—No debiste hacerlo—decía de
brazos cruzados, caminando tras mi destacada figura. Era algo más
bajito, menos corpulento, con una cintura ligeramente marcada y tenía
en esos momentos el aspecto de un perro arrepentido. Parecía uno de
esos muchachos elegantes, pero perdidos en mitad de una ciudad
extraña. Cualquiera hubiese visto en Louis al primo perfecto para
robarle la cartera, el reloj y cualquier objeto valioso.
Llevaba tan sólo una simple camisa
blanca, pero en él parecía distinta. Su chaleco verde oscuro era
muy similar al tono de sus ojos, aunque éstos relampagueaban cuando
pasaba bajo una alumbrada farola de imitación a las antiguas de gas.
Tenía la boca carnosa y apretada. Refunfuñaba sin decir mucho, tan
sólo mascullaba miles de ofensas que no se atrevía a lanzarme
directamente.
—¿Quién lo dice? ¿Tú?—pregunté
sin girarme mientras seguía con mis manos metidas en mi chaqueta de
cuero.
Yo parecía uno de esos muchachos
rebeldes, llenos de pájaros en la cabeza y mucho rock, aunque alguno
diría que era simple ruido sin sentido. Al contrario que Louis, con
su aspecto pulcro, yo tenía el cabello alborotado y algo encrespado.
Mis tejanos estaban sucios en el borde de las costuras inferiores,
pero esas botas brillaban en plena oscuridad. Las tachuelas, el cuero
y los diversos complementos me hacían uno de esos afamados greñudos.
Mi hora había acabado. El estrellato terminó demasiado rápido y
como si mi estrella fuese de neón se apagó, dejándome a oscuras de
nuevo. No muchos recordarían mi concierto, y aquellos que lo
hicieran estarían demasiado asustados para comentar cualquier cosa.
—Tu amigo Marius, tu maestro de hace
tanto tiempo, te rogó que no lo hicieras—dijo arrugando la nariz.
Marius... el mismo que me dijo que
cumpliese unas normas que ni él supo mantener. Era irónico. Me
pedía ser sensato un hombre con tanta ira acumulada, tanto
resentimiento, tanta verdad dicha y no dicha. No iba a ser lo que él
no pudo ser. Era como esos padres que quieren que sus hijos estudien
la carrera de sus sueños, vivan la vida que ellos quisieron vivir y
a través de ellos, como si fuese un milagro, ver lo que no pudieron
lograr. Lo amaba, incluso lo admiraba con cierto fervor, pero yo no
iba a ser su calcomanía. No.
—También me comparó con Alejandro
Magno—comenté echándome a reír mientras negaba violentamente con
la cabeza. ¡Ah! Esas sutiles ocurrencias de mi viejo y admirado
maestro. El viejo Marius, el milenario, que en parte aplaudía mis
locuras aunque no lo admitiera—. Marius dice muchas cosas, pero no
todas tienen que ser necesariamente ciertas.
—Lestat...—chistó apretando el
paso, para rebasarme y colgarse de mi brazo derecho.
—Dime, Louis—dije inclinándome
hacia él.
—¿Te parece correcto entrar a éstas
horas de la noche en una organización como esa a impacientar a sus
miembros?—preguntó.
—¿Miembros? Sólo hice mi carta de
presentación a su honorable director—respondí con una sonrisa
canalla.
—Como sea, Lestat—musitó—. No
creo que fuese oportuno y menos con la situación que hemos vivido.
Intentaba ser mi Pepito Grillo. ¡Pero
ya era tarde! Pinocho había crecido y la Bella Durmiente despertó.
El mundo ya conocía el caos y el caos tenía mi nombre, mi rostro y
mi voz. ¿Qué iba a pasar? Sólo llamaría aún más la atención de
esos hombres, nada más. Ya lo había hecho con aquel bombazo en
clave de estruendoso, maravilloso y genuino rock. Tenían mi libro,
el suyo, mis discos y posiblemente testigos. ¿Qué iba a empeorar
yo? Nada.
—Que yo sepa, Louis, fui yo quien
estuvo junto a Akasha estos días—le recordé—. Fue terrible ver
a cientos morir, pero ellos querían matarme al fin de cuentas. Debo
estar agradecido a la pobre reina que me salvara, aunque vi cosas
terribles a su lado.
—¡Por eso mismo! Esto puede acabar
mal, Lestat—aseguró.
—Pamplinas—dije apartándome de él.
Me molestaba que me agarrara tan
fuerte, como si quisiera transmitirme sus inseguridades. Él podría
llorar, patalear e incluso rogar a la Virgen María. ¡No iba a
cambiar! Nadie pudo meterme en cintura, ni siquiera mi madre, como
para que él lo intentara. Yo era incorregible y lo seguiría siendo.
Aún a día de hoy lo soy. No hay dios que me cambie.
—¡No son pamplinas! Sabes bien
que...—balbuceaba intentando encontrar las palabras idóneas para
manipularme, provocando que le diese la razón y se contentase. No
iba a ser sencillo. No siempre lo era. Más bien jamás era sencillo
que yo me doblegara, y por eso mismo se frustraba y comenzaban las
eternas peleas.
—¿Qué?—pregunté mirándolo a los
ojos.
Allí estábamos, en mitad de Londres,
clavándonos una daga peor que una estaca en el corazón. Nos
observábamos. Él quería decir lo que sentía y lo hizo. ¡Santo
Dios si lo hizo!
—Me preocupas...—susurró.
—A buenas horas te preocupo,
Louis—dije encogiéndome de hombros.
—¡Siempre me has preocupado porque
siempre me has importado!—gritó agarrándome de las solapas de la
chaqueta.
—¡Milagro! ¡Al fin lo reconoces!
Vamos, ésto hay que celebrarlo—contesté tomándolo de los
hombros, cosa que provocó cierto destello de ira en sus ojos.
—Te burlas de mis sentimientos—dijo.
—No—le aseguré.
—¡Lo haces!
—Simplemente sé mejor que tú lo que
sientes, o no sientes, porque te conozco íntimamente—empecé a
decir agarrándolo por la cintura, pegándolo bien fuerte a mí, para
luego elevarme por el cielo nocturno—. No necesito leer tu mente
revuelta y llena de filosofía barata. Es innecesario. Sólo tengo
que ver esos ojos esmeralda llenos de lágrimas que no quieren salir,
las cuales no son tan fingidas como tu estirada forma de caminar y
tus elegantes modales de caballero. Eres un monstruo, pero un
monstruo atractivo que me quiere—acabé diciendo con una fabulosa
sonrisa de las mías, de esas que te dicen que estoy confabulando en
tu contra o más bien en contra suya.
Realmente lo conozco bien. Sé lo que
siente y deja de sentir. Reconozco cuando sufre y cuando finge. Él
nunca ha fingido su preocupación por mí, pero es un cobarde que
queda a un lado porque no sabe actuar. Realmente le doy miedo.
Provoco pavor en su vida ordenada. Soy el desastre en persona y él
ama el autocontrol del cual carece. ¿Acaso hemos olvidado sus quemas
y sus pataletas? Yo no, os lo puedo asegurar.
—¡Cállate!—gritó aferrándose
fuertemente a mí, subiendo sus brazos a mi cuello y estrechándome
con miedo. Tenía miedo a las alturas. Estaba sonrojado y hermoso.
Juro que pocas veces lo he visto tan lleno de vida.
—Sonrojado incluso luces más
adorable—susurré apoyando mi frente sobre la suya.
—Olvídame... —dijo cerrando los
ojos.
—Ese es el problema, Louis. Jamás he
podido olvidarte—dije, justo antes de robarle un beso para que así
se callara de una buena vez.
No dijo nada más al respecto de
Talamasca, David Talbot y mis malditas locuras. Se dedicó a
disfrutar de mi compañía y de nuestro estrecho abrazo.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario