Estaba allí de pie como un maldito
espantapájaros con esa ropa que nadie se pondría ya, ni siquiera
yo, tres tallas más grandes, de una tela barata y de confección en
fábrica. Podría decirse que era ropa de Carnaval, no para pasear en
una noche ligeramente pluviosa y húmeda. La humedad calaba mis
huesos y me refugiaba en mi gabán de cuero negro, con las solapas
alzadas rozando mis mejillas marcadas y mi gentil mentón. Ni
siquiera se había percatado que lo observaba como si fuese un
pequeño, sucio y perdido roedor en mitad de una ciudad demasiado
brillante y estrafalaria incluso para él.
Las luces de neón incidían sobre sus
cabellos teñidos en un tono demasiado, por así decirlo, chabacano.
Era uno de esos tintes baratos que se encontraban en los
supermercados de los barrios más bajos, los cuales podían terminar
dañando tu pelo y provocando heridas en tu piel. Si bien, los
estúpidos mortales se dejan guiar por el consumismo, las gangas y
las ansias de ser quienes no son. Se había olvidado teñir sus
cejas, como no, y las tenía ligeramente gruesas y desproporcionadas.
Sus ojos no eran claros, pero usaba unas lentillas que cualquier
engreído de tres al cuarto podía adquirir en Internet.
Merodeaba mi mansión haciendo
aspavientos, creyendo que algún mortal querría hacerse una foto con
el genuino Lestat. Sólo un idiota, aún más idiota y ciego que él,
se aproximó para pedirle un autógrafo. Él se regocijó, aplaudió
como un imbécil y se vanaglorió. Por mi parte me mantenía en las
sombras, alejado ligeramente de la farola que iluminaba la calzada.
Cerca de mí había un par de charcos y rogaba que ningún idiota me
salpicara, pues me las haría pagar caro.
Mis ropas, por supuesto, eran elegantes
y poseía la chaqueta roja de ante que tanto amaba. ¡Oh! Esas
hermosas solapas negras, esos bonitos botones cuadrados tan clásicos
y extraños a la vez, conjugaban bien con aquellos tejanos de vestir,
elegantes y caros, que había adquirido en una de las tiendas más
prestigiosas de Londres. Sí, Londres. Me gustaba viajar, observar la
moda, elegir a mi gusto y embriagarme con el consumismo más caro.
Elegía con cuidado, eso sí, porque no podía soportar cualquier
tela, ni corte y ni mucho menos color. Mis botas eran elegantes,
puntiagudas y nuevas. Podría decirse que solía comprar un par cada
pocos meses, pues odiaba tener un look destruido. ¡Yo era Lestat!
¡Era el Príncipe de los Vampiros!
Tenía subida las lentes tintadas de
aviador. Amaba ese toque extraño y elegante que me ofrecían, igual
que mis nuevas mechas blancas gracias a la exposición solar. Mis
ojos grises de tonalidades violetas y azulados estaban ocultos, como
si fuese un truco de magia simple, al alcance de cualquier cretino.
Me gustaba seducir con la mirada, pero sólo cuando era preciso.
—Míralo, se llena de orgullo
imitándote—susurró Amel.
—Sí, lo estoy viendo—dije con los
brazos cruzados a la altura del pecho.
—¿Y qué harás? ¿Observar como
siempre? Siempre observas para reírte en privado de ellos,
contándoselo a Louis como una comadre mientras aplaudes al aire,
mueves tu cabeza y abres los brazos girando como una peonza. Ah, la
última vez te reíste más de cinco noches—me hizo rememorar
aquello al instante y no dudé en carcajearme.
—El muy idiota ni era
vampiro—susurré.
—Ni éste—chistó.
—Lo sé—dije con una sonrisa
traviesa en los labios.
—Hace cuatro noches que no te
alimentas, ¿no tienes sed?—preguntó incitándome.
No, no tenía sed. No, no quería
beber. Sin embargo, algo en mí me pedía que lo hiciera. Era
delicioso acercarme a él, fingir ser un fan de Lestat y un imitador
más. Pero era un truco ya muy viejo para mí, así que cuando se
marchó el patético insecto que le reía las gracias, decidí
acercarme tal y como era.
La lluvia arreciaba, pero no la
humedad. Mi pelo estaba más rizado que nunca, pero pegado a mi
frente y algo revuelto. Tenía algunas hojas sobre la coronilla, pero
ni me había preocupado por ellas. Mis botas se escucharon como si
fuera el taconeo clásico de una dama, pues tenían suela gruesa y la
acera resonaba. Él me miró altivo, como si le molestara mi sola
presencia, y al sonreír vio mis colmillos, los cuales creyó que
eran apliques como los suyos.
—¿Qué haces aquí?—preguntó—.
¿Cómo te atreves a venir hasta donde yo estoy? ¡Cómo!
—Vaya, no hace falta que me presente.
Veo que me conoces—dije inclinándome suavemente hacia delante.
—¡Claro que sí! ¡Un maldito
desgraciado que lleva noches asustando a mis neófitos! ¡Tú no eres
Lestat! ¡Ni siquiera eres digno de llevar mi nombre!—puse los ojos
en blanco cuando escuché esa verborragia tan estúpida, estridente y
llena de preocupación. En realidad estaba muerto de miedo, como los
perros de pequeño tamaño que ladran a otros de mayor tamaño,
aunque se creía valiente. Ah, el olor del miedo. El dulce y
pestilente olor a sudor.
—Eres un ladrón de identidades, pero
me acusas a mí de robar—coloqué mi dedo índice y pulgar, de la
mano derecha, sobre la fina patilla metálica de mis gafas y las bajé
hasta la punta de mi nariz.
—¡Zafio! ¡Me insultas! ¡Eres un
inconsciente! ¡No sabes con quién te estás metiendo!—gritó.
—Con un pelele que ni a payaso llega,
¿tal vez?—dije quitándome mi abrigo, para mostrar mis hermosas
prendas. Abrí mis brazos como si llamara a las nubes y sonreí
encogiéndome de hombros—. ¿Ven espíritus de la noche? ¿Observan
como es tratado su príncipe?—comenté para luego mirarlo.
—¡Yo soy Lestat! ¡Tú ni a neófito
llegas! ¡Me cansé de pelear contigo! ¡Adiós!—dijo intentando
huir como la rata que era, pero lo agarré fuertemente del brazo
derecho y lo pegué a mi torso.
—Je suis Lestat de Lioncourt, Je suis
le vampire plus imposante—pegué mis labios a su oreja izquierda y
susurré—. Je suis ton assassin—perforé su piel clavándome como
si fueran dos dagas al rojo vivo, acabadas de salir de la fragua, y
me fundí con su alma ponzoñosa. Llevaba años estafando a cientos
de jóvenes, robando y secuestrando verdades retorciéndolas hasta
convertirlas en mentiras, y provocando la ira de muchos escritores,
artistas y gente de toda índole—. Au revoir, idiot.
Dejé su cuerpo en mitad de la calle,
con el cráneo partido por una pisada, como si le hubiesen robado el
dinero y luego la vida. Huí rápidamente, sin ser visto, mientras
Amel prácricamente bailaba con cada gota de sangre. ¡Oh! ¡El
éxtasis de la muerte!
Lestat de Lioncourt
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