—¿Alguna vez pensaste que triunfaría
de éste modo?—dije caminando hacia ella.
Se encontraba allí, en la puerta de mi
castillo, con las mejillas sonrosadas por su último trago. Tenía el
cabello suelto, pero la trenza le había marcado aún más las ondas
de su pelo. Rubia y salvaje. Parecía un ángel que había caído del
cielo y deseaba ver al demonio más soberbio de todos.
—No, aunque siempre pensé que
llegarías a ser alguien—contestó tomándome de las manos.
¡Ah! Estaba tibia. Yo todavía no
había salido a cazar. Ya no era el muchacho que se montaba a caballo
y cruzaba el bosque. Ahora soy una bestia que siempre goza de la
sangre. Me encanta la muerte, pues es muy cercana a mí y a mis
víctimas, pero sólo cuando yo la concedo... ya que de otro modo me
repugna.
—¿Realmente lo creías cuando me lo
dijiste aquella vez?—pregunté a media voz acariciando el dorso de
sus manos con las yemas de mis pulgares.
—Lestat, jamás he dicho algo que no
piense o sienta—respondió.
—¿Crees entonces que nadie me ama
salvo tú?—dije.
—Nadie te amará como yo,
hijo—repitió de nuevo esas palabras, aunque no sé si fueron
exactas a las de aquella noche en la cual nos reunimos por sorpresa.
Ella me buscaba, pero yo no. Por primera vez yo no la esperaba. Ella
vino a mí, como siempre, y yo acepté sus reprimendas como un niño.
Admito que todavía siento el roce violento de su mano en mi mejilla,
pues revivo ese instante como un momento revolucionario para mí.
Ella me agitó—.Soy tu madre—esa simple frase me hizo reír bajo,
muy bajo, y ella no dudó en sonreír por unos segundos—. Puede que
tú seas mi creador, pero yo soy tu madre y ese instinto jamás se
borrará con el paso del tiempo. Hay un vínculo profundo que no
puede ser destruido.
—Pero... mis amigos... mis
seguidores...—aparté mis manos de las suyas, pero ella me tomó
del rostro.
—Muchos te aman, otros te idolatran y
hay quienes te temen—dijo colocándose de puntillas, mientras yo me
inclinaba. Me besó en la frente. Hacía siglos que no me besaba de
ese modo. Creo que sólo lo hizo en un par de ocasiones cuando era
sólo un niño.
—Son una legión... minúscula, pero
legión.
—Una legión de almas buscando un
Mesías al que seguir—esa frase me recordó a Memnoch.
El demonio, Dios, el Cielo, el
Infierno, el Edén, la verdad y la mentira. Todavía podía sentir
las almas rodeándome, jalando de mis ropas, escuchando los salmos y
las lágrimas de tantos. ¡Perdidos en otro mundo! ¡Una puerta a un
mundo desconocido! No era el Infierno, no era el Diablo, no era el
Cielo, no era Jesús. Todo era un teatro de almas buscando ¿qué? A
mí.
—Mesías...—murmuré.
—Sí—afirmó, apartándose.
—Jesús se sacrificó por su
pueblo—dije llevando mi brazos a la espalda—. Él murió
crucificado a manos de su pueblo.
—Tú ya has sido crucificado,
hijo—dijo clavando sus ojos grises en los míos—. Ahora debes
llevar una pesada carga, una terrible responsabilidad, que nos
vinculará por siempre. Tú eres la fuente, el inicio y el fin, y
nuestro destino está en tus manos.
—Louis, me dijo...—intenté decir,
pero no sirvió para nada.
—Olvídate de ese mártir por un
momento, por favor—musitó ligeramente molesta—. Sólo deseo que
escuches tu corazón y me digas si eres feliz.
—Jamás lo soy del todo—contesté
con la verdad y nada más que la verdad—. Siempre busco algo que me
aporte algo más que el simple hecho de estar vivo.
—Como todos—dijo encogiéndose de
hombros.
—Madre...—me acerqué a ella,
quedando a su espalda, mientras acariciaba sus hombros estrechándolos
con cariño.
—Adelante, dilo—murmuró tras una
pequeña risotada.
—Deja que te cepille el cabello como
cuando era un niño—dije apoyando mi mentón en su hombro derecho—.
Te amo, madre—confesé, como siempre lo he hecho. Jamás he negado
que la admiro, la amo y la temo por partes iguales.
Lestat de Lioncourt
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