Lestat de Lioncourt
Allí estábamos frente a frente en un
inmenso mar de silencio. Era unmar más profundo y oscuro que aquel
del cual recuperó mi cuerpo, salvando mi vida y mi alma. Ella, como
siempre, parecía estar sobre el bien y el mal. Una mujer única,
excepcional, y adicta a la tragedia aunque no lo supiera. Sus labios
carnosos parecían amargos, como el humo del tabaco que exhalaba, y
sus ojos demasiado tristes. Estábamos allí, en aquella sala,
aguardando que alguno de los dos hiriera los segundos sin respuesta.
Estiré mi brazo derecho hacia ella,
intentando tocar su mano con la mía, pero ella apartó las suyas
dejándolas bajo la mesa. Una lágrima surgió como una puñalada,
recorriendo su fino rostro, mientras sostenía su cuerpo a duras
penas. Sabía que un dolor terrible la quebraba convirtiéndola en
pedazos y éstos, como no, en polvo. La mujer que había conocido se
desvanecía y dejaba escombros de su pasado. Era sólo un reflejo
infiel de un hermoso retrato. Sin embargo, mi amor era ahora más
fuerte que nunca. Estaba decidido a recuperar a la mujer que había
llevado al altar, jurado amor eterno y cansado entre las sábanas de
nuestra cama de matrimonio.
—Rowan...—dije.
Ella sólo me miró cansada,
inapetente, mientras hacía el intento de sonreír. Pocas veces la
había visto sonreír, pero sabía reconocer sus sonrisas y esa, sin
duda alguna, era un reflejo de dolor y un intento, prácticamente
nulo, de consolarme como si fuese un niño pequeño al que puede
mentir. Quería hacerme creer que todo estaba bien, que dentro de
ella no había un mundo devorándose a otro. Las sombras de la
tragedia la atrapaban del mismo modo que la sedujo, atrapó y
destrozó aquel maldito fantasma. Ahora mi mujer era sólo un
envoltorio, una cáscara, un muro de piel recubriendo un alma
atormentada y eso no podía soportarlo.
Me lancé a la nevera y agarré una
cerveza que bebí impunemente frente a ella. Me había regañado
miles de veces por mi adicción al alcohol como medio para fugarme de
una realidad terrible, pero era lo que había vivido y visto en mi
humilde casa del barrio irlandés de la ciudad. Ni siquiera me había
planteado cuántos años habían pasado desde la última vez que
había pisado esa casa, pero en ese momento me pregunté cómo pude
abandonar la ciudad sin sentir un profundo aguijonazo. Mi padre había
muerto, no me quedaban demasiadas buenas cosas en la ciudad y mi
futuro esperaba a la vuelta de la esquina. Decidí tomar mi
oportunidad, mi camino, mi lugar en la vida y había regresado a la
mansión que siempre había codiciado para ser su propietario, pues
la heredera me había elegido entre todos los hombres del mundo.
Pero, ¿había sido ella? Mientras daba un trago de cerveza,
paladeando su amargura, me eché a reír percatándome que éramos
marionetas de aquel indeseable. Sin embargo, ¿no era amor lo que
sentía por ella? Claro que sí. La amaba profundamente y no podía
evitarlo. Nadie podría evitarlo.
—Rowan, no importa lo que ha
sucedido—comenté apoyándome en la nevera—. Podemos salir de
ésta.
—No podré darte hijos y tú quieres
hijos, Michael. He matado la única oportunidad para ofrecerte algo
dulce en la vida—hablaba, por supuesto, de aquella mujer tan dócil
que había dado muerte. Una mujer que había sido fruto de la
violación de nuestro propio hijo, que no era más que el fantasma
que siempre había tirado de los hilos del destino de la familia.
Emaleth estaba muerta, enterrada junto a su padre y hermano,
convirtiéndose en abono para el árbol que había presenciado tantas
desgracias y carnavales.
—No importa—respondí encogiéndome
de hombros—. Sólo quiero estar contigo. No importa que no seamos
padres—dejé la lata sobre la mesa y me acerqué a ella, tomándola
del rostro con mis grandes y ásperas manos, para entonces decirle
con toda la dulzura que pude que la amaba—. Te amo. Te amo a ti, no
tu fertilidad. Amo tus breves sonrisas y tu rostro serio, amo tu
profesionalidad, tu temeridad, tus deseos de superarte y amo que
estés viva porque sin ti, Rowan, yo me moriría. Te has convertido
en los latidos de mi corazón.
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