Lestat de Lioncourt
Por primera vez escuchaba las voces de
fantasmas y espíritus. Jamás había tenido la posibilidad de
encontrarme con uno de ellos. Nunca había podido conversar con seres
tan extraordinarios como temibles. Otros compañeros habían logrado
hacerlo, por eso mismo me sentía tan entusiasmado. David se hallaba
a mi lado, manteniendo una ligera, aunque tensa, sonrisa. Podía
notar en él cierta expectación, aunque también dudas y deseos.
Creo que jamás he visto a un hombre tan apiadado por el sufrimiento
que contemplaba. Aquel ser se lamentaba en un extremo de la vieja
biblioteca de la antiquísima mansión de los Talbot en el norte de
Inglaterra.
—Ocurrió todo tan rápido...—murmuró
abrazado así mismo,
No podía ver bien su rostro, pero
escuchaba con nitidez su voz. Apenas apreciaba su boca, pues la
oscuridad era persistente. Tan sólo estaba encendida la lámpara de
metal del escritorio, la cual iluminaba una serie de documentos
escritos con una rubrica frenética y poco más. La pluma estaba en
el suelo, apenas era apreciable pese al poder de mis ojos vampíricos.
Aquel ser me turbaba, provocando que no pudiese concentrarme en los
detalles.
—Es inquietante encontrarte
aquí—respondió David, apartándome del campo visual de aquel
ente.
Quedé tras los anchos hombros de mi
compañero, el cual me rebasaba en altura por escasos centímetros.
Observé por encima de su hombro derecho la imagen desvirtuada de
aquel delgaducho espectro. Poco a poco tomó mayor fuerza y apareció
ante nosotros como un hombre de unos sesenta años, cabello cano,
ojos verdes oscuros y rostro arrugado. Caminaba algo desgarbado, pero
con una elegancia típica de hombres que han vivido una vida plena y
han adquirido cierta notoriedad en sus círculos.
—Raglan, ¿qué quieres? No permitiré
que hagas trucos sucios—expresó con rotundidad.
Ese nombre me sonaba, pero no eché
cuenta de quién podía ser hasta que aquel espectro volvió a
llorar. Él había sido quien robó el cuerpo de Lestat. Aquel ser
delgado, pálido y lleno de arrugas era quien intentó, por todos los
medios, quedarse con los poderes y privilegios del cuerpo de quien
ahora era nuestro líder.
—Piedad...—murmuró lanzando los
papeles a los pies de David—. Quiero pertenecer a la orden otra
vez, deseo que dejen de perseguirme los otros espíritus y encontrar
la paz. Quiero encontrar la paz...—temblaba horriblemente y se
convirtió en un borrón que acabó desapareciendo.
En los papeles se hablaba de otros
espíritus, menos amistosos que los conocidos, que estaban intentando
atacar para dominar las sombras, esas mismas sombras donde nosotros
nos movíamos, para lograr alcanzar un cuerpo y escuchar al huésped,
o mejor dicho al propietario, lejos de su cárcel de huesos, piel y
carne.
El viejo director de la Talamasca no
dijo nada. Tan sólo recuperó los documentos y los dobló. Habíamos
ido a su vieja biblioteca porque había sido invitado, por el actual
mayordomo, a viajar insistiendo que algo, o alguien, visitaba la
mansión sin levantar sospechas ni hacer sonar alarma alguna.
—Hablaremos con Gremt—susurró.
—¿Cuándo?—hablé al fin.
—Él será nuestro próximo
entrevistado...
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