Lestat de Lioncourt
Pasé sentada frente a un telar muchos
siglos. La mayoría del tiempo pensaba en mi hermana, en nuestra vida
juntas y en encontrarla. Sabía que estaba viva. Algo en mí gritaba
de esperanza, intentando guardar fuerzas para estrecharla entre mis
brazos y acariciar su larga melena pelirroja, tan similar a la mía.
Me arrancaba mis propios cabellos y los añadía al hermoso telar
rojo, como la sangre y el fuego, que luego formaba parte de mis
alfombras, mantas y vestuario. Incluso lo vendía. Sacaba ganancias
con ello y, de ese modo, podía relacionarme con los mercaderes que
narraban historias y traían noticias de todos los rincones del
mundo.
Sin embargo, cuando llegó la era
tecnológica, mucho antes de la la gran Era de Internet, comencé a
utilizar herramientas modernas para tejer y comunicarme. El telégrafo
fue un maravilloso invento, así como el teléfono y la máquina de
escribir. Amaba las radios que me transmitían información de todo
el mundo y podía comunicarme con algunos de mis descendientes. Pasé
a ser una más en la familia cambiando de país, familiar y apellido
pero siempre siendo la misma. Era la tía Maharet que llegaba cargada
de regalos, historias antiguas y amor. Sobre todo de amor.
Podía ver en todos mis descendientes
el rostro de mi pequeña Miriam. En cada uno veía su sonrisa
inocente. Los niños que yacían a mi lado, dormidos en sus cunas,
los contemplaba como si fueran divinos regalos de un destino a veces
amargo. Pude incluso conocer a numerosas pelirrojas de ojos claros
con las narices salpicadas de hermosas pecas. Sin embargo, los rasgos
iban cambiando, mezclándose unos con otros, hasta ser familiares de
distintas etnias, por ende de distintas ramas de un mismo tronco que
nació de una semilla fortuita.
Pero me faltaba ella. Por mucho que
sonriera cuando veía a mis familiares y me sintiera dichosa. Ella
faltaba. Mekare no estaba. Ella siempre fue la más fuerte de las
dos, quien se enfrentó con su lengua afilada a Akasha y que, por
desgracia, acabó sin ella para enmudecer su terrible sinceridad. Los
espíritus nos dieron la espalda cuando la sangre de ese demonio
quedó vinculada con la nuestra. Y ella, mi hermana, quedó perdida
en medio del mar igual que yo.
Nunca me rendí. Jamás lo hice. Usaba
la tecnología para reunir a todos mis descendientes, los cuales
también eran descendientes de la misma sangre de mi hermana y del
guerrero Khayman. Los tres terminamos juntos nuestros días, como un
núcleo pequeño y familiar, junto a la descendiente más fuerte y
brillante de todas. Jesse Reeves fue mi nueva Miriam, de la cual
estuve más orgullosa, y que tuve que echar de mi presencia hace unas
noches.
Ésto que leen es mi testimonio, mi
última carta, mi adiós y mi beso más sincero. Beso a todos los que
amé con mi legado. No sé cuánto podré permanecer en silencio,
intentando controlar al hombre que me salvó y que se convirtió en
uno de mis grandes amores. Tampoco sé como apaciguar el monstruo que
envenena a mi hermana. Quizás hago algo terrible que espero que
todos me perdonen. Dejo ésta carta guardada en mi ordenador portátil
y en una pequeña memoria USB, por si el ordenador queda maltrecho en
alguna refriega. No quiero pensar que éste noble hombre, que llora
desconsolado todas las noches por los crímenes que le hacen cometer,
se vuelva en mi contra. Ni siquiera quiero plantearme el hecho de
asesinarlo. Debería hacerlo, pero no puedo. No soy una mujer de
acción.
Las cuentas están claras y mis
abogados tienen en posesión ésta carta en papel, cerrado y lacrado.
Ellos desconocen el contenido. He delegado en ellos la mayor parte de
mis responsabilidades. Desconozco si saldré airosa de todo ésto y
podremos volver a la paz que reinaba entre nosotros. Ojala sucediese
de ese modo y pudiese en un futuro, no muy lejano, destruir yo misma
éstos archivos y documentos.
Siempre en mi corazón como en mi alma,
Maharet.
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