Louis me ha regalado las siguientes palabras... ¡Oh! ¡Mon amour, siempre tan adorable! Soy idiota, pero soy tu idiota. Recuerda que no puedes vivir sin mí y yo no sé vivir sin ti.
Lestat de Lioncourt
Los jazmines estaban sobre la mesa, en
un jarrón de cerámica azul que yo mismo había comprado. Había
recogido algunos por la ciudad, en mi patético encuentro con la
miseria y los recuerdos. Me agobiaba estar allí, pero me parecía
más que necesario. Por casualidad había hallado un refugio lúgubre,
pacífico y algo húmedo. Iluminaba todo con unas velas ligeramente
gruesas, muy similares a los cirios que se suelen ver, aún hoy, en
las iglesias. Con una cajetilla de fósforos iba iluminándolos,
dejando que se consumieran del mismo modo que mis horas.
Recluido allí, entre viejos
manuscritos de mi puño y letra, imaginaba las aventuras que no había
logrado vivir, saborear ni ir a su encuentro. La pena aún tañía en
mi garganta y a veces, sin desearlo, sollozaba. La maldad que yace en
mi corazón, tan oscura como profunda, es similar al amor que fluye
en cada recóndito lugar de mi alma. Soy una dualidad extraña, un
monstruo perfecto para muchos.
Poseía novelas antiguas, algunas han
logrado animarme hasta el borde de la risa frenética y extraña y
otros, como no, han hecho que añore tiempos pasados. En mi
escritorio yacían ensayos sobre diversas obras, confusos
pensamientos acerca de las nuevas tecnologías y lo importante que
era para mí el cine. Pero mi rincón favorito era un sillón de
cuero, algo raído aunque muy cómodo, donde me sentaba cerca de una
pequeña chimenea que parecía vencida, a punto de caer ladrillo a
ladrillo.
Siempre he tenido grandes inversiones,
viviendas ofrecidas por viejos amigos y adquiridas por mero capricho,
pero nunca me he sentido cómodo. Ni siquiera estoy cómodo en la
vieja casa que nos perteneció, en aquella avenida llena de vida y
recuerdos, donde Claudia se ha aparecido tantas veces. Por aquel
entonces todavía estaba cerrada, llena de viejos enseres y polvo.
Podía haber ido, limpiado todo y adecentado sus muros. Pero no. Tomé
la decisión de ser huraño, como un gato callejero, y encerrarme en
los profundos y siniestros pensamientos que cada noche, incluso a día
de hoy, vienen a buscarme como temibles fantasmas.
Aquella noche sabía que algo no iba
bien. Mi instinto me decía que Lestat había cometido otra
estupidez, quebrando una regla no escrita y provocando que mi corazón
sufriera. Así fue. Él apareció dentro de un cuerpo nuevo, humano y
frágil, que no reconocí. Me abalancé sobre aquel sospechoso, pisé
su cabeza y escuché sus quejas. Era él, el idiota que tanto amaba y
detestaba, rogándome que lo dejara vivir y le ayudara.
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