Lestat de Lioncourt
Había terminado un largo día. Las
sirenas se habían vuelto locas, las ambulancias llegaban una tras
otra, y yo no daba a basto. Coordinaba las urgencias de uno de los
hospitales más bulliciosos de mi país, la India, en una zona donde
los desastres naturales siempre provocaban grandes desgracias.
Aquellos días fueron terribles, pero ese día en concreto fue
devastador. Apenas podía hacer demasiado por los cientos de
damnificados. Aún así me esforzaba por salvar las vidas de las
víctimas de aquel terrible terremoto.
Los niños lloraban y los ancianos
rezaban aturdidos. Los hombres más jóvenes, y menos heridos, se
movían por los pasillos buscando a sus madres, mujeres, hijos y
restantes familiares. También había mujeres que habían perdido
todo, inclusive su familia, que quedaban sentadas mirando a la nada,
al igual que muchos hombres y ancianos. Las camisas se movían
rápidas por los atestados pasillos, tropezando de vez en cuando con
algunos enfermos, mientras que yo revisaba los informes médicos de
una gran parte de éstos.
Mis ayudantes se movían como si fueran
abejas de flor en flor, recolectando datos y vigilando las constantes
vitales. Había muchas enfermeras que no se despegaban de las camas
de los enfermos. Los psicólogos hacía tiempo que habían aprendido
a curar heridas y atender a los pacientes, y no sólo escuchaban sus
lamentos. Mi hospital tenía un gran equipo humano, aunque a veces
faltaban medios.
Me senté en la sala de descanso, junto
a la cafetera humeante, mientras buscaba intentar conciliar el sueño.
La noche había llegado de improvisto y mi reloj marcaba más de la
una de la madrugada. Tenía los pies adoloridos y el estómago
revuelto, además de vacío, pero estaba bastante satisfecho con mi
capacidad de reacción.
Entonces, como si fuese un sueño, él
apareció frente a mí. No había notado su presencia. Jamás lo
había visto. Sin embargo, su aspecto no me terminó de provocar
temor. Tan sólo lo miré como si fuese un delirio, fruto de mi
cansancio y horas sin dormir.
—¿Te gustaría salvar a
millones?—preguntó—. Podrías investigar como tanto te gusta,
salvando a miles de almas y no sólo durante una breve vida mortal.
Cuando me miró a los ojos supe que no
era humano. Al menos, no era un hombre común. Me quedé aturdido
entre sus rasgos benévolos, pero duros. Era como si viese una
escultura de carne y hueso, hablando en un tono agradable y sentado
frente a mí.
—¿Debo vender mi alma al
diablo?—dije carcajeándome. Era una expresión muy americana,
lugar donde había estado algunos años para formarme.
—No, a un vampiro—sonrió y noté
sus pequeños, y puntiagudos, dientes.
Aquello fue extraño, pero sentí que
lo quería. Deseaba tenerlo entre mis brazos y aceptar cualquier cosa
que él me diese.
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