Michael y Rowan son dos seres opuestos que se han convertido en uno mismo. No pueden estar el uno sin el otro. Yo lo sabía cuando la conocí. Acepté eso.
Lestat de Lioncourt
El aroma de su perfume le perseguía.
Era como si estuviese intoxicado por la sensación, fresca y
agradable, de su cuerpo desnudo contra el suyo. Cada vez que cerraba
los ojos se amontonaban en su mente pequeñas fracciones de segundos,
algunas demasiado excitantes, que le decían continuamente que debía
volver a encontrarla, yacer una vez más en aquella cama y olvidarse
de los demonios que le perseguían. Sin embargo, continuaba su viaje
como si fuese un náufrago a la deriva.
Debía regresar a casa, aunque no
existiese ya nada que le vinculara con aquella ciudad llena de
edificios destruidos por el tiempo, la dejadez y los pesados
recuerdos que siempre, siempre, formaban griegas ante sus ojos. La
luz parecía diferente, incluso el aire era distinto, cuando paseabas
por las tumultuosas calles de Nueva Orleans. No importaba donde
miraras. Era una ciudad de mezcla, historia y secretos. Uno de esos
secretos era el misterioso sentimiento que tenía hacia una de las
viviendas más reconocibles de First Street.
Michael no podía dejar de rememorar el
hermoso jardín descuidado, aunque gigantesco y frondoso, donde solía
vislumbrar a un hombre que le contemplaba, sonreía y animaba a
seguirlo con la mirada. Cuando era niño jamás sospechó que fuese
un fantasma, incluso en esos momentos desconocía que era una fuerte
presencia que pertenecía a la familia desde hacía siglos.
Cuando salió del taxi y se abalanzó
contra la cancela, cayendo a los pies de aquel ser inmutable y
maravillosamente vestido, se percató que había hecho quizás el
último viaje de su vida. Si tenía que morir sería en aquella
ciudad, en ese mismo jardín y comprendiendo al fin la verdad que
tantos años había permanecido enterrada, igual que las raíces del
gigantesco roble que presidía el camino de la entrada.
Durante los días siguientes aprendió
y comprendió mejor a los Mayfair que muchos de ellos. Supo entonces
que quizás no fue sólo el destino, sino una mano oculta quien movió
los hilos de su vida. Rowan, la doctora Mayfair, no había aparecido
por arte de magia. Ella era parte del rompecabezas que le provocaba
un terrible dolor en su pecho y en su alma. Había codiciado a esa
mujer desde que abrió la puerta de su vivienda en San Francisco. Fue
un flechazo directo, sin tapujos, que desnudó su alma dejándola a
merced de sus finas manos femeninas.
Había momentos en los que descansaba
sus terribles lecturas, dejando a un lado los archivos que habían
llegado a sus manos gracias a Aaron Lightner, y cuando lo hacía la
imaginaba desnuda, con sus pequeños pezones duros y su escaso vello
púbico de color dorado, como su ondulado cabello rubio. La codiciaba
bajo su cuerpo, mucho más voluminoso y de piel ligeramente tostada
debido a su duro oficio, gimiendo su nombre, enterrando sus uñas en
sus omóplatos y moviendo sus caderas con lujuria. Recordaba
perfectamente su estrecha vagina conteniendo su miembro viril,
completamente henchido y recubierto de gruesas venas que le ofrecían
vigor, en un cubículo húmedo, cálido e idóneo para el placer.
Incluso podía verse así mismo saliendo de ella, para inclinarse
sobre su vientre y bajar hasta aquella boca húmeda que contenía su
preciado clítoris. Su lengua se movía en pequeños círculos,
retirando la fina piel de aquel punto de placer femenino, para luego
introducirse lentamente en su delicioso orificio. Ella estiraba sus
manos, metía sus dedos entre sus espesos rizos negros y tiraba de su
cabello con fuerza para pegarlo contra ella. Incluso podía escuchar
los gemidos, jadeos y palabras sucias que ambos pronunciaban. No dudó
en rememorar sus carnosos labios contra su glande, rodeándolo y
ansiándolo, del mismo modo que no pudo dejar atrás la imagen de
aquella lengua que azotaba con seductoras caricias desde la punta
hasta la base de sus testículos. Michael la deseaba como los
antiguos griegos deseaban a Afrodita.
Sabía que la próxima vez que la viera
tendría que contenerse, pero que en cuanto tuviese ocasión la haría
de nuevo suya marcándola con su boca, torturándola con sus manos y
apretando sus pechos contra su torso. Deseaba sentir el calor de sus
muslos, tan ardientes como acogedores, mientras se impulsaba dentro
de ella. Quería escuchar clamar su nombre entre gemidos, jadeos y
tortuosos suspiros. Ella debía volver a estar bajo sus dominios,
pero también libre subida sobre él provocándole con sus senos al
aire, mostrándose decidida y complaciente.
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