La nieve caía espesa, blanca y fría.
Recuerdo que sentía la ropa húmeda pegada a mi piel. Tiritaba
mientras percibía como los dedos de mis pies se congelaban. Mi madre
apretaba mi mano derecha, tiraba de mí y, ocasionalmente, giraba el
rostro para mirarme a los ojos con cierta molestia. Iba llorando. Era
un llanto amargo y silencioso. El monasterio quedaba atrás, con sus
altos muros de piedra y sus jardines ligeramente nevados. Allí
quedaba el hogar que había conocido durante algunos meses.
—Quería que aprendieras a leer y
escribir, no que desearas ser uno de ellos—dijo al fin.
Tenía siete años. Era un chico
delgaducho, algo esquelético, de aspecto frágil. Ella me quería y
cuando me miraba veía al único hijo que le importaba. En aquella
época yo no lo sabía. No comprendía hasta que punto me necesitaba.
—No quiero volver a casa—respondí
intentando no continuar con aquella caminata.
—Tu padre se está quedando ciego,
Lestat—comentó—. Necesito que estés allí conmigo, pues todo
irá a peor para mí—se detuvo tomándome del rostro, intentando
secar mis lágrimas con sus pulgares, para luego ofrecerme unos
golpecitos en los hombros—. Serás el hombre de la casa.
—¿Y mis hermanos?—pregunté.
—Son unos inútiles.
El caballo que había traído no estaba
lejos, pero aquel camino estrecho y empinado era demasiado terrible
para un animal tan viejo. Cuando llegamos ella me subió en la
montura, para luego hacerlo junto a mí.
La nieve seguía cayendo, mis cabellos
ya estaban empapados. Lejos ya quedaba el campanario, cuyas campanas
repicaban con fuerza, mientras los cascos del caballo sonaban por el
camino de piedra y fango. Ella me rodeaba por la cintura, pegando su
torso a mi espalda, mientras sentía que empezaba a caerme por la
fiebre.
Había conocido camas cómodas, sábanas
limpias, buenas palabras, sopa caliente y pan recién hecho. Me
habían alimentado el cuerpo, pero también el alma. Ella no era
cariñosa, pues creía que necesitaba ser fuerte en un mundo terrible
como en el que nos desenvolvíamos. No aprendí a leer ni a escribir,
pues apenas estaba comenzando a conocer el vocabulario.
Al llegar al castillo, donde malvivíamos,
mi padre me calentó el cuerpo con unos buenos azotes. Según él
estaba haciendo perder el tiempo a la familia. Para él nada era
correcto y todo era terrible. Ella espero a que se fuera, para luego
llevarme al baño y ayudarme a limpiarme las magulladuras. Aquella
noche volví a conocer la humedad y el miedo.
Lestat de Lioncourt
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