Lestat de Lioncourt
Sentada frente al televisor, con las
luces tenues de la habitación apagadas, me sentía inmersa en un
mundo distinto y cambiante. Podía escuchar en la radio los gemidos
del mundo frío, como el metal, y lleno de guerras que no se
apaciguaban. Los hombres se habían erguido como una raza superior,
desprovistos de corazón salvo si contabilizaban la recaudación de
sus acciones en bolsas. Gobiernos enteros, naciones de descerebrados,
se lanzaban al consumismo y al delirio provocado por crisis
bursátiles, las cuales acrecentaban la diferencia entre ricos y
pobres.
Dejé que mi alma se mezclara y
endureciera, pero a la vez se llenara de conocimiento. Permití a mi
mente agudizarse. Comprendí lo que allí fuera ocurría. Entendí al
fin que fui una estúpida a dar mayor importancia a los hombres, a
crear a un ejército de vástagos que se unieron en mi contra y
decidí que las mujeres debían tomar el control. Ellas, como yo,
habían sido relegadas y ultrajadas con el paso de los siglos. No
eran tan importantes como se merecían. Creí que un mundo de mujeres
era lo correcto, pero quizás también me equivoqué. Me di cuenta en
el instante en el cual discutía con mi propia descendencia, reunidos
para cometer un atroz crimen contra su Madre, su Reina.
Sin embargo, no es eso lo que quiero
contar ahora. No deseo despreciar el momento que me ha dado éste
mundo. Quiero mantener la compostura y recordar los viejos tiempos,
esos donde fui una mujer poderosa y temida. El amor no llamó del
todo a mis puertas, pero sí el honor y el orgullo. Deseo hablar del
primer día en el cual supe que estaba encadenada a él, a un hombre
que jamás me amaría.
Enkil se encontraba en los jardines del
palacio. Olía a flores silvestres, el aceite que envolvía su piel
le daba un aspecto aún más dorado. Sus ojos eran salvajes amatistas
color ámbar. Poseía una elegancia digna de un rey, no de un
príncipe. Su padre había buscado a una digna reina para él y lo
había hecho lejos de un reino próspero, como era Kemet, para
hallarme a mí. Era tan joven como yo, pero poseía un alma más
delicada. Supe que él no sería capaz de amarme, pero sí de
codiciarme porque era su puerta al trono.
—Nunca he visto a una mujer como
tú—dijo con su tono amable, casi servicial, para luego inclinar
suavemente su cabeza hacia la derecha—. ¿Has sufrido alguna
inclemencia durante el viaje? Envié a mis mejores hombres a
custodiar la caravana de sirvientes, así como de enseres, que traías
contigo—explicó acariciando algunas flores de llamativos colores,
las cuales surgían de una tierra oscura y cercana a las marismas de
aquel gran río Nilo.
—¿Crees que podré servirte como
reina, mujer y como madre de tu futura descendencia?—pregunté
intentando ser persuasiva.
—Me ayudarás a tener poder y
prestigio, ¿qué más da si me sirves como mujer?—aquello me hirió
en el orgullo, pero entonces descubrí que él no estaba interesado
en mí como amante.
Era avispado. Comprendí su corazón y
lo amé a mi modo. Él me apreciaba, escuchaba mis comentarios y
hacía cumplir mis caprichos. Era leal a él por el mismo motivo que
él era leal conmigo y me dejaba ser yo misma, revolviendo mis
necesidades y luchando con mis demonios.
Él no fue el hombre que más he amado,
pero admito que cuando lo destruí fue porque ya no quedaba nada en
él. Sólo permanecía la codicia de ostentar un trono que le venía
grande, tan grande como lo fue en su día Kemet. Mi gran amor fue el
padre de Seth, el cual no era más que un muchacho que intentaba
subir algunas posiciones en el ejército.
Nebamun apenas llegaba a los dieciocho
años, pero rebasaba en estatura a Enkil y poseía una musculatura
digna de un Dios. Observé durante mucho tiempo su piel trigreña que
parecía puro bronce gracias a las horas de guardia bajo el sol. Sus
marcados pectorales, sus fuertes brazos y sus carnosos labios fueron
fuente de mis más perversos sueños. Buscaba a ese hombre en cada
rincón de mi cama y acabé alejándome de mi habitual amante, para
centrarme en aquel poderoso y joven guerrero.
Recuerdo vivamente como temblaba sobre
mi figura, mucho más menuda y pequeña que la suya, abriéndose paso
entre mis muslos cálidos y suaves. Él lamía mi cuello, besaba mis
pechos y bebía de mis pezones mientras sus caderas se movían con la
fuerza de mil hombres. Mis gemidos retumbaban por las paredes de mi
habitación, las sábanas de lino y oro caían al suelo empapadas en
sudor, y mis manos arañaban sus costados. Jamás estaba lo
suficientemente satisfecha para verlo marcharse de mi lecho. Siempre
deseaba retenerlo a mi lado, deslizando mis dedos por su rostro serio
y preocupado. Temía morir, pero nada más ser una Diosa entre los
mortales le concedí la inmortalidad, lo hice parte de mis guerreros
predilectos e impedí de ese modo que Khayman, enviado por Enkil, lo
matara debido a miedos y celos.
Acabé siendo traicionada porque se
enamoró de una mujer muy distinta a mí. Jamás pude aceptarlo.
Allí sentada, con los brazos sobre
aquel trono de oro, contemplaba el mundo aspirando el aroma de las
flores. Enkil permanecía mudo, del mismo modo que yo lo hacía. No
necesitábamos movernos, sin embargo yo sentí la necesidad de
apartarme de él, romper con el pasado y crear un nuevo mundo. La
traición de mi hermoso Nebamun, así como la traición ruin de los
hombres, me hizo comprender que las mujeres necesitaban sublevarse.
Pero fallé. Fallé de nuevo.
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