Lasher regresa... señores.
Lestat de Lioncourt
Las luces de la casa estaban
encendidas. La vida parecía haber regresado al hogar, con una
calidez que hacía tiempo que no se sentía y con unas risas tan
fuertes que parecían mover los viejos cimientos, y el jardín estaba
iluminado tímidamente con algunas luces de colores esparcidas cerca
de los arbustos. La noche no era demasiado fría, pero sí húmeda y
algo ventosa. Los árboles movían sus copas ligeramente vacías y la
hojarasca hacía tiempo que se había convertido en un habitual de la
acera próxima. El tráfico era nimio y las casas colindantes
parecían festejar del mismo modo el nacimiento de Jesucristo.
La vieja cancela, gruesa y de cerradura
profunda, estaba ligeramente abierta. Parecía una vieja señal, un
recuerdo, a lo que había sido él y toda su historia. De vez en
cuando una ráfaga de aire la movía haciéndola sonar como en una
película de ciencia ficción. Sin embargo, nadie salía a cerrarla
porque nadie notaba su crujido. La música era demasiado alta, así
como las conversaciones aceleradas y bañadas en alcohol, como para
poder percatarse de aquel murmullo incesante.
Bajo el roble se hallaba aquel pequeño
montículo, ya cubierto de una espesa capa de césped, donde nadie
había dejado siquiera una rosa en su nombre. La fecha era la clave.
La hora pronto iba a darse en el reloj del salón y él, como no,
estaba a punto de echarse a llorar. Algunas nubes se acercaban al
techo de la vivienda, revueltas y oscuras, deseando descargar la
lluvia que se precipitaría como un alivio para su alma.
Metió sus grandes y suaves manos, tan
suaves como las de un niño y tan manchadas de sangre como las del
criminal que era, en los bolsillos de su elegante pantalón. Vestía
de smoking, igual que cualquier invitado de la gran fiesta de la
familia Mayfair, y poseía unos elegantes zapatos italianos que le
daban el toque idóneo a su aspecto aseado. Sus enormes ojos azules
mostraban el dolor, la amargura y las esperanzas rotas que se
acumulaban en cada rincón de su alma. Suspiró pesadamente y echó a
caminar por el sendero, para luego entrar a la parte trasera del
jardín.
Allí, a un lado, estaba la piscina
donde Stella Mayfair solía nadar y donde ahora lo hacía Rowan
Mayfair, la que fue su madre. Con cierto temor, aunque también
curiosidad, se aproximó al borde para contemplar sus rasgos tan
similares a sus padres. Era una mezcla genética excepcional que le
hizo desear reír, pero sólo sonrió amargamente apartándose del
borde y contemplando las estrellas.
Era noche cerrada. Quedaban unos
minutos para las doce. Dentro todos parecían haberle olvidado. El
nombre de Lasher se había desvanecido, el Hombre era un cuento para
que los niños no pudieran dormir de noche y el Impulsor era sólo
una vieja creencia que ya se había devaluado con el paso del tiempo.
Echó la vista atrás, en sus
recuerdos, y sintió vértigo. Tuvo que apoyarse en uno de los muros
de la mansión mientras venían a él las frases con voces
distorsionadas, imágenes cargadas de aromas y sentimientos
mezclados, que le embriagaban más que una copa de ponche. Se
humedeció los labios con la punta de su lengua y tembló. Parecía
confuso, como cuando tuvo que escribir su historia porque perdía el
hilo de los acontecimientos, aunque recobró la compostura.
—Mis brujas...—murmuró—.
Suzanne, Deborah, Charlotte, Jeanne Louise, Angelique, Marie
Claudette, Margerite, Julien, Mary Beth, Stella, Antha, Deirdre y
Rowan... Trece brujas y una puerta... trece amantes y una madre—dijo
abrazándose a sí mismo.
Entonces escuchó a su padre, brindando
por su nueva familia, y sintió que su corazón se oprimía. Un
corazón que no latía realmente, pero que ahí estaba. Se acercó a
la ventana y observó a la joven de ojos profundos y azules, piel de
mármol y labios carnosos entonar una carcajada fresca. Ella era una
hembra de su raza, una mujer que ya conocía porque su espíritu le
era familiar.
El olor de las hembras podía sentirlo
como si fuese una jauría de perros lanzándose a su yugular. Era
inquietante poder reconocerlo pese a ser un espectro, a volver a ser
un ente sin cuerpo. Entonces trazó un plan. Decidió quedarse allí,
aguardando, mientras todos iban adulando a la joven y hermosa hija de
Michel Curry y Rowan Mayfair. Una hija engendrada gracias a otra
hembra Taltos que bailaba girando como una niña, completamente
absorta, por la música que sonaba. Un joven y robusto joven, también
un macho como él lo había sido, guardaba silencio con una taza de
leche caliente en la mano. Había otra hembra, pero mucho más seria
y desafiante, que no parecía querer participar en la fiesta aunque
seguía el ritmo moviendo su pie derecho insistentemente.
Allí quedó contemplando la vida, una
vida que ya no era suya. Lasher había regresado. Un día de navidad.
Otro día como aquella noche. Había vuelto para quedarse. Deseaba
esa mujer, la mujer Taltos que poco a poco fue reconociendo.
—Eres hermoso incluso como mujer—dijo
con un brillo melancólico en sus ojos.
Sí, sin duda era el viejo brujo. Él
había vuelto a la vida y había ocupado el cuerpo de la que iba a
ser la heredera. Al fin había logrado ocupar el lugar que siempre le
correspondió y llevar la pesada esmeralda entorno a su delicado
cuello de cisne.
“Regresará el cordero al rebaño con
los ojos tristes, el alma rota y los deseos renovados. Volverá con
un sueño cruel agitando su corazón, con la venganza en sus labios y
las manos heladas como su alma. Querrá hacerse con el poder y lo
hará con calma. Será la oveja blanca entre las demás, siendo negra
como sus intenciones, porque sólo la maldad acaba venciendo. La
bondad no dura demasiado. La pureza sólo debe hallarse en la leche
materna y en las sábanas donde el pecado queda plasmado.”
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