Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

sábado, 19 de septiembre de 2015

Absurdo y cierto

Daniel debería dejar de hacerse el duro y admitir que, aunque sea un poco, quiere a Armand.

Lestat de Lioncourt


Hacía más de una década que no compartíamos techo. Era extraño despertar y escuchar el murmullo que una vez fue habitual, e incluso insoportable, mientras él decidía visitarme con asiduidad, del mismo modo que yo recurría a las lujosas habitaciones de su hotel en aquella misteriosa Isla Nocturna.

Nada más abrir los ojos contemplé los magníficos frescos del techo. Representaban a los querubines más hermosos que jamás había logrado hallar en las diversas iglesias, catedrales y lugares de culto cristiano. Todos parecían estar vivos y presentes, observándome y orando por mi perdida alma, mientras que yo intentaba hacer acopio de todas mis fuerzas para no volverme loco. Me llevé las manos al rostro frotándolo suavemente, dejando que mis cabellos revueltos se despegaran del cómodo almohadón.

Allí, incorporado en ese enorme lecho revuelto, escuché con mayor detenimiento las notas de piano que ascendían desde el piso inferior. Sybelle ya estaba tocando. Jamás la había escuchado tocar con tanta pasión. El violín la secundaba. Sin duda, Antoine también había decidido tocar desde primera hora de la noche. Quizás la radio había comenzado. Sin embargo, el ruido habitual, ese que tanto detesté, provenía de una habitación de aquella misma planta.

Decidí investigar y busqué el origen de ese zumbido de motor. Al abrir una puerta contigua, de una habitación que había permanecido cerrada la noche anterior, lo descubrí en su práctica habitual. Sin miramientos echaba diversos ingredientes en una potente licuadora. De vez en cuando, como si fuese una gran obra de arte, se paraba a contemplar el color resultante. El olor era desagradable. Sentí náuseas. Tuve que llevarme la mano a la boca para no vomitar.

—¿Se puede saber qué estás haciendo?—pregunté apoyándome en el quicio de la puerta.

—Investigo—dijo—. He robado algunas cosas del laboratorio de Fareed y...

—¡Qué!—me escandalicé.

—¿Acaso tú estás libre de pecado?—susurró mirándome de soslayo—. Más de una vez has tomado prestado ciertos archivos, los cuales te dieron información suculenta para tus artículos de opinión en ese periodicucho. ¿No lo recuerdas? Yo sí—dijo cruzándose de brazos.

Parecía un niño caprichoso que había recordado su más cruel y deleznable afición: provocarme arcadas. Aquella licuadora tenía una mezcla horripilante, algo grisácea, y podían verse ciertos trozos de sesos mal triturados. Me aferré a la encimera cercana, lo miré a los ojos y él sonrió maravillado.

—¡Tú probarás mi batido!—gritó antes de disponerse a servirlo.

—¡Ni loco!—grité.

—¿Acaso no me amas?—preguntó con la voz quebrada.

—No, no te amo. Creo que lo he dejado claro—dije con una sonrisa cruel—. Si te amara me hubiese quedado a tu lado.

—¿Y por qué estás aquí?—dijo.

No tenía respuesta para ello. Quizás fue porque estaba cansado. Sin embargo, Marius se hallaba en el otro extremo del mundo reunido con Lestat y otros importantes inmortales. Yo estaba allí, con él, soportando su presencia y el olor de aquel asqueroso potingue. Así que guardé silencio.


Él se acercó a mí, dejando el vaso sobre la encimera y desenchufando su monstruosa licuadora. Me estrechó entre sus brazos y ocultó su rostro en mi torso desnudo. Hasta ese momento no me había percatado que sólo llevaba mi ropa interior. Entonces, como si de una película romántica y absurda, se echó a llorar. Por primera vez sentí que yo también quería llorar con él, pero me contuve. Tan sólo lo abracé dándole un par de palmadas en la espalda.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt