Lestat de Lioncourt
—¿Alguna vez te has planteado que el
mundo no tiene arreglo y vamos a la deriva?—preguntó apoyado sobre
la valla del puente. Miraba con insistencia los coches de la
autopista, los cuales se movían precipitadamente dejando atrás una
estela de contaminación indecible. Su rostro aniñado parecía
conservar la belleza iconoclasta del renacimiento.
—Mantengo la esperanza—respondí
con las manos tras la espalda mientras observaba el cielo, en el cual
a duras penas podía distinguir alguna estrella. La contaminación
luminosa era intensa, cada vez más insistente creando el día en
mitad de la noche. Detrás de nosotros, a unos metros, otros
vehículos buscaban llenar la ansiedad de sus conductores, con unos
motores potentes y un estúpido deseo de llegar antes que nadie.
Luchaban contra el tiempo, como si luego hiciesen algo realmente
valioso con los restos que quedaban en los moribundos minuteros de
sus relojes.
—Yo la perdí hace tiempo, salvo si
hablamos de la tecnología—frunció ligeramente su ceño, juntando
sus finas cejas castaño rojizas. Poseía una mueca encantadora
cuando arrugaba su nariz, ligeramente molesto y pensativo, y torcía
sus labios furioso—. Son unos mentirosos. Hacen promesas que no
cumplen, viven vidas falsas, son testigos actos crueles y miran hacia
otro lado—giró su rostro y me miró directamente a los ojos—. No
sé como puedes amarlos. Yo lo he intentado, pero sólo he amado a
unos pocos y puedo contarlos con los dedos de mis manos.
—No son tan diferentes a
nosotros—dije colocando mis manos en sus hombros, para luego tirar
de él abrazándolo contra mí. Contenía su cuerpo, mucho más
delicado que el mío en proporciones, para que no se moviera y
pudiese así huir con diversas evasivas a mis respuestas—. No estás
molesto con la sociedad, sino con alguien que ama tanto a los humanos
como yo. Alguien que muestra sus defectos y virtudes. Ese alguien
cuyo nombre si lo pronuncio te hará suspirar y cargarte de furia,
porque no todo es blanco o negro.
—¡Ni lo nombres!—gritó antes que
lo callara, colocando mi mano derecha sobre su carnosa boca.
—. Ah... mírate... por eso buscas
insistentemente una víctima hoy. ¿Un hombre maduro que pueda
otorgarte lisonjas y mentiras, que te compre con halagos sutiles,
para luego matarlo con crueldad? ¿Así te vengarás de él?—pregunté
provocando que se alejara, pues logró zafarse de mis brazos de forma
violenta. Incluso me empujó y escupió como un niño salvaje.
—¡Déjame en paz!—dijo al borde de
las lágrimas—. Dice que me ama, que me cuidaría y salvaría. Sin
embargo, hace tiempo que me abandonó a mi suerte y yo, como no, maté
todas mis esperanzas—un par de lágrimas sanguinolentas recorrieron
sus mejillas blanquecinas, igual que la leche o la nieve más pura.
Entonces una figura apareció por el
otro extremo del puente. Era una figura elegante, embutida en un
abrigo de cuero negro que llegaba hasta el borde de sus zapatos. Un
hombre alto, de complexión fuerte, largos y sedosos cabellos rubios
que transitaba con las manos metidas en los bolsillos, como si
tuviese frío.
—¿Lo has llamado?—preguntó
ofendido.
—No he sido yo—susurré notando
como Amel reía bajo, escuchando esa risilla soñadora y maléfica—.
Aunque creo que sé quien lo ha hecho...
—Amadeo—pronunció su nombre cuando
estaba a pocos metros, sacando sus manos de los bolsillos y
extendiendo sus brazos—. Ven, debemos hablar.
—¡Armand! ¡Mi nombre es
Armand!—gritó furioso—¡Armand Le Russe! ¡No soy tu Amadeo, no
soy el niño perdido en la nieve y ni mucho menos seré tu ángel en
tus pinturas!—dijo con rabia.
—¡Ven aquí!—ordenó frunciendo el
ceño—. He dicho que debemos hablar y hablaremos.
En ese punto de la discusión, cuando
notaba como ambos se desafiaban, opté por resguardarme con las
solapas de mi chaqueta de terciopelo roja y marcharme de allí. No me
giré hasta pasados algunos minutos, cuando ya me encontraba bajo el
puente e intentando cruzar hacia el otro lado, en un pequeño y casi
obsoleto semáforo, cuando los vi. Allí, en medio del tráfico,
abrazados como si fueran dos pequeñas figuras de una fotografía
bucólica y romántica.
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