Daniel debería dejar de hacerse el duro y admitir que, aunque sea un poco, quiere a Armand.
Lestat de Lioncourt
Hacía más de una década que no
compartíamos techo. Era extraño despertar y escuchar el murmullo
que una vez fue habitual, e incluso insoportable, mientras él
decidía visitarme con asiduidad, del mismo modo que yo recurría a
las lujosas habitaciones de su hotel en aquella misteriosa Isla
Nocturna.
Nada más abrir los ojos contemplé los
magníficos frescos del techo. Representaban a los querubines más
hermosos que jamás había logrado hallar en las diversas iglesias,
catedrales y lugares de culto cristiano. Todos parecían estar vivos
y presentes, observándome y orando por mi perdida alma, mientras que
yo intentaba hacer acopio de todas mis fuerzas para no volverme loco.
Me llevé las manos al rostro frotándolo suavemente, dejando que mis
cabellos revueltos se despegaran del cómodo almohadón.
Allí, incorporado en ese enorme lecho
revuelto, escuché con mayor detenimiento las notas de piano que
ascendían desde el piso inferior. Sybelle ya estaba tocando. Jamás
la había escuchado tocar con tanta pasión. El violín la secundaba.
Sin duda, Antoine también había decidido tocar desde primera hora
de la noche. Quizás la radio había comenzado. Sin embargo, el ruido
habitual, ese que tanto detesté, provenía de una habitación de
aquella misma planta.
Decidí investigar y busqué el origen
de ese zumbido de motor. Al abrir una puerta contigua, de una
habitación que había permanecido cerrada la noche anterior, lo
descubrí en su práctica habitual. Sin miramientos echaba diversos
ingredientes en una potente licuadora. De vez en cuando, como si
fuese una gran obra de arte, se paraba a contemplar el color
resultante. El olor era desagradable. Sentí náuseas. Tuve que
llevarme la mano a la boca para no vomitar.
—¿Se puede saber qué estás
haciendo?—pregunté apoyándome en el quicio de la puerta.
—Investigo—dijo—. He robado
algunas cosas del laboratorio de Fareed y...
—¡Qué!—me escandalicé.
—¿Acaso tú estás libre de
pecado?—susurró mirándome de soslayo—. Más de una vez has
tomado prestado ciertos archivos, los cuales te dieron información
suculenta para tus artículos de opinión en ese periodicucho. ¿No
lo recuerdas? Yo sí—dijo cruzándose de brazos.
Parecía un niño caprichoso que había
recordado su más cruel y deleznable afición: provocarme arcadas.
Aquella licuadora tenía una mezcla horripilante, algo grisácea, y
podían verse ciertos trozos de sesos mal triturados. Me aferré a la
encimera cercana, lo miré a los ojos y él sonrió maravillado.
—¡Tú probarás mi batido!—gritó
antes de disponerse a servirlo.
—¡Ni loco!—grité.
—¿Acaso no me amas?—preguntó con
la voz quebrada.
—No, no te amo. Creo que lo he dejado
claro—dije con una sonrisa cruel—. Si te amara me hubiese quedado
a tu lado.
—¿Y por qué estás aquí?—dijo.
No tenía respuesta para ello. Quizás
fue porque estaba cansado. Sin embargo, Marius se hallaba en el otro
extremo del mundo reunido con Lestat y otros importantes inmortales.
Yo estaba allí, con él, soportando su presencia y el olor de aquel
asqueroso potingue. Así que guardé silencio.
Él se acercó a mí, dejando el vaso
sobre la encimera y desenchufando su monstruosa licuadora. Me
estrechó entre sus brazos y ocultó su rostro en mi torso desnudo.
Hasta ese momento no me había percatado que sólo llevaba mi ropa
interior. Entonces, como si de una película romántica y absurda, se
echó a llorar. Por primera vez sentí que yo también quería llorar
con él, pero me contuve. Tan sólo lo abracé dándole un par de
palmadas en la espalda.
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