Lestat de Lioncourt
La vida me ha dado lecciones terribles
durante las últimas décadas. He soportado el dolor insufrible de la
soledad. Me he sentido sentenciado por el odio, la violencia y el
rechazo. Opté por ocultarme de los ojos insufribles del mundo,
llenos de vanidad y locura, para sepultarme entre terrones de sueños
y maravillas que nunca tuve.
Llegué a éste continente sentenciado
por un pecado que no fue mío. Uno de los pecados capitales más
terribles que es la mentira por parte de un hermano. Él me odiaba
desde que éramos tan sólo unos niños. Mi padre se enorgullecía de
mí, había depositado en su segundo retoño toda esperanza perdida
en el primogénito. Iba a heredar todo. Tenía el mundo a mis pies,
pero yo sólo quería conocer la pasión y la palabra de un piano. Me
enamoré de la música desde temprana edad y mi único vicio era
tocar incluso en las noches más apacibles. Viví entre atenciones y
cuidados, pero fui abandonado por mi padre, su amor y su orgullo el
día que mi hermano calumnió mi nombre.
Mi hermano dijo que yo había
embarazado a una joven, dejándola en estado y provocando que ella se
convirtiera en un hazme reír. Ella era en esos momentos una
cortesana, una vulgar ramera, por haber tenido relaciones conmigo y
haberla embarazado fuera del matrimonio. Las leyes divinas y las
leyes de los hombres eran las mismas. Mi padre me repudió, llenó
los bolsillos de mi hermano y le hizo su heredero. A mí sólo me
quedó el marcharme del hogar, dejando un último beso a mi madre,
para no volver jamás a Francia.
París quedó atrás. La luz que
parecía deliciosa cuando entraba en mi ventana era nula en mi
camarote. Viajé un barco mercante. Mis pocos báltulos se acomodaron
en una húmeda y sombría pensión. El vino se derramaba sobre mis
composiciones y mendigaba un vaso en las tabernas más sucias,
decadentes y terribles del puerto. Allí conocí a Lestat. Él me dio
su apoyo, abrió mi alma con la suya y me hizo creer que todo era
posible.
Sufrí en mis propias carnes la maldad
de Claudia, la necedad de Louis y el fuego. ¡El fuego! Maldita
lengua de serpiente voraz que lamía con deseo mi piel. Sufrí
terribles quemaduras por intentar detenerlos, pues Lestat los había
perdonado mucho antes de salir del pantano y buscarme. Quería volver
a su lado y ser todos un familia. Iluso. Tan iluso como yo lo era en
ese instante.
Pero el fuego volvió años después,
cuando estaba recuperado y creía que podía ser libre. Logré tener
ciertos ingresos, una pequeña casa en un barrio tranquilo, tocar en
burdeles y disfrutar de una vida ligeramente bohemia. Si bien, el
fuego volvió. Me acarició de nuevo las llamas gracias a un grupo de
jóvenes rebeldes.
Y entonces, cuando me curaba de mis
heridas bajo tierra, ella apareció arrasando a cientos. Los gritos,
el dolor de las ánimas errantes desde ese día, ha sido insufrible.
Puedo escuchar los lamentos de malvados y bondadosos vampiros. El
mundo entero gime. Pero la música se alza. Siempre se alza la
música. Es la música de un ángel rubio de hermosos dedos de
pianista.
He vivido en soledad, Armand. He
conocido el dolor. Comprendo tu alma. He dejado que me sepulte la pus
de mis heridas, pero ahora las estoy sanando. Te escribo ésto como
un último intento para que comprendas que yo también he sufrido.
Todos en ésta vida hemos sufrido. El dolor nos hace hermanos. La
vida nos hace similares. Quizás no puedas comprender del todo mis
palabras, como yo no puedo comprender las tuyas, pero aquí esto.
Estoy aquí, de pie a tu lado, esperando que me ames como yo lo hago.
Sólo quiero amarte. No pido nada más.
Sólo deseo que me dejes amarte. Ni siquiera estoy rogando que sea
mutuo. Sólo quiero que me permitas estar a tu lado y contemplarte
con cariño. Necesito que comprendas que yo nunca voy a juzgarte como
otros lo han hecho. Permite que me quede a tu lado por siempre
mientras Sybelle toca para nosotros. Por favor, mi dulce ángel
pelirrojo, hazlo.
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