde el principio, pero ahora podía escucharlo y él me podía contestar como deseaba. Teníamos «nuestra conversación» que no tenía fin, aunque tampoco recuerdo su inicio.

—El tiempo pasa rápido—dijo tras unas sonoras carcajadas.

—Cuando te diviertes y tienes buena compañía, pasa rápido—dije.

Me aparté de la vitrina, para caminar por la sala. Había un viejo yelmo sobre un elegante mueble de nogal. Al lado de éste, como no, un pequeño escudo familiar con un diminuto león con las zarpas levantadas y la boca muy fiera. Era mi escudo familiar. Un león y una rosa, una rosa hermosa que parecía sobrevivir ante la fiereza de la bestia. Amaba ese escudo, aunque durante siglos lo olvidé.

—Es terrible la soledad—murmuró.

—Horrible—asentí.

—¿Por qué huías entonces? ¿Por qué? Dime, Príncipe—esas preguntas eran hechas por un ente viejo, casi tan viejo como el mundo, pero las formulaba con la inocencia de un chiquillo. Él conocía bien la soledad, pero cada uno la siente de una forma distinta.

—De la soledad no se escapa—susurré cerrando los ojos, dejando que mis pies se movieran solos por la habitación que ya tenía memorizada. Ah, podía ver los viejos libros de poesía francesa, los clásicos griegos, la hermosa colección de novela épica y los sendos volúmenes de historia de Francia—. Cargo con ella incluso cuando estoy rodeado de miles de personas. Subido a aquel escenario, cuando era sólo un muchacho, me sentía solo aunque el público me contemplaba. En casa, rodeado de mi familia, estaba solo—dije apoyándome en una de las estanterías, abriendo los ojos para contemplar el grueso tomo de una obra clásica española «La Celestina»—. Ni siquiera en los brazos de mi madre he sentido que la fría mano de la soledad, esa terrible compañía, dejara de acariciar mi corazón.

—Hubo una época...—empezó a decir, enviándome imágenes de aquella ciudad sureña de Estados Unidos, de mi querida América del Norte.

—¡Oh! Sí... —exclamé.

—¿La recuerdas?

Sabía que se trataba de ella y de él, de esa época. Claro que recordaba a Claudia, tan llena de maldad como de belleza, así como la filosofía del golpe de pecho de Louis.

—Sus brazos rodeándome el cuello, su rostro tierno pegado al mío y las esmeraldas de Louis clavadas en nuestra figura. Caminábamos por la ciudad con la elegancia de otra época, nuestra época, entre los numerosos viajeros y desesperanzados ciudadanos de aquella ciudad...

—Huyes de Nueva Orleans... —murmuró muy bajo, casi inaudible.

—No—respondí seco.

—Sí, es un símbolo—respondió.

—De mi fracaso, de mi dolor, de mi amor, de mi miseria y también de esos años que tanto gocé de la vida sobrenatural que me regalaron sin yo pretenderlo—añadí dirigiéndome a la ventana, para ver los campos cargados de uvas. La viña estaba repleta y estaba empezando a ser recolectada desde hacía algunos días.

—Un buen regalo—susurró.

—Un truco siniestro que me hizo sentir condenado—en mis labios se formuló una sonrisa, mientras mi reflejo era contemplado por ambos. El cristal mostraba mi elegante y atractiva silueta. Seguía siendo ese joven rebelde, impulsivo, necesitado y soñador. Pero tenía demasiadas obligaciones y un poder inconmensurable.

—Ya no lo crees—me recordó que ya no estaba condenado. Ninguno lo estábamos. No estábamos muertos, sólo éramos otra cosa distinta, aunque igual, a un ser humano.

—No—respondí.

—¿Y en Auvernia? Aquí has sido infeliz—afirmó.

—Aquí se forjó mi leyenda, ¿entiendes?—dije apartándome de la ventana, para sentarme en el borde de la mesa del escritorio.

—Lo necesitas—habló con rotundidad.

—¿A Nicolas? No.

—No a ese fantasma, sino a él—dijo llevándome otra imagen.

Era Louis. Louis caminando entre la gente. Podía ver la hermosa vista de París a su alrededor. Oh, París. París de nuestro amor y miseria. Allí él fue infeliz y yo también, pero era también la ciudad del amor, de los reencuentros, de la fortuna, de la moda, de la música...

—A él...—se escapó de mis labios una pequeña risilla.

—Está en París, caminando entre la muchedumbre, recordando a Claudia. ¿Por qué no vas a buscarlo?—eso no era una invitación, sino un ruego. Él tenía tantas ganas de ver a Louis como yo.

—No—dije cruzándome de brazos—. Que venga él, si así lo desea.

—Siempre viene él—me recordó—.Ve tú.

—No—dije.

—Está bien, no vayas—susurró decepcionado.

—Iré, Amel. Iré...


Se echó a reír. Sabía que había ganado y yo perdido. Pero, ¿cómo iba a resistirme a encontrarme con Louis? Mi Louis...

Lestat de Lioncourt  

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Lestat de Lioncourt