Las luces de las velas creaban un
ambiente mágico, casi único, el olor a cera se extendía por toda
la capilla. El banco crujió bajo mi peso. Deseaba tumbarme en el
suelo de mármol blanco y negro, extender mis brazos y rezar como no
había hecho en años. Quería hacerlo y terminé por arrojarme a las
baldosas, acariciar el polvo y llorar como un niño. Estaba allí. No
me encontraba ni en el cielo ni en el infierno.
Mis cabellos dorados rozaban mis
mejillas, caían sobre mi frente y rozaban mis hombros desnudos. Me
encontraba sin camisa, tan sólo con aquellos pantalones manchados de
hollín y barro. También estaba descalzo, pero desconocía donde
había dejado mis zapatos. Allí, bajo la implorante mirada de Cristo
crucificado, oraba por mi alma. Imploraba por ser bueno. Quería ser
bueno. Deseaba ser bondadoso y no regresar jamás al lado del
demonio, el cual me aguardaba frotando sus garras e intentando
arrancarme nuevamente parte de mi orgullo, mi honor y mi vida por
entero.
Escuché los vacilantes, pero
elegantes, pasos de Louis por el corredor. Las vidrieras tenían unos
matices maravillosos. Creo que le entusiasmó contemplarlas. Si bien,
mi estado le conmovió como jamás lo había hecho. Estaba allí,
tumbado bocabajo, rezando por todos los demonios de éste mundo. Mi
espalda estaba ligeramente encorvada y él no dudó en acariciarla,
pasando sus dedos lentamente por mis vértebras y costillas, para
luego sentarse a mi lado.
—Ahora eres un mártir—susurró
sentándose a mi lado.
—Estoy condenado por todos mis
pecados. Deseo ser bueno—mascullé sin dejar de llorar.
—Eres bueno siendo malo, tú mismo lo
dices—dijo tras un prolongado suspiro. ¡Ah! ¡Amo que haga eso!
Esos suspiros largos que me hacen sentirme en casa.
—Tú no has visto lo que...
—No, pero no importa. Si quieres
puedo quedarme contigo si te hace sentir más seguro—comentó
deslizando sus largos dedos entre mis cabellos.
—No te apartes de mi lado, Louis.
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