Lestat de Lioncourt
La vida puede ser un desafío terrible.
Recuerdo cuando era muy joven y sentía la necesidad experimentar
todo lo que me rodeaba. Nunca fui agraciado. Jamás tuve la
posibilidad de atraer a otros más allá de una amistad. Me convertí
en un hombre solitario, aunque mi espíritu no se doblegó. Era feliz
comprendiendo el mundo, estudiando todo lo que podía.
Pronto me percaté que era capaz de
llegar a ser algo más que un simple mortal. Era lo que muchos
conocen como brujos, alquimistas o seres entre la vida y la muerte.
Me comunicaba con espíritus, creía en la naturaleza como una aliada
y me comportaba como un salvaje cuando lograba entrar en lo profundo
de los bosques. Allí, bajo los gigantescos árboles, me comunicaba
con la parte más natural y sincera que conozco de mi espíritu.
Aún así, envejecí. Mi apariencia se
convirtió en algo aún más desagradable. Si bien, los animales no
huían de mí, tampoco lo hacían los entes que siempre me
acompañaron. Por fortuna conocí a un ser mucho más fuerte, hermoso
y longevo de lo que jamás nadie podría haber conocido. Me convertí
en su compañero, en un amigo con el cual conversar cada noche y
sentí la inmensa fortuna de su experiencia. Era un vampiro.
Deseé ser inmortal. Quería vivir para
siempre. Cualquier mortal tiene miedo a la muerte, aunque más bien a
cómo va a morir y las cosas que no logrará hacer. Tuve miedo. Un
miedo terrible. Me hundí en un remolino de desesperación y cometí
un acto terrible. Mi gran amigo, mi buen amigo inmortal, aquel
bebedor de sangre que había conocido los albores de Egipto, Roma y
Grecia. Ese ser que vino de un tiempo remoto y decidió permanecer
anclado en la tierra, aunque no fue su decisión de entrar en el
círculo cerrado de bebedores de vida, de sangre... de almas. Robé
el corazón de mi buen amigo. Secuestré a su discípulo predilecto,
su Benedict. Aquella bondadosa criatura me sirvió para tener la
Sangre que tanto deseaba.
Aquel gesto, tan deshonesto, cambiaría
el mundo de los vampiros. Yo soy el padre inmortal del príncipe de
todos, de Lestat de Lioncourt, que siempre será para mí “Mata
lobos”.
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