—¿Alguna vez imaginaste estar frente
a éste cuadro?—su voz, masculina y ajada por el tiempo, resonó
con elegancia por la bodega.
Guardé silencio y estuve a punto de
llorar. Aquellos rasgos eran tan familiares, tan terriblemente
similares, a los que había contemplado horas atrás que me sentí
torturado. Los detalles del lienzo, al temple, habían sido
realizados con cuidado y entrega. La mezcla era perfecta y el
realismo casi mágico. Podía ver las plumas cayendo de sus alas,
tupidas y oscuras, abiertas hacia el cielo, como si esperara un
milagro, mientras sus lágrimas caían por sus mejillas redondas y
llenas. Era Amadeo, no Armand. No había esa siniestra sombra en su
mirada, pero sí tristeza y dolor. Podía palpar su alma en aquella
pintura.
Había oído hablar de los tesoros de
Talamasca, pero jamás me había creído que algo así pudiese quedar
frente a mí, desvelado como un pequeño misterio. Di un par de pasos
y acaricié el marco, ligeramente polvoriento, y me giré hacia el
director de la orden, David Talbot, que me miraba serio y paciente.
—¿Por qué no está en una sala en
mejores condiciones?—pregunté ligeramente molesto, como si yo
hubiese pintado el cuadro o fuese el modelo—. Merece un lugar mejor
que una bodega.
—Está a punto de ser restaurado. En
breve lo tratarán para que sea igual de hermoso que en sus mejores
días, pues se dañó ligeramente con el fuego—explicó acercándose
hasta a mí—. ¿Es la primera vez que ves una obra así?
—No, hace algo más de un siglo lo vi
en los muros de Marius—recordé mi novela y me eché a reír—.
¿No lo leíste? Ahí está.
—Sí, pero eran personas que tú no
conocías. Eso que ves es un monstruo hermoso, el mismo monstruo que
amas y odias a la vez—susurró sus últimas palabras clavándolas a
mi corazón.
—¿Quién lo rescató?—pregunté.
—Algún miembro de la orden—explicó
sin más restándole importancia a ese héroe.
—Ojalá estuviese vivo para darle las
gracias—contesté con sinceridad alejándome de él, cuando me giré
hacia un lateral y descubrí uno de mis viejos atuendos—. ¡Mi
capa!
—Ah, sí... La conseguimos hace
décadas. No se ha conservado como desearíamos, pero...
Me aproximé a la vitrina y, por alguna
extraña razón, vino a mi mente sus ojos castaños y su risa de
demonio. Vi a Nicolas bailando a mi alrededor, con su violín
sonando, mientras mi corazón, estúpido y destrozado, lloraba por
las brujas y por él. ¡Qué final más terrible para mi hermoso
violinista! Horrible.
Aquella mañana no descansé hasta que
el sueño pudo conmigo y tuve que refugiarme. Esa bodega estaba llena
de historia, y no sólo de historia referente a mí o a los vampiros.
Había tantos documentos, tantos objetos, tanta belleza e información
que me sentí embriagado en un éxtasis terrible.
Lestat de Lioncourt
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