Louis es a veces terrible, pero yo también. No tenemos remedio.
Lestat de Lioncourt
—Te vas...—fue lo único que logré
decir tras un largo silencio.
Estaba allí de pie en mitad de la
biblioteca. Pose una pose digna de un dios. Sus largos cabellos
rubios caían sobre sus hombros, rozaban sus mejillas y le daban el
aspecto de un imponente león. Parecía un ser salvaje, aunque todos
sabíamos que era un refinado sibarita que escogía con cuidado todo,
inclusive sus víctimas. Vestía su mejor levita, la roja entallada,
y unos pantalones de vestir negros, muy elegantes, que caían con
gracia sobre sus lustrosas botas. Parecía realmente un príncipe,
pero no dije nada sobre ello.
Durante varios días habíamos
discutido incansablemente. Él parecía agotado. Yo estaba al borde
de un ataque de nervios. Deseaba decirle tantas cosas que era
imposible organizar mis palabras, mi mente, mis necesidades y
sentidos. Quedé de pie, como he dicho, en mitad de la biblioteca
permitiendo que el libro cayera a mis pies. Comencé a llorar de
inmediato, sin poder evitarlo, mientras todo mi cuerpo se agitaba.
—Louis...—hubo un cambio drástico
en su pose seria, casi pensativa, a una intranquila e incluso
desesperada.
Se aproximó a mí y me tomó entre sus
brazos. No le importó que manchara el cuello de su camisa blanca.
Posé mis labios sobre su cuello, cerca de su bocado de adán,
mientras me aferraba a él. Detestaba saber que huía de mí, que se
marchaba de mi lado, y temía que fuese la última vez que nos
viésemos. No quería separarme de él, pero había cometido muchos
fallos. Mis equivocaciones le habían hecho daño.
—Sólo necesito unos días lejos de
aquí, además vives bajo mi techo—dijo acariciando mis cabellos
negros, enredando sus largos dedos en mis ondulas, mientras
prácticamente reía bajo. Era un maldito demonio. Adoraba tenerme
así—. Discúlpame si me río, pero me marchaba porque David
necesita mi ayuda en un asunto. No me iba por nuestras
discusiones—murmuró tranquilizándome—. Te amo. Olvidemos lo que
ha ocurrido.
En ese instante me desperté sobre
saltado. Me hallaba en la biblioteca. Él estaba allí. Me había
quedado dormido llorando. Estaba inclinado sobre mí, arrodillado
cerca del diván donde me había recostado, y antes que pudiese algo,
por simple que fuese, me besó. Ese beso me despertó a una realidad
mucho más amable que mis terribles pesadillas.
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