Fareed y Seth una pareja extraña, un duelo entre dos grandes sanadores de almas y cuerpo. ¡Impresionantes!
Lestat de Lioncourt
Actualmente todo puede cambiar tras un
pestañeo, como si éste fuese el batir de las alas de una mariposa
abriendo la caja de Pandora. La vida se ha convertido en un reflejo
directo de nuestras acciones. Hoy nuestras palabras son más veloces
que una bala y se convierten en transcendentales, inmortales y
peligrosas. Nos hacemos eco del dolor, la rabia, la felicidad o la
vergüenza con rapidez, pero eso no implica que lo sintamos
realmente. A veces contemplamos el mundo como si fuésemos Dios y sus
santos arcángeles. Mostramos el lado más frío y frívolo, mientras
otros suplican y lloran aferrados a una fe devaluada, aunque sea tan
sólo fe en sí mismos.
Vivo rodeado de tecnología desde hace
varias décadas. Aprendí a usarla en beneficio de la humanidad. Tuve
la inmensa fortuna de nacer en una familia adinerada, alcanzar unos
niveles de estudios superiores y saber aprovechar los recursos que
éstos me ofrecían cada día. Doy gracias a mis padres y hermanos
por su apoyo, dedicación y esfuerzo. Gracias a sus palabras de ánimo
me levantaba cada mañana empeñado en superarme. También sentí la
presión, el barullo constante de mis propios miedos sobrevolando
como si fueran insectos insufribles. Pero terminé llegando a mi meta
y me convertí en uno de los mejores en el campo de la medicina.
Decidí ser cirujano. Quería salvar vidas. Sin embargo los medios
eran limitados en la India y me veía colapsado. Era insoportable.
Había llegado a mi edad madura. Sólo
había alcanzado un par de relaciones sentimentales que no llegaron a
nada. Mis padres insistían en casarme, comprometiéndome a menudo
con mujeres que jamás sabría amar. Me negué. Rompí sus corazones
al alejarme de la familia y aceptar mi destino en soledad. Me había
casado con el bisturí y las revistas médicas que llegaban a mi
puerta todos los meses. Investigaba nuevas técnicas, instrumental e
incluso rogaba al gobierno que me ofrecieran becas para mejorar la
sanidad. Pero todo era imposible e impensable. Vivía en una cloaca
donde el dinero es lo más importante. Sin embargo, no hay que mirar
mi país para quedarse con ese mal sabor de boca. Allá donde mires,
sea cual sea el país, aprendes esa lección demasiado fácil. El
dinero no da la felicidad, pero te ofrece recursos para alcanzar un
estatus social cómodo y factible para la vida.
El amor quedó atrás, como los amigos.
No era capaz de relacionarme demasiado con otras personas. Me había
convertido en un ser demasiado empático y frustrado. Pasaba las
horas libres junto a mis pacientes. Vivía atado a mi buscapersonas.
Las noches a veces eran eternas en casa y merodeaba como un gato por
las salas, leyendo libros o intentando dejarme llevar por la música.
Insoportable.
Ahora las noches son eternas. Vivo en
una noche eterna desde que Seth, mi creador, me dio la oportunidad
más fabulosa que puede tener un investigador. Puedo cambiar el
mundo. Tengo un equipo de seres inmortales como yo, vampiros amantes
de la ciencia y la tecnología con una cualificación igual que la
mía, comprometidos con el mundo y sus heridas.
Pero hay algo que ha cambiado en mí.
Hay momentos en los que no puedo vivir atado a un ordenador, un tubo
de ensayo o un bisturí. Necesito contacto. Él es lo que me mantiene
atado y firme. La cordura llega, surge como una chispa, cuando logro
alcanzar su mirada oscura e impaciente. Parece un hombre joven,
sosegado y comprensivo, pero dentro de ese cascarón hay un ser que
pide más, insaciable como yo, en busca de su consuelo. Me he
convertido en un compañero extraño, aunque ambos lo somos. Podemos
definirnos como dos gatos que buscan afecto mutuo más allá del que
pueden ofrecernos los humanos, con una calidad y comprensión mágica
y trascendental.
He logrado que vampiros de toda índole,
sin importar las décadas, siglos o milenios que soporten, puedan
hacer el amor entre mares de sábanas blancas y sudor sanguinolento.
La ciencia nos ha dado la posibilidad de entregarnos unos a otros,
como si bajáramos al fin las estrellas para tocarlas con la punta de
los dedos, mientras los corazones bombean cada vez con más rabia y
desenfreno.
La silueta de Seth es terriblemente
atractiva. Sus muslos son suaves y su miembro yace dormido entre sus
piernas, esperando que lo avive con una descarga de testosterona y
una mirada furibunda en mitad de un acto cruel, delicioso y
magnífico. Su cuerpo se enciende y el mío acaba ardiendo entre las
llamas que me provoca su alma, un alma apasionada que se deja llevar
por los ríos del placer. Puedo sentirme aprisionado entre sus
piernas, mientras sus caderas se descontrolan al mismo ritmo que las
mías. Mis besos se convierten en veneno cruel y mis mordiscos son la
chispa adecuada para sus afiladas uñas.
La tecnología podrá rodearme, pero
jamás la cambiaría por su compañía. He cambiado. Amo ayudar a
otros, sin embargo es imposible que deje atrás a mi creador.
Necesito el contacto de su piel contra la mía, mezclar nuestro sudor
y ahogarnos en besos, gemidos y reproches. Muero entre sus gemidos y
renazco después con la punzada placentera de sus uñas enterradas en
mi espalda, viajando hasta mi cintura, mientras mis rodillas toman
apoyo en el colchón. Puedo dejar que mi voz se quiebre, igual que mi
conciencia completamente perdida en mi instinto animal. Me convierto
en un animal salvaje deseando despedazar a su presa, la cual parece
gozar con cada ataque.
Mi sexo, igual que una espada,
atraviesa sus redondeadas nalgas provocando que tiemble, solloce y
aliente cada uno de mis movimientos. Sus labios son seda pura
recorriendo mi cuello, sabiendo que tras ellos hay unas peligrosas
dagas que pueden matarme llevándose mi sangre, mi vida y, por ende,
todo lo que soy. Dejo que mi lengua lama sus pezones cafés, recorra
su pecho desnudo y provoque nuevos espasmos de gloria en su, en
apariencia, frágil figura.
Siempre giramos en la cama, luchamos
por la supremacía de nuestros sueños más perversos, y él acaba
ligeramente agotado con el rostro contra la almohada, su espalda
contra mi torso y sus manos aferradas al cabezal de la cama. Y yo,
por el contrario, golpeo sus glúteos, tiro de su cabello y penetro
con rabia su cuerpo desesperado por sentirme. Controlo cada una de
sus respiraciones, no me dejo vencer por sus miradas rabiosas de
soslayo y gobierno a un demonio casi tan viejo como mi propia
cultura.
Ambos estallamos en placeres. La
esencia se desvanece entre ambos, manchando nuestros cuerpos y la
cama de por sí destruida como un campo de batalla, provocando que
lleguemos a la calma. Los besos se convierten en caricias sagradas,
los dedos en salmos olvidados de una religión que ya no se practica
y nos miramos cómplices, satisfechos y terribles.
Lamo cada parte de su cuerpo, me hundo
en su cuello y bebo de él, recorro su vientre con besos escuetos y
me introduzco su adormilado miembro en una boca que sólo busca
ofrecerle placer. Me convierto en siervo, recorro cada trozo de su
sexo con la punta de mi lengua y mis labios ásperos de hombre
sincero. Él sólo se deja llevar, recostado en el colchón, mientras
me observa y estira sus manos para perder sus dedos entre los
mechones de mi pelo. Lavo su cuerpo, como se lavaría el cuerpo de un
enfermo, y como única esponja mi lengua y como única toalla mis
manos. Después, él hace lo mismo, pero siempre inyectándome de
nuevo otra dosis de placer. Aviva mi sexo, busca mi sabor y succiona
con una necesidad salvaje. Sus labios acarician, sus dientes
mordisquean y su lengua se enreda en la fina y sensible piel. Ese
sexo oral es como cantarle a los dioses de todas las tribus de éste
mundo, que en realidad convergen en una sola, mientras noto el calor
de los rayos de sol del desierto corriendo por mis venas. Bebe de mí,
sediento y complaciente, sin dejar de observarme. Me sabe suyo, pues
jamás he dejado de serlo desde el primer momento.
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