Lestat de Lioncourt
El viento aúlla murmullos olvidados,
palabras cuyo significado han caído en el recuerdo apolillado de un
victrola sepultado por mentiras, codicia y sangre, que son el
testimonio ciego y sordo de una historia terrible. Los árboles
arrastran cada silbido como si los emitiera el diablo. Bajo el
tronco, grueso, derecho y limpio de ramificaciones de un viejo roble,
tan viejo como los cimientos de la casa que vigila desde sus altas
copas. El dondiego alimenta el perfume de la muerte y lo alza hasta
los jazmines de la entrada. El camino, sinuoso como el reptar de una
serpiente, te lleva hasta los blancos peldaños de la boca del lobo.
El demonio quizás está en la casa bailando con una sonrisa vacía y
los ojos azul zafiro. Deja que el momento te seduzca y haga temblar
su alma con la emoción tóxica de una prostituta.
Siete demonios caminan con ramos de
olvidos, clavel chino y laurel entre sus manos. Un cortejo que danza
frente a la vivienda, un cortejo que puedes imaginar. La celebración
de la muerte y la vida, la cancela abierta y la puerta cerrada
esperando ser tocada con sus huesudos nudillos. Cantan para los
brujos, los cuales ya estaban seguros que vendrían como cada año,
una balada terrible y unísona.
«Demonios. Somos demonios. Abridnos,
somos demonios. Demonios que son recuerdos. Seres de otro mundo donde
habitan los sentimientos y los pecados capitales que cada generación
ha tomado como emblema.»
Demonios convertidos en lluvia, viento
y relámpagos. Espíritus que son el viento moviendo las ramas
quejumbrosas, agitando las flores del jardín y mostrando la figura
enigmática de un hombre joven, apuesto y de mirada desconsolada. Él
recuerda su vida, su muerte y la crueldad de su existencia. Aún pide
perdón y clemencia. Desea volver.
Yo soy ese hombre. Soy ese hombre. Soy
el Impulsor. Soy Lasher. Deseo volver. Quiero ser el santo, el niño
del pesebre, el hombre bondadoso, el sacerdote célibe y el hijo
pródigo. Soy la oveja negra que desea mudar su piel y dejar de ser
el lobo que grita en la oscuridad. Madre, padre... ¡Brujos! Dejad
que vuestro hijo vuelva a la vida. Aceptadme en vuestros corazones.
Por favor, recordad que os amo. Yo siempre os he amado. He querido a
todos y cada uno de vosotros. Madre, madre... ¡Madre!
«Soy el demonio que llora tormentas
que lavan tu rostro. Festejo mi dolor, pero no sé manifestar
felicidad. Jamás he sido feliz. Compadece a éste pobre miserable y
acéptalo como un hijo. Soy tu hijo. Tú me llevaste en el vientre,
fuiste la puerta y él la llave.»
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