Estaba allí de pie como si fuese un
ángel. No sabía desde cuando se encontraba allí. Parecía haberme
esperado por horas. Había salido a cazar en las calles aledañas a
las avenidas principales de París, donde los románticos pasean de
las manos y los carteristas se frotan las suyas recolectando pequeños
botines. El abrigo oscuro me amparó durante gran parte de mi paseo,
la lluvia no arreciaba y la sangre calentó ligeramente mi cuerpo.
Amel estaba en silencio y no había hablado hasta que al llegar lo
sentimos. Ambos sabíamos que era él. Su corazón lo delataba.
Situado frente al altar, con los ojos
clavados en el crucifijo y las manos juntas. Parecía el niño del
coro que jamás fue. Inocencia infinita, fe pura y delicadeza en sus
rasgos. Sus cabellos castaños rojizos, con esos reflejos que eran
puro fuego gracias a la luz de las velas incidiendo sobre él,
parecía haber salido de un retablo. Sus ropas eran simples, como las
de cualquier adolescente, y sus zapatillas de deporte parecían
desgastadas. Eran ropas de alguna víctima. Había decidido usar
aquel disfraz para pasar desapercibido por las grandes ciudades,
donde no tenía sus pequeños imperios cargados de antros de placer,
música y borrachos perdiendo la vida en cada esquina. Poseía
empresas de fiestas, pero también legales e incluso instituciones
mentales. Si bien, quien lo contemplara vería a un muchacho de unos
diecisiete años, de ojos profundos llenos de miseria y ligeras
esperanzas, rogando por un milagro.
—Aún no pierdes la fe—dije tras un
largo suspiro de Amel en mi mente. Él me había dejado claro que
estaba con nosotros, frente a frente, observando a aquel muchacho que
lo significó todo para Marius y ahora, sin duda alguna, era una
pieza clave para nuestra tribu.
—No—respondió—. Todavía creo en
el bien y en el mal.
—El bien y el mal es un invento que
trae beneficios—murmuré encogiéndome de hombros, con las manos
metidas en los bolsillos de mi abrigo.
Se giró por completo observándome,
para luego caminar rápidamente hacia mí y abrazarme. No le importó
humedecer sus ropas, ni mojar su rostro. Rompió en llanto cuando me
alcanzó y yo, como no, acabé estrechándolo. ¿Cuántas veces había
dicho que lo odiaba siendo mentira? Miles de veces. Había negado el
amor que le poseía por rabia y reproches, los cuales ya ni merecían
siquiera un pequeño recuerdo en mi alma. Coloqué mi mano derecha
sobre sus revueltos y ligeramente ondulados cabellos. Sus mechones
estaban secos, así que me daba una idea del tiempo que llevaba allí.
Posiblemente más de dos horas. Amel no me había avisado de su
llegada, tal vez porque no le apetecían visitas aquella noche.
—No entiendo el amor, pero lo
codicio—susurró—. Tú entiendes el amor, quiero comprender el
amor—dijo aferrándose con fuerza a mis prendas mojadas.
Tenía el cabello ligeramente pegado al
rostro, pero creo que pudo notar como mis ojos brillaron en un
destello de preocupación y amargura. Había intentado explicarle el
mundo a través de grandes hombres de letras, incluso por medio de
mis acciones, pero era un intento nulo tras otro. Entonces, lleno de
ternura en ese momento de debilidad, me incliné sobre él tomándolo
del rostro, abarcándolo con mis manos suaves y tibias, para
ofrecerle un beso. Era un beso de perdón, amor y preocupación. Mi
lengua se enredó en la suya y él bajó los párpados disfrutando
del momento. Al apartarme, dejando su boca, susurré algunas frases
que parecieron caldear su alma.
—Amar es perdonar. Amar es ofrecer
parte de tu corazón a otro, sin importar nada. Amar va más allá de
tus leyes sobre el bien, el mal, Dios, el Diablo, lo correcto y lo
incorrecto. Amar te hace enfrentarte a leyes, tiempo y distancia. El
amor no conoce fronteras y hay tantos tipos de amor como personas hay
en éste mundo—aún lo tenía del rostro cuando le recitaba aquella
plegaria—. Hay muchos que te han amado de múltiples formas, pero
no te han comprendido. Tú no los has comprendido tampoco. Para que
el amor termine funcionando debes bajar tus muros. Vives en un
laberinto de sombras, palabras y matices. Quizás si los bajas te
hieran, pero ese dolor merece la pena—aparté entonces mis manos y
mi cuerpo de él, para ver como empezaba a llorar desconsoladamente.
Así es Armand. Así es el ángel de
alas negras que pintó Marius. A veces es un monstruo terrible adicto
a una tecnología que no deja de avanzar, y en otras ocasiones sigue
siendo el niño secuestrado en un barco de esclavos, sometido al odio
y la vergüenza.
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