Lestat de Lioncourt
Sueños, dolor, tristeza, agonía,
pesadillas, esperanza, lágrimas, risas, ruido y silencio. Mis huesos
bajo una montaña de cenizas, esqueletos sin ánimas y carente de
luz. Era como la semilla dormida. Cerca de la tierra, en lo profundo
en aquel túnel recóndito. Mi corazón golpeaba suavemente en mi
pecho. No había luces, no había esperanzas. Sin embargo tuve una
revelación. La voz de un viejo conocido retumbó en mi cerebro,
rebotó en mi cráneo y me hizo abrir los ojos.
Fuera el mundo había cambiado. El
sonido de la vida penetraba con fuerza. Una misteriosa melodía me
acompañó durante varias décadas. La radio conectó mis necesidades
y tuve una revelación gracias a las conversaciones taciturnas en el
otro extremo del mundo. París brillaba con luces nuevas, con la
frescura de un mundo material carente de la belleza clásica, los
bohemios habían dado paso a los enamorados y los teléfonos
inteligentes que palpitaban como mi corazón.
Quise llorar, pero no lo hice. Ahogué
mis lágrimas. Dejé que mi lengua se consumiera entre mis dientes.
¡Y entonces otra voz! Un susurro dulce, casi como una caricia, me
pedía volver. Necesitaba que me arrastrara lejos de aquel lugar,
buscara la salida y me vengara de aquellos que me habían dado por
muerta. Deseaba un títere, una sirvienta, y un animal dócil al cual
usar como una antorcha en mitad del reino de la noche. Se equivocó.
Huesos, polvo, viejas ropas, demacrada,
con mi cabello enredado y los ojos bien abiertos grité a las puertas
de la catacumbas. Los demonios estaban de nuevo saliendo de sus
guaridas. El tiempo de la muerte había venido cayendo como la espada
de Damocles y decapitó a cientos. El dolor se extendió como una
terrible mecha y estalló la catástrofe.
Allí estaba yo: gritando.
Allí estaba él, en mi cabeza: rogando
atención.
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