—¿Dónde estoy?—murmuré sintiendo
un terrible y agudo dolor que se propagaba, como si fuese un horrible
incendio, por todo mi cuerpo.
—En el infierno—respondió una voz
familiar. Una voz menuda, dulce e incluso coqueta con un atisbo de
maldad indudable—. Bueno, aún no has dado con tus huesos en él,
pero ojalá no tardes demasiado.
Sentí su pequeño peso en la cama,
pude notar sus manos frías sobre mi muñeca derecha y como me
miraba. Esos ojos. ¡Unos ojos enormes y azules! Mi niña, mi muñeca,
mi dama, mi hija...
—Claudia...—balbuceé al borde de
las lágrimas. Otra vez ella, como si fuese un demonio convertido en
ángel de la guarda.
—Hola, padre—susurró entre
pequeñas risotadas—. Veo que te acuerdas perfectamente de mí, eso
es agradable.
—¿Eres real?—pregunté en voz
alta.
No era la primera vez, pero en esos
momentos sentía como ella me tomaba de la mano. No me acariciaba,
sino que apretaba con todas sus fuerzas. Hacía presión con sus
pequeños y finos deditos. Era insoportable.
—¿Cuán real es el dolor que
sientes?—dijo inclinándose hacia delante.
Sonreía como una niña traviesa.
Parecía divertirse de mi dolor, de ésta enfermedad terrible que me
tenía delirando día y noche. Había estado soñando con ella, con
Louis, con Armand y el teatro. Incluso había deseado ver a Nicolas
una vez más, aunque fuese en el infierno si daba con mis huesos en
él. Quería huir, pero no podía. Deseaba morir, pero también
vivir. Aquello era insufrible.
—...
—¿No te dijo tu querida, adorada, y
admirada madre que no debes salir sin ropa de abrigo?—preguntó
moviendo con encanto sus pies envueltos en unas botitas de charol. Su
cabello rubio brillaba bajo las luces de la habitación. Luces de
tubo incandescente en un techo pulcro de una habitación que olía a
desinfectante.
—Yo te amaba...—logré articular.
—Ahórrate las hermosas palabras,
Lestat. Ya no creo en tus dichosas mentiras.
Ella se empeñaba en que eran mentiras.
Pero no eran mentiras. Yo la amaba. Siempre la amé. Fue un pecado
convertirla, mentirle durante tantos años para que no sufriera, si
bien no había día ni noche que no sintiera que fue mi perdición,
que la amé más que a mí mismo y tanto como Louis.
—¡No son mentiras!
—¿No? ¿No lo son? No me
amabas—susurró—. El rencor pudrió tu oscuro y ponzoñoso
corazón.
—Creí que hacía lo correcto...
Me sentía mareado y cansado. No
terminaba de vislumbrar la clase de sitio en el que estaba. Deseaba
regresar a casa, ¿pero cuál era mi casa? ¿Adónde podía ir?
—Para recuperarlo a él. ¿Y dónde
está? No te soporta, Lestat. Louis no vendrá. No eres su príncipe
azul. Él te detesta tanto como yo y aguarda el momento para librarse
de ti—aquellas palabras me hicieron llorar.
Deseaba creer en el amor de Louis. Él
me debía amar como yo lo amaba a él. Estaba equivocada. Louis me
buscaría y me encontraría. Salvaría mi alma como yo lo salvé a él
de una muerte terrible, condenándolo a estar a mi lado y a ser mi
eterno filósofo.
—Mentira...
—Ya lo verás... Si sales vivo de
ésta, claro.
Lestat de Lioncourt
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