—¿Cuánto tiempo llevamos juntos?
Me sobresaltó su voz. Llevaba días
sin su cordial visita. Me encontraba frente a una vitrina donde
conservaba algunos documentos, casi tan viejos como mi historia,
donde Nicolas redactaba una carta a mi abogado sobre la salud y el
destino de mi madre. Llegaron antes que la dichosa carta. Si la
conservo es para recordarme que hice bien en salvarla, pero mal en
condenarlo.
—Casi dos años—respondí sin
pensarlo.
Desde el 2013 éramos uno. Ya habíamos
sido compañeros de viaje desde el principio, pero ahora podía
escucharlo y él me podía contestar como deseaba. Teníamos «nuestra
conversación» que no tenía fin, aunque tampoco recuerdo su inicio.
—El tiempo pasa rápido—dijo tras
unas sonoras carcajadas.
—Cuando te diviertes y tienes buena
compañía, pasa rápido—dije.
Me aparté de la vitrina, para caminar
por la sala. Había un viejo yelmo sobre un elegante mueble de nogal.
Al lado de éste, como no, un pequeño escudo familiar con un
diminuto león con las zarpas levantadas y la boca muy fiera. Era mi
escudo familiar. Un león y una rosa, una rosa hermosa que parecía
sobrevivir ante la fiereza de la bestia. Amaba ese escudo, aunque
durante siglos lo olvidé.
—Es terrible la soledad—murmuró.
—Horrible—asentí.
—¿Por qué huías entonces? ¿Por
qué? Dime, Príncipe—esas preguntas eran hechas por un ente viejo,
casi tan viejo como el mundo, pero las formulaba con la inocencia de
un chiquillo. Él conocía bien la soledad, pero cada uno la siente
de una forma distinta.
—De la soledad no se escapa—susurré
cerrando los ojos, dejando que mis pies se movieran solos por la
habitación que ya tenía memorizada. Ah, podía ver los viejos
libros de poesía francesa, los clásicos griegos, la hermosa
colección de novela épica y los sendos volúmenes de historia de
Francia—. Cargo con ella incluso cuando estoy rodeado de miles de
personas. Subido a aquel escenario, cuando era sólo un muchacho, me
sentía solo aunque el público me contemplaba. En casa, rodeado de
mi familia, estaba solo—dije apoyándome en una de las estanterías,
abriendo los ojos para contemplar el grueso tomo de una obra clásica
española «La Celestina»—. Ni siquiera en los brazos de mi madre
he sentido que la fría mano de la soledad, esa terrible compañía,
dejara de acariciar mi corazón.
—Hubo una época...—empezó a
decir, enviándome imágenes de aquella ciudad sureña de Estados
Unidos, de mi querida América del Norte.
—¡Oh! Sí... —exclamé.
—¿La recuerdas?
Sabía que se trataba de ella y de él,
de esa época. Claro que recordaba a Claudia, tan llena de maldad
como de belleza, así como la filosofía del golpe de pecho de Louis.
—Sus brazos rodeándome el cuello, su
rostro tierno pegado al mío y las esmeraldas de Louis clavadas en
nuestra figura. Caminábamos por la ciudad con la elegancia de otra
época, nuestra época, entre los numerosos viajeros y
desesperanzados ciudadanos de aquella ciudad...
—Huyes de Nueva Orleans... —murmuró
muy bajo, casi inaudible.
—No—respondí seco.
—Sí, es un símbolo—respondió.
—De mi fracaso, de mi dolor, de mi
amor, de mi miseria y también de esos años que tanto gocé de la
vida sobrenatural que me regalaron sin yo pretenderlo—añadí
dirigiéndome a la ventana, para ver los campos cargados de uvas. La
viña estaba repleta y estaba empezando a ser recolectada desde hacía
algunos días.
—Un buen regalo—susurró.
—Un truco siniestro que me hizo
sentir condenado—en mis labios se formuló una sonrisa, mientras mi
reflejo era contemplado por ambos. El cristal mostraba mi elegante y
atractiva silueta. Seguía siendo ese joven rebelde, impulsivo,
necesitado y soñador. Pero tenía demasiadas obligaciones y un poder
inconmensurable.
—Ya no lo crees—me recordó que ya
no estaba condenado. Ninguno lo estábamos. No estábamos muertos,
sólo éramos otra cosa distinta, aunque igual, a un ser humano.
—No—respondí.
—¿Y en Auvernia? Aquí has sido
infeliz—afirmó.
—Aquí se forjó mi leyenda,
¿entiendes?—dije apartándome de la ventana, para sentarme en el
borde de la mesa del escritorio.
—Lo necesitas—habló con
rotundidad.
—¿A Nicolas? No.
—No a ese fantasma, sino a él—dijo
llevándome otra imagen.
Era Louis. Louis caminando entre la
gente. Podía ver la hermosa vista de París a su alrededor. Oh,
París. París de nuestro amor y miseria. Allí él fue infeliz y yo
también, pero era también la ciudad del amor, de los reencuentros,
de la fortuna, de la moda, de la música...
—A él...—se escapó de mis labios
una pequeña risilla.
—Está en París, caminando entre la
muchedumbre, recordando a Claudia. ¿Por qué no vas a buscarlo?—eso
no era una invitación, sino un ruego. Él tenía tantas ganas de ver
a Louis como yo.
—No—dije cruzándome de brazos—.
Que venga él, si así lo desea.
—Siempre viene él—me recordó—.Ve
tú.
—No—dije.
—Está bien, no vayas—susurró
decepcionado.
—Iré, Amel. Iré...
Se echó a reír. Sabía que había
ganado y yo perdido. Pero, ¿cómo iba a resistirme a encontrarme con
Louis? Mi Louis...
Lestat de Lioncourt
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