—¿Puedo pasar?—pregunté apoyado
en el marco de la puerta.
Él estaba allí, con la mirada perdida
en aquel libro de poesías. Ni siquiera lo estaba leyendo. Respiraba
pausadamente con los ojos llenos de lágrimas, las cuales no
permitían que se liberaran. Amaba sufrir. Creo que siempre amó el
sufrimiento y tener esa pose de hombre a punto del suicidio.
Reconozco, como no, que incluso yo amo esa forma de ser suya. Me hace
sentir que soy el héroe, que lo rescato del arrollo del dolor y la
miseria. Provoca en mí, por supuesto, que corra hacia él para
enfurecerlo o llenarlo de palabras románticas que él, como no, toma
como palabrería insulsa. Nunca me cree. Quizás debería ofenderme
eso, que no me crea y que repudie mis sentimientos. Sin embargo,
dentro de él, su corazón se agita con cada palabra y sé que las
atesora. Sí, las conserva. Puedo ver en su expresión melancólica
que ama sufrir, pero que a la vez desea dejar de hacerlo. Se aferra a
mis palabras, al amor que le profeso, y a otros deseos, quizás
oscuros y terribles, para mantenerse con vida.
—La casa es de ambos—respondió.
—¿Por qué has regresado a éste
lugar? Habíamos quedado que no regresaríamos en un tiempo, sin
embargo veo que incluso has contratado servicio. ¿Francia es
demasiado bulliciosa para ti? Porque aquí, en un barrio como éste,
lleno de locales que cierran a altas horas, comercios que parecen no
dormir y gente caminando por las aceras sin horario fijo...
—Deseaba refugiarme un tiempo en mi
soledad—musitó.
—Soledad... melancolía...
pensamientos suicidas...
—¡No te burles de mí!—espetó con
coraje.
La rabia avivaba su mirada con un
fulgor distinto. Ese verde apasionado, como si fuese la llamarada de
un dragón, le daba una vida inusual. Amaba verlo enfurecerse,
convertido en un monstruo, para luego calmarlo entre mis brazos y
susurrarle que le amaba. Era evidente que quería ser su consuelo, su
refugio, lo que él necesitaba y, por supuesto, él hacía lo mismo.
¿Acaso creía que no lo veía? Era evidente. Siempre llamaba mi
atención para que le diese todo de mí.
—¿Crees que si ella viviera ahora
sería distinto? Fareed lograría un cuerpo para ella...—se
incorporó dejando el libro en una mesa, con lirios en el jarrón,
para luego acercarse hasta a mí. Me abrazó rodeándome por las
caderas, provocando que lo estrechara por encima de los hombros y
besara su frente—. Dejaría de odiarnos y podríamos amarla sin
sentirnos culpables. Me siento culpable de su muerte, pero también
de su dolor.
—Yo también, Louis—aseguré—.
Pero, ¿crees que funcionaría? No. Ella obtuvo su fuerza del rencor
y del odio. El amor lo olvidó en un rincón, junto a sus viejas
muñecas, y jamás regresó a por él—noté que entonces, y sólo
entonces, dejó que sus lágrimas brotaran manchando mis ropas y
cuello—. Mi filósofo, mi mártir... deja de condenarte. Salgamos
fuera, caminemos por las espléndidas calles de Nueva Orleans, y
sonriamos a cualquiera que nos crucemos. Olvídate de ese fantasma.
—Pero...—aún lloraba y su pecho
estaba encogido por el dolor.
—Hay que recordar los viejos tiempos,
donde los tres parecíamos ser felices, ¿no es eso a lo que has
venido? Pues sal, toma tu gabán de cuero y acompáñame. Sígueme,
Louis, y sintamos la ciudad como lo hicimos una vez—tomé su rostro
entre mis manos secando sus lágrimas sanguinolentas, para luego
besar con cariño sus labios—. Te amo.
Lestat de Lioncourt
1 comentario:
http://eljardinsalvaje.creatuforo.com/ ¿Lo recuerdas? Lo echo de menos... u.u
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